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Tentaciones: Qué te dijo el corazón

Marcos 1,12-15

 

Un día caminaba Felipito por la calle, y vio a un lado una lata vacía tirada en el suelo. Se paró detrás de ella como si fuera un jugador de futbol, pero se dijo a sí mismo: “¡El grandulón pateando latitas!” Se fue cabizbajo, con las manos en los bolsillos. De pronto, se dio media vuelta, regresó muy decidido, sonriente, pateó sonoramente la lata, y se regresó reprochándose: ¡Qué desastre! Hasta mis debilidades son más fuertes que yo!” Seguro era cuaresma. Porque en otra ocasión estaba recostado de lo más cómodo en su sillón, y se dijo: ¡La de gente que estará haciendo cosas importantes, mientras yo estoy aquí tirado!”. Se enderezó un poco y se preguntó a sí mismo: “¿No me da vergüenza?” Se sorprendió a sí mismo: “¡Ah!, ¿cómo, no me da?” Y volvió a recostarse, reconociendo, entre cínica y sinceramente: “Nunca termina uno de conocerse.” No era cuaresma y estaba en modo cínico.

 

Es tradición de la Iglesia escuchar el primer domingo de cuaresma el relato de las tentaciones; es también tradición, muy arraigada, vivir la cuaresma como si fuera un tiempo de sacrificios, de mortificaciones, de penitencias, a decirnos que somos débiles y miserables; no ayudan mucho las oraciones litúrgicas, no sé si son un ataque a la sana autoestima que debemos tener todos los hijos de Dios, o una invitación a vivir el cristianismo por otro lado, o inclusive hasta incluso —como decía el Güiri- Güiri— al ateísmo (¿Quién en su sano juicio quiere creer en un dios de amenazas y sacrificios, un dios metiche que todo lo ve y todo lo juzga?) Todo mundo nos recuerda la penitencia que hicieron los ninivitas cuando Jonás les predicó, pero nadie recuerda que Jonás predicó porque Dios quería salvar a los ninivitas, porque aunque eran pecadores, y extranjeros y por lo tanto impuros, ¡Dios quería salvarlos porque Él los había creado!

 

Del relato del Evangelio no se deduce nada esto. La primera escena en la que aparece Jesús es la de su bautismo, por parte de Juan en el río Jordán, y en el desierto. En la experiencia del bautismo, Jesús vio cómo se abrían los cielos y descendía sobre Él el Espíritu Santo, con la ternura de una paloma, y escuchó la voz del Padre que le decía: “¡Tú eres mi hijo muy amado!” Enseguida el mismo Espíritu lo llevó al desierto, donde estuvo cuarenta días y fue tentado por el Acusador; es decir, por el Satán, y vivió entre fieras y ángeles, que lo servían. Al cabo, de eso, Juan fue arrestado y Jesús volvió a Galilea, donde comenzó a proclamar la buena noticia del Amor de Dios, de su acción en la historia, el Reino, e invitó a la conversión y a creer esta buena noticia; invitó a la confianza. Luego vinieron el llamado a los discípulos, a vivir con él en fraternidad, las curaciones y las comidas alegres. Pero no hay llamado a las mortificaciones, mucho menos amenazas de fuego eterno.

 

Lo que sí se ve en el evangelio es que lo primero en la vida es una intensa experiencia de amor y de confianza. Jesús se sabe amado; no ha hecho nada en el Evangelio, pero ya es amado; lo que hará no estará condicionado. No dará para que le den, no perdonará para que lo perdonen, no amará para que lo amen, porque ya es amado. Vivirá sin complejos; con dudas, pero sin complejos; con miedo, quizá, ¡pero con mucha más confianza en su Padre y por lo tanto, en sí mismo, porque es su Hijo! Ser amado hace la vida sea fácil, pero sí llevadera, incluso disfrutable. Pero no necesita mendigar amor; por el contrario, buscará compartirlo. Y celebrarlo. Lo mueve el Espíritu de Dios, el Amor de Dios, intenso, tierno, incondicional, inagotable.

 

El Espíritu lo lleva al desierto, ¡pero ya estaba en el desierto! El desierto ya no es aquí lugar, sino historia. Si algo nos tiene aquí, a todos, es el Amor de Dios; una vida que no será fácil, constantemente estarán las tentaciones del Acusador, que aquí no son hambre, a Jesús le sirven los ángeles. Quizá las tentaciones sean dudas, invitaciones a desconfiar, de Dios, del amor, de Él mismo. Como muchos de nosotros, que muchas veces dudamos hasta de que Dios existe; nos hacemos preguntas existenciales y nos ponemos en modo José José, pensando que nada tiene sentido, ni siquiera vivir, 

 

Porque el alma se vacía, como el cántaro en la nube, el amor acaba; 

porque suave se desliza, como sombra la caricia, el amor acaba;

porque el sentimiento es humo y ceniza la palabra, el amor acaba; 

porque el corazón de darse, llega un día que se parte, el amor acaba; 

porque se vuelven cadenas, lo que fueron cintas blancas, el amor acaba;

porque llega a ser rutina, la caricia más divina, el amor acaba; 

porque somos como ríos, cada instante nueva el agua, el amor acaba;

porque mueren los deseos, por la carne y por el beso, el amor acaba;

porque el tiempo tiene grietas, porque grietas tiene el alma, 

porque nada es para siempre, que hasta la belleza cansa. ¡El amor acaba!

 

Pero el amor nunca acaba. No por lo menos el amor de Dios. Si nos mueve el amor, el amor se contagia; se desborda. Y ése es el reto. Es el desafío. Del dogma del pecado original deduzco que todavía no sabíamos de libertad, de bien y de mal, y ya estábamos heridos; no es que seamos malos, es que estábamos heridos, y sólo el amor nos va curando y nos va haciendo libres. Nos dicen los psicólogos que todo nacemos con heridas, que nacer duele, que ser arrancados de nuestras madres duele, que aprender a socializar duele; que volver a los brazos de mamá y escuchar su corazón, cuyos latidos conocimos dentro de ella, nos da paz; que el amor de papá nos da la confianza de saber que no hay peligro si no estamos con mamá. El amor aquieta y el amor da confianza. Creo que en el fondo esta experiencia de crecimiento por el amor y la confianza es lo que vivió Jesús en el desierto, y de ahí su invitación a dejar de pensar que estamos condicionados, la conversión, y a confiar en el amor del Padre, que puede llevarnos a vincularnos de otra manera, no como rivales, sino como hermanos, que no necesitan disputarse el amor del Padre. Duele y no es fácil, pero es posible.

 

Los últimos días de nuestros padres, de Joël Dicker es una de las mejores novelas que he leído en mi vida; sobre un cuerpo de espías de élite ingleses, durante la Segunda Guerra Mundial. El entrenamiento no era fácil, son un cuerpo militar, y tampoco había posibilidad de desertar, con todo lo que sabían, una deserción su pone en el mejor de los casos, la cárcel. Había que resistir y sobrevivir. Uno de ellos, el Gordo, reflexiona en su vida; había sobrevivido a los golpes, al miedo, a la clandestinidad, a un interrogatorio de la Gestapo. Pero sabe que “los golpes no son más que golpes; hacen daño, un poco, mucho, y después el dolor cesa. Lo mismo con la muerte; la muerte no es más que la muerte. Pero vivir como un Hombre entre los hombres, es un desafío diario.”

 



Un día le preguntó un niño:

 

—Papá, ¿un día habrá guerra de nuevo?

—Seguramente.

—Pero, entonces, ¿qué deberé hacer?

—Lo que te diga el corazón. 

—¿Y qué te dijo el corazón durante la guerra?

—Que fuese valiente. El valor no es no tener miedo: es tener miedo y a pesar de ello resistir.

 

Me gustaría preguntarle a Jesús:

 

—¿Algún día habrá otra vez desierto y tentaciones, miedos y dudas?

—Seguramente

—Pero, entonces, ¿qué deberé hacer?

—Lo que te diga el corazón. 

—¿Y qué te dijo a ti el corazón en el desierto, y en la cruz?

—Que fuera valiente. El valor no es no tener miedo: es tener miedo y a pesar de ello amar, porque ya somos amados desde siempre por el Padre, ¡cree esta noticia, y confía en el Amor!

 

 

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