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La misericordiosa ternura de nuestro Dios

Domingo de la Divina Misericordia

Decía san Francisco de Sales que si tienes un burro y yendo por la calle se te cae, no vas con un bastón a darle de golpes en las costilla, para que se levante; más bien te acercarás, le tomarás la cabeza y le dirás: “¡Venga, pongámonos en marcha! Reemprendamos el camino, la próxima vez te fijarás más!” La anécdota la cuenta el Papa Francisco en una entrevista que concedió al periodista Andrea Tornelli, publicada en un pequeño libro en enero de 2016, al poco de haber iniciado el Jubileo de la Misericordia. El libro se llama El nombre de Dios es misericordia.

Releí el libro ayer, pensando en la celebración de este domingo, dedicado a la Divina Misericordia. Me deja sentimientos encontrados. Por un lado, creo el pensamiento de Francisco sigue madurando, profundizando (tengo la esperanza de que lo mismo pase con mis ideas, y que mi pensamiento no sea como los cangrejos. Una vez en la playa Mafalda vio a un cangrejo caminando —hacia atrás, como hacen ellos—, y le gritó: “¡El futuro queda hacia delante!”. Quizá hace falta que alguien en la Iglesia nos grite lo mismo, que el futuro queda hacia delante, porque en la Iglesia nos gusta más bien ver hacia el pasado, especialmente el pasado medieval, y no queremos salir de ahí)

 

Por otro lado, sigo pensando que lo mejor del pensamiento de Francisco está en sus gestos espontáneos —que también hablan y muy elocuentemente—, y en sus declaraciones a periodistas, sobre todo en preguntas “a botepronto”, pero no necesariamente pasa a los documentos oficiales. Y no lo digo a manera de juicio, sino de lamentación; trato de comprender los motivos por los cuales me parece a veces que el Papa mismo se ha puesto un freno. Guarden bien esta idea, porque cada vez estoy más convencido de ella: que el Papa Francisco, en su opción por una ética social cristiana más comprometida con los que él llama los descartados: los pobres, los migrantes, los indígenas, etc., ha preferido no avanzar en la renovación de la ética sexual y de la vida. Una mentalidad de negociador, de ajedrecista, ceder una pieza para ganar otra. 

 

Pero estoy llegando a la conclusión de que para que la ética social pueda renovarse y comprometerse con la humanidad en la creación de una sociedad más fraterna y humanitaria, habrá que cambiar primero la ética sexual y de la vida, particularmente nuestra manera de ver el cuerpo, que se proyecta en la sociedad, en el cuerpo social. Vemos a los demás como nos vemos a nosotros mismos, y lo primero que vemos de nosotros es nuestro cuerpo. Nuestra mirada generalmente es rigorista, perfeccionista; en la mentalidad bíblica, diríamos que es una mirada de pureza; hemos aprendido a ver el cuerpo con recelo, con vergüenza, incluso con cierto asco. Y así es como vemos  a los demás. Pero Dios no nos ve con mirada de pureza, Dios nos ve con misericordia y con ternura, que son lo mismo, con misericordiosa ternura. 

 

Misericordia y ternura son las dos palabra que más usa el Papa Francisco. “La ternura —escribió Francisco en Patris Corde, su carta sobre san José— es el modo en que Dios se acerca a nuestra fragilidad”. En su encíclica Fratelli tutti, publicada sólo tres meses antes, caracteriza a la ternura como un atributo propio de los fuertes, no de los débiles; los débiles tienen miedo de que alguien se aproveche de su debilidad y los destruya. Los fuertes no tienen ese miedo, por eso tratan con ternura. La misericordia es un atributo de Dios mismo.  Las acciones de Jesús en los evangelios están desencadenadas por un sentimiento, no por un juicio ni por una idea, por un sentimiento: la misericordia; en español se ha traducido por compasión. 

 

Compasión, misericordia, es lo que Jesús siente frente a los que están enfermos, frente a los que tienen hambre, frente a los que son juzgados, frente a los proscritos y marginados —como los leprosos—. Consecuentes con nuestra larga mentalidad moralista, podemos decir que ellos, como todos, son pecadores; sí, pero lo que provoca el sentimiento de compasión en Jesús no es que sean pecadores, sino víctimas del pecado. 

 

Para darnos una idea más completa, hay que tratar de pensar un poco con mentalidad judía. En hebreo, hay dos palabras que se han traducido como misericordia. La primera es ra’hamim, cuya raíz es rehem, que significa vientre o seno materno. Lo que siente Jesús, lo que siente Dios con nosotros, es lo mismo que sienten nuestras madres en sus entrañas cuando nos ven heridos, sufriendo y con dolor. Es verdad que las mamás mexicanas, por lo menos las de antes, nos advertían que si nos trepábamos al árbol y nos caíamos, ellas mismas nos iban a dar otro “demoniazo” para que entendiéramos, pero es mera advertencia. La verdad de lo que sienten es ra’hamim, misericordia.

 

A Dios le preocupa el pecado porque genera víctimas, dolor, sufrimiento, muerte. A Dios se le estremecen las entrañas porque en ellas nos formamos; de sus mismas fibras, y de ellas fuimos arrancados para llegar a esta vida y a esta historia. Por eso siempre está pensando en salvarnos; su honor y su gloria somos nosotros, cuando estamos bien y somos familia. 

 

La otra palabra que se ha traducido como misericordia es jésed, que tiene la connotación de ternura, pero también de fidelidad. No es sólo que la ternura, la misericordia, es el modo en que Dios nos trate, sino que esta manera de tratarnos es siempre la misma, la única; Dios no es voluble, ni se desdice. Dios siempre nos trata con ternura misericordiosa, es fiel al amor, a sí mismo, a nosotros, que somos las hijas y los hijos de sus entrañas. Por eso podemos confiar en Él, porque es nuestro Padre que nos ama con Espíritu de madre. 

 

La respuesta a la misericordiosa ternura de Dios es la fe, que significa confianza; por algo es la frase que santa Faustina pidió poner bajo la imagen de Jesús resucitado: Jesús, yo confío en ti; no “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”, tampoco: “no estés eternamente enojado”, sino “confío en ti”. A veces se nos echa en cara que andamos repartiendo culpas y no asumimos la responsabilidad de nuestros actos. Pero la culpa es enfermiza, y no se puede vivir sanamente con esa sensación. Sólo podemos hacernos responsables de nuestros actos en la medida que la misericordiosa ternura con que somos tratados nos hace sentir la confianza de que no seremos rechazados, sino curados; no juzgados, sino a pesar de todo, inquebrantablemente amados.

 


Mi diccionario bíblico me llama también la atención en otro punto: que ra’hamim es una palabra en plural, misericordias; mientras que pecado, jet y jatat, son palabras en singular. La misericordia siempre es más que el pecado, mucho más, infinitamente más. La imagen del agua y la sangre brotando a raudales del costado abierto del Señor Resucitado, es expresión de la infinita y misericordiosa ternura de nuestro Dios. Anoche compartí un meme: “¿Es usted tan humilde como dicen?” “¡Uffff! ¡Muchísimo más!” Todos pecamos, eso se deduce del pecado original, pero de ese mismo dogma también se deduce que el pecado no es parte de nuestra esencia; no es que yo no sea pecador, sólo que no tengo tan baja la autoestima que me defina el pecado, sino el amor de Dios, que siempre es más.

 

Además del Año de san José, en la Iglesia estamos también viviendo el Año de la Familia; son fiestas complementarias; de hecho, el Año de la Familia comenzó justamente el 19 de marzo, en la solemnidad de san José. El Año de la Familia se está viviendo con ocasión del quinto aniversario de Amoris Laetitia, el documento del Papa al final del largo sínodo sobre la familia. Estoy convencido, y creo que no soy el único, que el Papa convocó al Jubileo de la Misericordia tras las ámpulas que levantó en algunos la posibilidad de que los divorciados en nueva unión recibieran la comunión, posibilidad abierta en una nota a pie de página; el Papa no dijo abiertamente “sí”, pero tampoco dijo tajantemente “no”. Es el punto más polémico del documento y del que más se ha hablado en estos cinco años. 

 

Algunos han dicho que Amoris Laetitia es mucho más que una nota pie de página. Pero yo digo que en algunos años, espero que pocos, nos dará vergüenza que a tantas hijas e hijos de Dios a los que el Padre ve con misericordiosa ternura, sólo se les haya dedicado una nota a pie de página, y no una carta especial, una carta en la que se les haga sentir la dignidad que tienen como hijas e hijos de Dios, dignidad que el divorcio no destruye; que les haga experimentar que la tierna misericordia que Dios les tiene es la misma antes y después del divorcio; una carta en la que se les diga que si alguien comprende la historia de dolor y sufrimiento que causó la ruptura es Él, y que como buena Madre, cuyas entrañas siguen siendo las mismas y no dejan de estremecerse, les ofrece el Pan de su Mesa y el Vino de su copa, con la misma ternura y la misma misericordia de Jesús en la noche de la Última Cena, las mismas con las que se dejó ver y tocar por Tomás, que no sentía la necedad de no creer, sino la necesidad de experimentar en carne propia al Señor Resucitado. 

 

En su libro, Francisco recuerda al Papa Juan XXIII, quien en la apertura del Concilio Vaticano II declaró que como  Madre que es, la Iglesia “prefiere usar la medicina de la misericordia en lugar de empuñar las armas del rigor”. Ojalá les dedique un día un documento lleno de amor a los que en lugar de ser curados con la misericordia, han sido despreciados con el rigor.

 

En la entrevista, Francisco también pide a los confesores que no dejemos ir nadie sin la bendición, que hay personas que no pueden acceder al sacramento, pero que al menos no los dejemos ir sin la bendición. Es triste constatar que tampoco Francisco haya podido desprenderse enteramente del rigor, porque al final de cuentas no perdona la Iglesia, sino Dios, y Dios perdona siempre todo a todos; es triste porque Jesús advirtió a sus Apóstoles que no dejaran de perdonar, porque no les dio una potestad, sino una misión, un compromiso. Y si alguien no experimenta el perdón significa que nosotros, los que confesamos, hemos fallamos. 

 

Pero tomémosle la palabra al Papa. Pienso en la negativa que la Congregación para la Doctrina de la Fe a los obispos alemanes, que consultaron sobre la posibilidad de bendecir, sin sacramento de matrimonio, a las parejas del mismo género. La respuesta fue un “no” tajante. Dentro de unos años, el Papa, espero, les dedique una no una nota fría y negativa, sino una carta llena de amor, de la misericordiosa ternura de nuestro Dios, que no depende de la orientación sexual de nadie, sino del corazón inquebrantablemente fiel de nuestro Padre; que donde hay amor, no hay pecado; una carta en la que la Iglesia haga realidad ésta que el Papa considera que es su misión: aunque sea bendecir si no se puede dar el sacramento. 

 

Por la misericordiosa ternura de nuestro Dios, escribió san Lucas, nos ha visitado el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz. Al burro no se le da patadas en las costillas para que se levante y camine. No es a eso a lo que vino Jesús, sino a ungirnos tiernamente de misericordia, para que nos levantemos con dignidad y podamos volver a caminar, en paz, hasta ocupar nuestro lugar a la Mesa en la Fiesta del Padre.

 

 

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