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Uno de cada diez

Lucas 17,11-19

Me llamarán subversivo.
Y yo les diré: lo soy.
Por mi pueblo en lucha, vivo.
Con mi pueblo en marcha, voy.
Tengo fe de guerrillero
y amor de revolución.
Y entre Evangelio y canción
sufro y digo lo que quiero.

Si escandalizo, primero
quemé el propio corazón
al fuego de esta Pasión,
cruz de Su mismo Madero.

Son versos de Pedro Casaldáliga, misionero claretiano, catalán nacido en 1928 y obispo en las Amazonas en los años sesenta y setenta. Poeta y profeta, construyó su vida al lado de los pobres y excluidos. Partidario de la teología de la liberación, fue acusado de subversivo y comunista. Eran tiempos difíciles para quienes se dejaban incomodar por los que sufrían injusticia y marginación, para quienes no preferían mirar para otro lado, para donde había poder y dinero, por ejemplo. La vida de Pedro Casaldáliga puede leerse —o verse en la versión cinematográfica— en la biografía escrita por un periodista compatriota suyo, Descalzo sobre la tierra roja. Pedro Casaldáliga se ganó también unas páginas en la antología Cincuenta intelectuales para una conciencia crítica, escrita por el teólogo español Juan José Tamayo. 

Y es que pareciera que la escena del Evangelio es un capítulo más de Cien mexicanos dijeron —bajo la conducción de Marco Antonio Regil, cuando la elegancia y la sonrisa se valoraban más que la estulticia—. Sólo uno de cada diez regresa para dar las gracias. Pero es más que una cuestión estadística y de gratitud. Es la cruda constatación de lo mucho que debemos a las minorías, del mucho daño que nos hacen los prejuicios, los racismos y las ideologizaciones. El cristianismo nació como un grupo minoritario dentro del judaísmo, y después fue un grupo minoritario a lo largo del vasto imperio de Roma.  Y pareciera que todo se echó a perder cuando se volvió una religión de masas, mayoritaria y excluyente. Una pena.

Las minorías suelen ser excluidas y reprimidas, silenciadas. Por eso tienen que gritar. Los leprosos del evangelio son un grupo excluido y silenciado que, en un acto de rebeldía y esperanza, le salieron a Jesús al entrar en una ciudad, arriesgándose a ser apedreados. Se detuvieron a distancia, pero gritaron pidiendo compasión. Jesús tuvo compasión, los envió a presentarse ante los sacerdotes, a quienes correspondía declarar que estaban limpios, para que pudieran vivir nuevamente en la ciudad, con sus familias. Era lo normal, lo que todos los judíos pensaban: que la lepra era un castigo de Dios y que si quedaban curados, era porque Dios les había levantado el castigo. Pero uno de los diez era samaritano, extranjero, extraño, pues, distinto. Tenía otro punto de vista. Para él, Jesús había tenido compasión de él y volvió con Jesús para glorificar a Dios. Con gritos, como al principio de la escena, pero ahora de alegría. Sólo uno de los diez pudo ver lo que la costumbre, la rutina o lo socialmente aceptado no permitió que vieran los otros nueve. No es un problema de gratitud. 

Boaventura de Souza Santos, sociólogo portugués, nacido en 1940 y que es uno de los cincuenta intelectuales antologados por Tamayo, se ha preguntado por qué es tan difícil tener ciencias sociales, económicas y políticas críticas, si hay tanto que criticar en la sociedad, en la economía y en la política. Souza Santos constata, además, que en los últimos años, frente al desencanto ante la falta de cumplimiento de las promesas de la modernidad (no salimos de pobres, pero sí provocamos el desastre ecológico), constata que en nuestro mundo han sido los grupos sociales minoritarios, excluidos y olvidados, los que decidieron hacerse visibles y son los que han provocado los cambios de los que nos hemos beneficiado todos: los colectivos de diversidad sexual LGBT, las mujeres, los campesinos, los pueblos indígenas, etc. Son voces como la de Mafalda, que leyendo un letrero en un jardín, “Prohibido pisar el césped”, se preguntó: “¿Y la dignidad, no?”

No ha sido fácil ni gratuito. Lo que han logrado ha sido a costa de la incomprensión, la persecución, la marginación, la difamación y, en no pocos casos, dar la vida por su causa. Se han resistido a reducir la verdad y a domesticar la libertad. Dentro y fuera de la Iglesia. Juan José Tamayo los define como mujeres y hombres que se plantean la pregunta de la serpiente en el paraíso, según el relato de Bernard Shaw: «En medio de una discusión en el paraíso entre Adán, Eva y la serpiente en torno a la necesidad o no de tener aspiraciones que vayan más allá de la mera subsistencia, la serpiente se dirige a Adán y Eva, y les dice: “Vosotros veis las cosas y os preguntáis: ¿Por qué? Pero yo sueño cosas que nunca han existido y me pregunto: ¿Por qué no?”» Son mujeres y hombres que logran construir “narrativas de la historia alternativas a las ofrecidas por la memoria oficial”, construyen para todos espacios de convivencia y diálogo, y mantienen viva y despierta la conciencia social y personal, particularmente adormecida y deformada por quienes detentan, controlan y acumulan el poder, el dinero y la información. Nombres como Hans Küng, Elizabeth Schüssler Fiorenza, Carlo María Martini, Mons. Romero, Mons. Samuel Ruiz, Elsa Tamez, sor Lucía Caram y tantos otros que han levantado la mano para cuestionar y proponer. Les debemos gratitud, aunque no lo reconozcamos. Como los leprosos. 

Lo más interesante, lo desafiante, lo estimulante, en la escena del evangelio, es que de diez que fueron curados, de nueve, la mayoría dócil y acrítica, se dice simplemente que quedaron “limpios”; y sólo de uno, la minoría libre, que fue salvado. 

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