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Vid y sarmientos; uvas y vino

Juan 15,8

 

“A veces se me antoja una ensalada de frutas, principalmente de uvas; bueno, de puras uvas, uvas fermentadas. Ok, un vinito.” Es un hermoso mensaje que corre por las redes sociales. No se puede pensar en uvas sin pensar en vino; al menos no en el evangelio. Jostein Gaarder, el autor de El mundo de Sofía, tiene varias novelas maravillosas, dos de ellas son muy conmovedoras: La joven de las naranjas, y Simplemente perfecto. En cierto sentido son novelas que se parecen: nos encontramos al inicio con personajes que frente al umbral de la muerte, y de la muerte relativamente temprana, recuperan sus vidas; se las cuentan por escrito a sí mismos en forma de cartas para su familia, para entenderse; pero al leerlas nosotros, nos llevan a hacernos las mismas preguntas que ellos se hacen: Nacimos sin quererlo y moriremos también sin quererlo; aún así, ¿vale la pena vivir? ¿Qué somos realmente? Se pregunta Albert, el protagonista de Simplemente perfecto:

 

No podemos descartar por completo la posibilidad de que, de una manera para nosotros incomprensible, estemos relacionados también con algo distinto de la física y la química. no es impensable que este Universo trate de algo. 

         ¿Por qué me interesa esto ahora? Se puede expresar con una sola palabra: «esperanza».

         ¿Esperanza de qué? No lo sé; de verdad que no lo sé. Pero sí de algo maravilloso, como por ejemplo, tropezar en el desierto con un diamante enorme.

 

Para Albert, el momento de las preguntas llega cuando, tras sentir dolor y cada vez menos movilidad en la mano izquierda, es diagnosticado con esclerosis lateral y regresa al inicio de su relación con el amor de su vida, la joven con quien se casaría, la primera vez que salieron de paseo y se encontraron con una cabaña como de cuento junto a una laguna. Y a la cabaña va Albert, tras conocer su diagnóstico, a recuperar su vida, a escribir para entenderse,  y a plantearse una decisión final: si quiere seguir viviendo en su enfermedad, o si prefiere ya no vivir. Es la opción del suicidio.

 

Las palabras de Jesús sobre la relación de su Padre con él y de él mismo con los suyos: “Yo soy la vid verdadera y mi padre es el viñador”; “ yo soy la vid, ustedes los sarmientos” tienen lugar en la noche de la Última Cena, en el momento del simposio. Los banquetes tenían dos momentos, el formal, del la comida propiamente dicha, el banquete; y el informal, el simposio, como nuestra hora del amigo. Muchas veces, cuando era niño, mi papá tomaba una cerveza y le llamaba a mi abuelita materna, a su suegra, y le preguntaba: “¿Qué hora es, comadre?”, “La hora del amigo, compadre”, le respondía mi abuelita y buscaba ella misma algo con qué brindar y así se seguían la llamada. No deberíamos permitir que se nos pierdan esas bonitas costumbres. 

 

Las palabras sobre el viñador, la vid y los sarmientos son palabras dichas en el contexto de la amistad. Y del brindis. Quizá Jesús tendría en las manos una copa de vino y su mirada iba del vino a sus amigos, de ida y vuelta, sabiendo, como sabía, que él mismo era el vino que se derramaría, la vid que estaba a punto de ser podada, y que sólo sobrevivirían los sarmientos alimentados por su misma savia, por su Espíritu, por su amor llevado al extremo. Los demás, los demás serían mucha hoja y nada de uvas para dar vino. 

 

Porque no podemos olvidar que el primero de los signos con que Jesús manifestó su gloria fue el agua convertida en vino en las bodas de Caná. Una fiesta de intensa alegría donde por fin Dios y su pueblo se desposan en amor y en fidelidad para siempre. El amor de Dios en el vino de la fiesta, en la fiesta del amor. El judaísmo mayoritariamente se había convertido en una religión de sacrificios y rituales de pureza y se había olvidado de la alegría del amor. La vid y los sarmientos son también un símbolo del pueblo judío, y con tantos ritos de pureza y sacrificios, el pueblo era como una vid llena de hojas sin uvas para el vino. 

 

Pero vino Jesús y nos trajo el vino de Dios; vino Jesús con el vino del amor y de la alegría; vino Jesús y vino para ser bebido. Por eso es bueno regresar al inicio de este cuarto evangelio, el del Discípulo Amado, para volver al momento del encuentro con nuestro Dios, cuando comenzamos a caminar detrás de Jesús y él nos preguntó: “¿Qué buscan?”: le respondimos con otra pregunta: “¿Dónde vives, maestro?” Y él nos llevó a vivir con él, y de ahí nos llevó la boda, a la fiesta, al amor. Al inicio lo llamábamos “Rabbí”, maestro, queríamos ser discípulos; al final, en la Cena de despedida, Él no nos llama “discípulos”, nos llama “amigos”.

 

A lo largo de la historia se nos ha olvidado el vino. Pensamos sólo en frutos y “frutos” como sinónimo de “obras buenas”, porque todo lo moralizamos, y queremos hacer muchas cosas para salvarnos nosotros. Pero el fruto de la vid es la uva y el fruto de la uva es el vino; es decir, el amor y la alegría, la alegría de vivir, de encontrarnos con el Padre que nos ama, con el Hijo que llevó el amor al extremo, con el Espíritu que es el Amor mismo. Los frutos nos son obras, son una manera de vivir que sólo puede expresarse en gestos y palabras de amor, y de alegría… y de esperanza, como dice Albert, el protagonista de Simplemente perfecto, como el universo, que una pizca de algo distinto en su origen o en sus leyes, y no habría materia ni vida ni seres humanos, ni amor ni conciencia ni nada. 

 

En algún momento de la historia dejamos de vivir la alegría del encuentro de amor con Dios, y comenzamos a pensar sólo en pecados, en impurezas, y nos obsesionamos por la pureza, como si Dios, que es Amor llevado al extremo, fuera a dejarnos de amar, y fuera a rechazarnos. Por eso la invitación de Jesús es a permanecer en él. En él y en el amor; en él, que es amor. Deberíamos pensar menos en la hojarasca de los rituales y de los sacrificios, en la obsesión del pecado y de la impureza y pensar más en vivir y en amar y en provocar por amor vida y alegría en los demás. Las palabras de Jesús son claras: “ustedes ya están limpios, por la palabra que les anuncié.” Es una invitación a permanecer en el amor y en la alegría. 

 


Pero Jesús no sólo nos da una invitación, a permanecer en él; también nos da una certeza, una garantía: él permanece en nosotros. Nosotros flaqueamos, nos llegan las dudas y los temores; nos llegan momentos de deshumanización en los que lastimamos, incluso matamos a los demás; los momentos de persecución y de incomprensión; también los momentos de enfermedad, de debilidad, de dolor y de muerte. Pero Jesús garantiza que él permanece en nosotros. Nosotros podemos no permanecer, o creer que no permanecemos en él por muchas circunstancias; pero no él no deja de permanecer en nosotros. Permanece en los criminales, aunque nos cueste creerlo a todos, a ellos y a nosotros; permanece en los que se enferman y pierden la contra la enfermedad, aunque sea entre dudas y desesperanzas; permanece en los perseguidos y en los que nos atacados de tantas maneras, incomprendidos, señalados, etiquetados, burlados, humillados. Al momento de escribir el evangelio, la comunidad del Discípulo vive la persecución y el martirio por parte de Roma. Permanece en los que sienten que no pueden más o que no podrán más y entonces firman su adistanasia o se suicidan. Dios permanece en nosotros siempre, Dios es fiel y es bueno, todo el tiempo.

 

El suicidio es una de las realidades más complejas en la vida. Un día nos dará vergüenza haberlos juzgado, etiquetado y condenado en lugar de comprenderlos. Un día, espero no muy lejano, nos dará vergüenza habernos dicho la Iglesia de Jesús y no haber permanecido en Él y en su amor; nos dará vergüenza haber formado vides llenas de hojas en lugar de procurar vides que dieran uvas para el vino; nos dará vergüenza haber educado para el miedo en lugar de haber liberado para el amor. 

 

La vida y el amor son como un enorme diamante con el que nos topamos aparentemente por accidente en el desierto. Nacimos sin quererlo y moriremos sin quererlo, incluso los que se suicidan, que independientemente de las razones, nadie se suicida por puro gusto, sino porque la vida se volvió como una fiesta sin vino, como un camino lleno de abrojos y espinas que había que recorrer arrastrando grilletes. Una vida así no es vida. Pero al final hay esperanza, la esperanza de que el Señor permanece en nosotros, siempre, amándonos como a la samaritana, curándonos como al ciego y al paralítico, alimentándonos como el pastor a sus ovejas, resucitándonos como a Lázaro. Porque, ¿cómo podría abandonarnos aquel que no se bajó de cruz?, ¿cómo podría no permanecer en los que ama aquél que permaneció fiel al amor?

 

 

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