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Velar al Niño. Navidad con san José


A inicios de mes las redes sociales corrieron la noticia de un spoiler en un cuadro del Nacimiento de Jesús, pintado en el siglo XV por el holandés Roger van der Weyden. Arriba del pesebre, el pintor colocó un crucifijo. Poco después, varios conocedores aclararon que no se trataba de un spoiler, sino de una clave de contemplación. Durante mucho tiempo, sobre todo en oriente, se pintaron escenas de la natividad en clave de Pascua; es decir, se contemplaba el misterio de la Encarnación a la luz del misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor. En otras imágenes, se aprecia a Jesús niño más que envuelto en pañales, amortajado como un cadáver; el pesebre se muestra como un ataúd; y la gruta de Belén asemeja en sepulcro en la roca del Gólgota. La contemplación del Niño es la contemplación del Crucificado. El sueño del Niño es la muerte de Jesús en el sepulcro. 

 

Desde que nacemos comenzamos a morir. Venimos a este mundo trayendo la muerte con nosotros. Y, sin embargo, como ha recordado en estos días el Papa Francisco, citando a la filósofa Hanna Arendt, “la Navidad es el misterio del nacimiento de Jesús de Nazaret que nos recuerda que «los hombres, aunque han de morir, no han nacido para eso sino para comenzar»” Frente a la muerte, podemos sentir vacío y desesperanza; el absurdo de que nuestras vidas terminan en la nada. Pero la contemplación de Jesús, Dios encarnado y muerto por nosotros y como nosotros, nos hace comprender que la muerte esconde el principio de un nuevo comienzo. El amor de Dios en Jesús no tuvo ningún reparo en vaciarse de su divinidad para encarnarse como humano, y como humano morir. Suena escandaloso. Pero es la primera gran noticia del Evangelio, que Dios está con nosotros, hasta en la muerte, no por encima ni junto a nosotros, sino muriendo con nosotros y por nosotros.
 

 

Hay que ir más lejos. Todos morimos, pero no todos morimos de la misma manera, ni enfrentamos la muerte con la misma perspectiva. Dios nos invita a vivir como Jesús mismo, a vivir creciendo como él pasando del pesebre a la cruz; de la gruta a la tumba, que es el ámbito en el que el amor de Dios nos gesta de nuevo para nacer a su eternidad. La meta de la vida cristiana es alcanzar la plenitud de vida en la resurrección. Todo ello bajo la silenciosa pero tierna y esperanzada mirada del Padre. Como el Padre eterno en el Gólgota; como  el buen José en la gruta de Belén. 

 

Frente al amor, todo tiene sentido. Contrario a lo que solemos pensar, a Dios no lo encontramos en el poder, sino en el amor. Su poder es el poder del amor, no el poder de los poderosos; su riqueza es el amor, no el dinero de los ricos. Su vida es la del amor, no la vida biológica que afanosamente cuidan los médicos y a, veces pecaminosamente, quieren prolongar inútilmente. Contemplar a Jesús, en su nacimiento y en su muerte, es contemplar el misterio de amor que se entrega sin reservas ni condiciones, que estalla como el grano hundido en la tierra para echar raíces, florecer y dar frutos. 

 

“Mi corazón sabe que dijiste: «Busquen mi rostro». Yo busco tu rostro, Señor, no lo apartes de mí.” Así reza el salmo (27,8-9). Vivimos días terribles, tristes, desesperados y a veces desesperanzados. Como pocas veces en la vida, y esta vez el mundo entero, todo se nos derrumba con estrépito, con mucho ruido, con caos. Como pocas veces, y con mucha intensidad, nos sentimos crucificados. Para muchos, quizá la navidad de este año no será ninguna fiesta; quizá tenemos más qué lamentar que celebrar; quizá lo que se vino abajo es más que lo que queda en pie. ¿Cómo seguir creyendo en Dios estando las cosas como están? ¿Cómo abrir el corazón al regalo de Dios en su Hijo Jesús? ¿Dónde descubrir su rostro, si es que existe? 

 

Buscamos el rostro de Dios, porque es Dios mismo quien al pronunciarnos con amor al darnos la vida, nos ha dejado el sonido de su voz resonando en nuestro propio corazón; es el eco de su voz el que nos invita a buscar su rostro, su presencia; su abrazo de Padre, su calor de Madre. En su Pasión, Jesús buscaba el rostro del Padre; y en la cruz, se sintió abandonado por Él. ¿No es así, quizá, como nos sentimos ahora o nos hemos sentido alguna vez, crucificados, abandonados y olvidados?

 

Pienso en san José, en sus ilusiones de joven desposado, en su orgullo de hijo de David, en sus sueños de orgullo y de grandeza destrozados, hechos añicos, echados por la borda para navegar en un mar de burlas. Seguro se preguntó lo que todos nos hemos preguntado, con el corazón mordido y las lágrimas contenidas, “¿por qué a mí?, ¿por qué ahora? Situaciones en las que habríamos preferido morir y, sin embargo, seguimos dolorosamente vivos. Quizá se piense que exagero con san José, pero en aquella época el honor es la mayor riqueza de un varón; y sin honor, no se era nadie. El embarazo de María lo puso en esa deshonrosa y humillante situación. El ángel del Señor tuvo que intervenir en su vida, para tomar sus pedazos de sueño y en un sueño devolvérselos en forma de encargo: cuidar como padre al Hijo que Dios le confiaba, un Niño al que por fin podrá contemplar recién nacido; recién nacido y ya amortajado; recién nacido y acostado ya en un sepulcro. ¿Pensábamos que la navidad era tierna? Creo que no conocíamos la navidad. 

 

Antes que contemplar el rostro de su Hijo, José conocía su propio rostro, desilusionado, impotente, frágil, vulnerable, expuesto a las burlas de su pueblo y a la opresión y humillación de la jactanciosa Roma. No tenía mucho que esperar y muchos menos celebrar con el nacimiento de ese niño. Hasta que contemplándolo comprendió. Que justamente en eso se parecía a su Niño, en lo pequeño, en lo impotente, en lo frágil, en lo vulnerable, en lo que va a morir y sigue vivo frente a una disyuntiva: esperar al día en que por fin llegue la muerte, o vivir de tal manera que la muerte lo encuentre viviendo de tal manera que le dé vergüenza haber llegado. José contempló a su hijo y descubrió en el rostro del Niño su propio rostro, y entonces supo que era el rostro de Dios, justo en eso en lo que ambos se parecían. 

 

Lo mismo pasó a san Pablo años más tarde, que descubrió a Jesús Resucitado y lo descubrió persiguiéndolo. Supo que era el Mesías porque era un perseguido. Es la inteligencia de la víctima, como lo llama James Allison. Dios identificado con las víctimas, con su pueblo, esclavizado, sometido hasta la muerte en Egipto; con su pueblo, desterrado en Babilonia, obligado a cantar para los opresores, nostálgicos, dolidos de añoranza de su tierra y de su libertad; con Elías amenazado, perseguido y desfallecido en la cueva, que se asomaba fuera buscando el rostro de Dios. Lo mismo, seguramente que comprendió José, humillado y deshonrado a los ojos de su pueblo, como estaba su pueblo por los romanos, mientras contemplaba al Niño en la primera noche de Navidad. Dios no se identificó con el Faraón, ni con Nabucodonosor, ni con el César; sino con sus víctimas. Porque el amor es compasivo, solidario y misericordioso; no pretencioso ni altanero. El amor no roba vida, da vida hasta el extremo, hasta la muerte, y por eso mismo, el amor resucita. Sólo se necesita el coraje de no bajar el rostro frente al espejo para descubrir en la propia mirada la mirada de Dios amándonos.

 

La fragilidad, la vulnerabilidad, la finitud, el deshonor que contemplamos en Jesús en la gruta de Belén, son una invitación al amor bajo la promesa y la esperanza de la resurrección. Jesús en el pesebre de Belén una semilla de resurrección, arrojada no a la muerte, sino a la historia, donde muere para comenzar una nueva historia desde el corazón de Dios, desde la ternura y la misericordia. San José acogió esta invitación; supo morir y renacer, morir al patriarcado machista, para renacer como padre con el corazón de Dios; con ternura, que no es característica de débiles, sino de fuertes, de los que no tienen miedo ni se sienten amenazados por los otros, especialmente por los que son distintos; como padre valiente, que puede plantar cara al peligro, porque ha vencido a los peor de los enemigos, que es el propio orgullo; todo ello a la sombra del Padre y en el silencio de Dios.

 

Esto es la navidad. Una tierna invitación a comenzar de nuevo, a darse a los demás como Dios en Jesús se nos dio a nosotros, sin asco y sin miedo, con ternura y misericordia; una invitación a saber morir, a dejarse resucitar. Con el corazón dolido, herido, despojado de algunos de los suyos, pero lleno de gratitud y esperanza, a todos, ¡feliz navidad!

 

 

 

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