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El sentimiento que no es nuestro

Lucas 6,17-26

Me hace falta otro viaje a Francia, al menos otro. Éste sólo para recorrer París en clave de Rayuela, para conocer los escenarios en los que Julio Cortázar dio vida a esos personajes que traigo más que tatuados, cicatrizados en el alma; para buscar a la Maga sobre los puentes, para caminar con Horacio Oliveira a tomar mate amargo en el Club de la Serpiente. Para buscar uno de esos cuartos oscuros dentro del cual, a las dos de la mañana, la Maga prepara café, ingenua como siempre, pendiente de la hora para dar la medicina a su pequeño Rocamadour, creyendo que duerme mucho, cuando hace rato que está muerto; Oliveira, Etienne, Roland y Gregorovius discurren y filosofan junto a una estufa; y el vecino de arriba mata cucarachas. 

Es la historia que ocurre en la primera parte de la novela, “Del lado de allá”, en París. La segunda parte transcurre “Del lado de acá”, en Buenos Aires. La vida bien podría ser vista así también, “del lado de allá”, y “del lado de acá”; y si en vez de geográficas, las fronteras son económicas y sociales, el allá y el acá terminan siendo el lado de los ricos y el lado de los pobres. Y olvídate de la clase media. Un mundo de ricos y pobres donde las mismas experiencias se pintan de diferentes colores. “En el pobre es borrachera, y en el rico es alegría”. Y por más análisis profundos e inteligentes que se hagan para entender el drama de la inequidad y de la pobreza, uno no termina de entender, sobre todo cuando mal que bien se come algo y se duerme tranquilo y cómodo, a resguardo del frío de la noche y de todo lo que se oculta en su oscuridad. 

“—En realidad, nosotros somos como las comedias cuando uno llega al teatro en el segundo acto. Todo es muy bonito, pero no se entiende nada. Los actores hablan y actúan no se sabe por qué, a causa de qué.” Eso dijo Gregorovius, suspirando. Pareciera que en esto de la vida a los pobres les tocó interpretar un papel para el que nadie les pidió consentimiento. Una fatalidad que les vino sola. Un día, Mafalda leyó en el periódico la noticia de un auto que se impactó en la madrugada por transitar en una avenida a gran velocidad. Triste, se dijo: “Si los autos quieren suicidarse, allá ellos; lo que no entiendo es esa manía que tienen de hacerlo cuando llevan gente adentro.”

Jesús tampoco lo explica. Pero tiene su propia postura frente a estos dos lados del mundo. Por un lado, una insólita y atrevida declaración de felicidad para los pobres. Porque en su pobreza, marcada por el hambre y el llanto de tristeza y desesperación, con todo son poseedores del Reino de Dios. Por otro lado, un muy sentido y vehemente lamento y amonestación por la egoísta satisfacción de los ricos que se ríen y se hartan sin mirar ni hacia fuera ni hacia abajo. 

La pobreza siempre genera sufrimiento, aunque no todo sufrimiento proviene de la pobreza. Pero en todo sufrimiento nos experimentamos impotentes, y eso de alguna manera se convierte en una especie de pobreza existencial. A veces, cuando alguien me platica la situación que está viviendo, cuando me narra su historia, suelo decir, como triste muletilla, “me imagino”, cuando con eso lo que quiero decir es que hago el esfuerzo sincero de ponerme en sus zapatos y tratar de vivir, de sentir, de pensar al menos por un momento lo que ellos están viviendo, sintiendo, pensando. Pero es imposible. Porque no, no puedo imaginarme ni tengo referentes en mi cuerpo para sentir un dolor de cáncer, para experimentar el dolor de acostarme y levantarme pensando en la hija que no volvió; para caminar junto adonde estuvo el edificio que se cayó en el temblor y sepultó al papá o a la mamá de los hijos que esperan en casa todos los días. Sí sé qué es irse a dormir sabiendo que no tengo el dinero que me hace falta. Y cuando tengo que discernir cómo jerarquizar las prioridades, también doy gracias a Dios que al menos puedo hacerlo, hay gente que hoy no sabe si comerá mañana y su única prioridad es sobrevivir. 

“—Bueno— dijo Etienne con voz soñolienta—, no es que haya que intentar vivir, puesto que la vida nos es fatalmente dada. Hace rato que mucha gente sospecha que la vida y los seres vivientes son dos cosas aparte. La vida se vive a sí misma, nos guste o no […] Probablemente de todos nuestros sentimientos el único que no es verdaderamente nuestro es la esperanza. La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose.”

Al final del día parece que nos quedan dos opciones: lamernos las heridas o ungirlas de esperanza. Complacernos enfermizamente en el dolor; o a pesar del dolor y por encima de él, abrir el corazón a la fuerza de la esperanza, que brota de la certeza de que Dios está con nosotros, protegiéndonos, como dice Hans Küng, no del sufrimiento sino en medio del sufrimiento. De aquí la insólita y atrevida declaración de felicidad de parte de Jesús para los pobres. Empobrecidos, muchas veces desde antes de nacer, a los pobres se les puede arrebatar todo, pero nadie nunca les quitará a Dios. Con Dios siempre se puede empezar de cero y aun de más abajo, porque en Dios el futuro está siempre abierto y siempre viniendo a nosotros.

—¿Te limpio los zapatos, Baba Shalid?—, preguntó el pequeño Dana al anciano, ciego, que permitía a Dana y a su hermano Zana, adolescente, guardar sus bancos de bolero en su viejo y pobre taller de reparación de aparatos eléctricos, en Kurdistán, en los años 90. Los hermanos son huérfanos y, en un arrojo de ilusión, deciden emprender solos el viaje a América para conocer a Supermán y vivir con él. El viaje que emprenden termina no precisamente en América, pero sí cuando descubren a Supermán, en ellos mismos, que han sabido protegerse desde siempre y en su viaje. Zana y Dana viven de bolear zapatos. Tendrían que bolear unos 30 mil pares para juntar el dinero del viaje. Fue antes de la travesía que el niño, ya bastante sucio, sudado y vestido con una camiseta blanca, percudida, sin mangas, pregunta al anciano:

—¿Te limpio los zapatos, Baba Shalid?—
—Los héroes tienen los zapatos gastados— respondió Baba Shalid.
—Los míos están gastados—, reviró a su vez Dana. 
—Tú eres mi héroe.

Es como un diálogo entre Dios y los pobres, sus hijos muy queridos. Los zapatos de Dios están gastados porque Él comparte el camino con nosotros, en las mismas condiciones, sin duda, con amor fiel y tierna lealtad. Y los pobres, los que andan por la vida con los zapatos y el corazón gastados, son sus héroes. 

¿Ingenuidad, alienación, remedio psicológico contra el absurdo de vivir en pobreza y sufrimiento? En todo caso es una apuesta. Y yo apuesto el cielo a que un día, los zapatos gastados de Dios serán presumidos con orgullo por los muchos que siguen poniendo en Él toda su confianza.

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