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"¡Deleitarás a los ángeles!"

Lucas 14,1-24

He de confesar que vi Jesucristo Superestrella… en el año 2001. Recuerdo particularmente la escena de la Última Cena, en la que los discípulos, jugando con telas enormes, representaron la mesa alrededor de la cual compartieron la Cena de despedida de Jesús, aquella en la que a través del Pan y del Vino, Jesús anticipó y ritualizó la muerte que sufriría en la Cruz horas más tarde. Fue una escena bellísima. Jesús, sin duda, fue un hombre de comidas y bebidas, en medio de un pueblo de comidas y bebidas. No es ninguna casualidad que los evangelios recuerden y muestren a Jesús compartiendo la mesa, el pan y el vino con sus amigos y sus discípulos. Tampoco es ninguna casualidad que Jesús externe muchas de sus enseñanzas mientras comparte la mesa. 

Nuestros procesos pastorales en la parroquia —desde el kerigma, según la metodología de Alpha—, se llevan a cabo alrededor de una mesa, comiendo y bebiendo. Es la pedagogía de Jesús. Pero no es sólo un cuestión de imitación acrítica del Maestro. Por un lado, partimos de un hecho fundamental: La comida es un reflejo de nosotros mismos, de nuestros miedos y prejuicios, y también de nuestros placeres y deleites.  Y es que al compartir la mesa todos aceptamos, por un lado, que tenemos hambre y, por otro, que tenemos antojos. Es decir, somos vulnerables, débiles, y antojadizos. Todos. Sólo por comer, de alguna manera, en la mesa nos exhibimos todos. Por eso es que la mesa compartida crea confianza. En México, cuando tenemos suficiente confianza con alguien, y en su casa nos sentimos como en la nuestra, ¡nos metemos hasta la cocina!

Por eso es que, ahora que volví a ver Jesucristo Superestrella, en la extraordinaria producción de este año, ¡casi me infarto cuando en la escena de la Última Cena no hubo mesa ni hubo comida compartida! A lo más hubo brindis en un jardín, parecía más el baile de los novios o el vals de la quinceañera, sobre un fondo digno de portada de las revistas de los testigos de Jehová. Terrible, terrible, ¡hice un gran acopio de fuerzas para no gritar como loco endemoniado exigiendo la corrección de la obra! 

El mismo escándalo tendríamos que sentir entrando a nuestros templos a celebrar la Eucaristía,  y darnos cuenta que las celebraciones no son celebrativas, que no tenemos mesa al centro alrededor de la cual sentarnos todos, porque parece que es sólo la mesa del padre, que es gandalla y se la quedó para él solito, que la comida no se sirve para todos, porque al más puro estilo de la antigua Ley de la Pureza, seguimos  “lavándonos” ritual y externamente las conciencias en los “aguamaniles” de los confesionarios, y luego nos acercamos a comulgar con la sensación de que somos buenos o, mínimo, que vamos “limpios del alma”, mientras algunos nos ven de lejos y suspiran de envidia o, peor, ya ni sentimos nada porque estamos tan acostumbrados a no comulgar, que ¡ya ni siquiera nos damos cuenta que la Eucaristía es una comida! Y de la bebida, ¡qué decir!, si al dicho de Jesús sobre el vino y el cáliz, “tomar y beber todos él”, ¡sólo sigue el beber del sacerdote!

En la Eucaristía, desde la mesa, conocemos el corazón de Dios. La llamamos altar, más por tradición y prejuicios que por fidelidad evangélica. Pensamos más como en el Antiguo Testamento que como en el Nuevo. Seguimos llamando altar a la mesa, y sacrificio al banquete del Señor, como si Dios nos estuviera exigiendo sacrificios. Pero en su mesa el Señor no quiere el sacrificio de nadie, sino darnos vida a todos, alimentarnos y alegrarnos a todos. El Cielo es un gran banquete, una fiesta de vida, que tendríamos que degustar y anticipar en nuestras Eucaristías.

En la mesa de la Eucaristía, Dios no distingue a nadie. Nosotros hemos inventado las categorías de “puros” e “impuros”, de “primero” y “último” y, lo peor, las hemos usado para clasificar, para etiquetar y dividir a los hijos de Dios, de quien somos todos su imagen y semejanza. Pues bien. Como en la mesa Dios nos muestra su corazón, Dios en Jesús Dios ha elegido para sí el lugar de los últimos. Era sábado. En Jesús, Dios ha venido a traernos libertad. ¿Podía curar en sábado? Según la letra de la Ley, no; según el Espíritu de la Ley, ¡tenía que hacerlo! Por eso curó al enfermo de hidropesía, frente a quien compartió la mesa. ¡Dios nos quiere y nos quiere vivos, sanos, libres! ¿Por qué, entonces, el dolor y la enfermedad? No lo sabemos, pero sabemos que nos quiere. Y desde la certeza de su amor nos acercamos a su mesa a compartir con Él en esperanza la fiesta de la vida.

“Los amigos de nuestros amigos son nuestros amigos”, hemos dicho alguna vez. Tiene razón el jesuita José María Olaizola: “La amistad con los pobres nos hace amigos de Dios”. Lo mismo los niños, y las mujeres, y todas las minorías excluidas y rechazadas de las que hacemos burla y chistes. Chuparse los dedos puede ser una cochinada, sobre todo en las mesas de “etiqueta”, donde sólo se dice, según el patrón aprendido: “Gracias. Todo estuvo muy rico”, y uno de anfitrión no sabe si hubo sinceridad o mera cortesía. Pero cuando los niños, y los pobres, se chupan los dedos, y sonríen, aunque no digan “gracias”, halagan el corazón de quien les sirvió la mesa. Por eso Dios comparte con ellos la mesa. 

“Esteeeem… papá, eso de “¿A quién querés más, a Fulano o a Mengano?” A mí me fastidia.” Dijo un día Mafalda a su papá, mientras éste se anudaba la corbata. “Pero… estee… decime, ¿vos a quién querés más, a mamá o a mí? Superada la sorpresa, el papá le respondió sonriente: “¿Yo? ¿A mamá o a vos? ¡La pregunta!... ¡A mamá y a vos igual! Es decir… distinto, claro, pero a las dos igual” “Lo que sospechaba”, se dijo Mafalda, apesadumbrada, “¡bigamia!” Dios nos ama a todos con la misma intensidad y con el mismo corazón. Pero precisamente porque nos ama igual a todos, no nos puede tratar a igual a todos. Su mismo corazón lo llevará a sentarse con los últimos y a regañar a los primeros, desenmascarando su hipocresía o la vacuidad de sus pretensiones. 

En más de una ocasión, el Papa Francisco ha señalado que El festín de Babette es su película favorita. También existe el libro. Una mujer francesa pobre que es acogida por la familia del pastor del pueblo, puritano y rigorista. Con el tiempo Babette se gana la lotería y con el dinero decide preparar un banquete para el pueblo, para mostrar lo bello y lo delicioso de disfrutar la comida y hacerlo juntos, en clave de pueblo. “¡Deleitarás a los ángeles!”, dicen a Babette. Pero cuando compartimos la mesa y la vida; cuando nos quitamos las etiquetas y los prejuicios; cuando nos hacemos amigos de los pobres y no sus jueces; cuando nos reconocemos hijos y amados; cuando entendemos que suficientemente dura y complicada es la vida por sí misma como para todavía hacérnosla más pesada nosotros mismos; cuando comprendemos que Dios nos ama tanto que siempre está con nosotros, en lo bajo como en lo alto, en lo adverso como en lo próspero, en la calle y en la cárcel, en la pobreza y en la cruz; cuando ocupamos como Jesús el lugar de los últimos; cuando nos hacemos amigos de los últimos, entonces deleitamos a Dios. 

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