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"No he querido saber..."

Lucas 9,18-24

“No he querido saber, pero he sabido.” Con estas palabras inicia Javier Marías su novela Corazón tan blanco. Eso que el protagonista de la novela no ha querido saber, pero ha sabido, es el suicidio de su imposible tía Teresa, la mujer con la que se casó su padre, antes de casarse con la hermana de Teresa, la madre del protagonista. Suena a chisme, y de esta necesidad de contar los chismes de los que nos hemos enterado sin querer, todos tenemos más de un ejemplo. Unos más que otros. Susanita, por ejemplo. Un día dijo Manolito a Felipe, en la calle: “¿Sabés que en la otra cuadra ponen una juguetería?”. Felipe caminó y se encontró con Susanita, y le comunicó la gozosa noticia: “¿Sabés que en la otra cuadra ponen una juguetería?” Susanita corrió y se encontró con Mafalda, y le dijo: “¿Sabés que en la otra cuadra, al lado del sastre que le hizo el traje de casamiento al hijo de la manicura y la noche de la boda quería cobrárselo en la Iglesia porque el otro se había hecho el burro y se armó una batahola en la que se metió hasta la madrina, que dicen que les hizo un regalito de morondanga, y eso que cobra la pensión del marido, más lo que sacará del alquiler de la piececita de la terraza al renguito que arregla radios, ponen una juguetería?”

En realidad, no es que seamos chismosos. Eduardo Sáenz de Cabezón, matemático español y divulgador de las matemáticas, afirma que las historias motivan a aprender incluso cosas difíciles y aburridas. Como las matemáticas. Es un arte que él aprendió tras veintidós años de contar cuentos en bares y cafés. Para Eduardo, el arte de contar, en el fondo, tiene que ver con nuestra identidad. Estoy de acuerdo con él. Contamos, narramos, para tratar de comprender quiénes somos y cómo es el mundo en el que vivimos. Desde que el hombre es hombre, ha sido así. La historia nace con la escritura, pero el lenguaje y las narraciones, vienen de mucho más atrás. 

No es difícil imaginar a los primeros seres humanos, sentados junto a una fogata en el centro de un campamento, recordando en voz alta cómo aprendieron a encender el fuego frotando piedras, cómo fue que acecharon, persiguieron y cazaron a un bisonte.  A los ancianos de las diferentes tribus contando a los jóvenes y a los niños los mitos que involucraban a los seres del cielo y de la tierra dando vida a todo cuanto existía. A los sacerdotes y a los chamanes contando los secretos de los diferentes dioses con los que podían comunicarse a través de experiencias místicas inducidas con diferentes técnicas celosamente cuidadas y más tarde transmitidas. La Edad Media no se entiende sin los juglares, portadores de noticias gratas o trágicas, embellecidas con puntuales descripciones, con la cadencia de la música y la poesía. 

Quiénes somos, cómo es el mundo en que vivimos. Para Eduardo Sáenz de Cabezón, con estas preguntas, que nos vienen tanto a la mente como al corazón una y otra vez, nació la ciencia, como nacieron las religiones y las artes, la literatura en primer lugar, hasta llegar a lo que ahora muy elegantemente conocemos como Ciencias de la comunicación.-

Alguna vez me preguntaron, al final de unas Siete Palabras, si de verdad había leído todos los libros a los que me había referido. Tuve que admitir, con mucha vergüenza, sumada al dolor propio del Viernes Santo, que sí. “Van a decir que soy chismoso y que no tengo nada que hacer”, pensé. Y aunque nunca me falta qué hacer, tengo un poco de eso que está detrás del chisme: la curiosidad insaciable, y la necesidad de comprender mejor quién soy, en qué mundo vivo, y quién es el Dios en el que creo, revelado en Jesús, su Hijo y su Palabra, cuya memoria mantiene la Iglesia, a fuerza de contarla y revivirla. Así nacieron las Escrituras, que llamamos sagradas, particularmente los evangelios, del querer saber, y del haber sabido, a veces sin querer. ¿Es casual que los evangelios sean narraciones y no un compendio de definiciones y leyes? Por supuesto que no. Decía Germán Dehesa que quien no sabe leer un libro, no sabe leer la vida. Los evangelios cuentan la vida de Jesús, entre otras cosas, para entender quién es Él y, desde Él, quiénes somos nosotros. En mi oficio, además, saber leer es fundamental, para escuchar las historias que no he querido saber, pero he sabido, porque más de uno me ha confiado, a través de las palabras, lo que ha vivido y lo que trae atorado en el corazón. 

En la narración de san Lucas nos queda claro que Jesús es el Hijo del Altísimo, concebido en María porque el Espíritu Santo la cubrió con su sombra; que es hijo de David, la luz de las naciones y la gloria de Israel. Y aunque para la gente de su pueblo no era más que el hijo de José, lo vemos lleno del Espíritu Santo, venciendo al tentador en el desierto; deslumbrando por la sabiduría de sus enseñanzas; curando enfermos con ternura y con la fuerza de su palabra en la misma casa, como a la suegra de Pedro, y aun a distancia, como al sirviente del centurión; colmando milagrosamente las redes de Pedro; curando a los leprosos y a los paralíticos, comiendo alegremente con extranjeros y pecadores, resucitando muertos, como al hijo de la viuda de Naím; y contando historias sobre el amor de Dios, tan sencillas como bellas, que tocaban el corazón de cualquiera entre la multitud.

Frente a lo que no habían querido saber, pero habían sabido de Jesús, porque lo habían visto o escuchado directamente o a través del testimonio de otros, más de uno tenía que preguntarse quién era Jesús. En este punto de la narración de san Lucas, Herodes se pregunta quién es Jesús, y se desconcierta porque la gente dice que era Elías o Juan, el Bautista, o algún otro profeta que había resucitado. Sigue entonces la multiplicación de los panes. Ante tanto despliegue de poder y sabiduría, no sorprende ni el impulso de contar lo que se ha visto y escuchado, ni tampoco la necesidad de hacer un alto para preguntar si se ha comprendido quién es Jesús, o hay que hacer aclaraciones. Como los exámenes de mitad de semestre. No son ganas de fastidiar. Pero siempre nos vamos con la finta. Solemos dejarnos deslumbrar por lo espectacular, la imaginación nos desborda e inflamos nuestras expectativas. Si Jesús desea ponerse en camino a Jerusalén, si ahí va a toparse con la verdad del poder religioso de Jerusalén y el poder político de Roma, si de esta confrontación surgirá el gran trasunto de su vida y su mensaje para la salvación del mundo, no puede arriesgarse a ser mal entendido, que lo será. 

De ahí la necesidad de la pregunta: quién dice la gente que soy, quién dicen ustedes que soy. Pedro da una respuesta triunfalista: tú eres el mesías de Dios, el ungido de Dios. Y lo es. Pero de ello puede hacerse una lectura equivocada. Por eso Jesús da la clave para entender su mesianismo y su misión desde su cruz y su resurrección. Quizá no lo hubiéramos querido saber, pero lo hemos sabido. Después de todo, es más fácil buscar al que hace milagros que cargar la cruz todos los días. Subir al Tabor y contemplar al Jesús glorioso es fácil; bajar del Tabor y subir al Calvario para ser crucificado no lo es. Contarlo ayuda a aceptarlo y comprenderlo, y da fuerza.

En una conferencia sobre la poder de las historias como motivación para el aprendizaje, Eduardo Saénz de Cabezón cuenta la historia de Evarist Galois, matemático francés que murió a los veinte años tras perder un duelo. La noche previa al lance, consciente de las escasas posibilidades que tenía de salir con vida, puso por escrito una serie de elucubraciones matemáticas que hasta ese momento no habían sido comprendidas por los matemáticos de las universidades. Galois confió el escrito a un buen amigo suyo, con la instrucción de entregarlo a Gaus y Jacobini, los dos mejores matemáticos que había entonces, y que eran los únicos que podían comprenderlo. Pasaron muchos años antes de que sus teorías fueran comprendidas. Galois perdió el duelo. Antes de morir, dijo a su hermano: “No llores y dame valor, que se necesita todo el valor del mundo para morir a los veinte años.”

Se necesita todo el valor del mundo para desplegar el amor de Dios y, sin embargo, morir en una cruz. Se necesita todo el valor del mundo para ser discípulo de este Maestro, para mantener viva su memoria y contar su historia, aparentemente absurda y de fracaso, para seguirlo por el camino cargando cada día las propias cruces. Se necesita todo el valor del mundo para anunciarlo vivo, resucitado, portador de la última y definitiva palabra de Dios sobre el mundo y sobre la historia. Se necesita mucho valor. Su historia es la nuestra. Quizá no habíamos querido saberlo, pero lo hemos sabido. Y seguiremos contando nuestra historia que comprendamos por qué la llamamos “historia de salvación”.


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