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Viernes Santo: Algo sobre la muerte de Jesús

Es un mal sueño largo,
una tonta película de espanto,
un túnel que no acaba
lleno de piedras y de charcos.

Palabras de Jaime Sabines sobre la muerte de su padre. Palabras que describen la experiencia de la muerte, de cualquiera cuando se nos muere alguien a quien amamos mucho. Fue también sin duda la experiencia de los discípulos de Jesús. Vinieron de Galilea a Jerusalén para acompañarlo, con la expectativa de la llegada inminente del Reino de Dios. Pero algo pasó. Algo como un mal sueño largo, como una tonta película de espanto, como un túnel que no acaba, lleno de piedras y de charcos, por el que apenas pudieron caminar. Apenas hacía unos días lo vieron lleno de fuerza derribando los puestos en el Templo, mañana tras mañana y tarde tras tarde lo vieron disputar en el Templo con herodianos y fariseos, también con los saduceos, alabó a una pobre viuda que en dos moneditas dio más que cualquiera. Y ahora estaba muerto. Muerto y en un sepulcro.

Ellos lo llamaban Maestro. Hablaba con palabras sabias y sencillas como nunca nadie había hablado. Y ahora estaba muerto, callado para siempre. Muchos habían recibido de él la salud; y ahora estaba muerto, sin vida para siempre. Todos comieron y bebieron con él, y ahora, frente a su sepulcro, todos sentían asco sólo de imaginarse volver a comer sin él.

Jerusalén se disponía a celebrar en calma la fiesta de la Pascua, con la tranquilidad de haberse deshecho de aquel blasfemo igualado que llamaba Padre a Dios, y por eso moría maldito colgado de un madero. Los representantes del Imperio se sentían descansados; reportarían a Roma, la capital el parte “sin novedad”, como no fuera un pobre loco que se decía Rey de los judíos, al que un grupo de harapientos, entre los que había algunas mujeres, seguramente prostitutas, aclamaban como mesías. Por si acaso, y para servir de escarmiento antes de que se alborotaran las aguas, lo mataron como a un animal; desfigurado como alguien ante quien se vuelve el rostro, serviría de ejemplo por si a algún otro nacionalista patriotero pensaba en alborotar al pueblo durante las fiestas.

Frente a la muerte de su padre, Jaime Sabines continúa:

No podrás morir.
Debajo de la tierra
no podrás morir.
Sin agua y sin aire
no podrás morir.
Sin azúcar, sin leche,
sin frijoles, sin carne,
sin harina y sin hijos
no podrás morir.
Debajo de la vida
no podrás morir.
En tu tanque de tierra
no podrás morir.
En tu caja de muerte
no podrás morir.
En tus venas sin sangre
no podrás morir.
En tu pecho vacío
no podrás morir.
En tus ojos sin nadie
no podrás morir.
En tus ojos sin nadie
no podrás morir.
En tu carne sin llanto
no podrás morir.
No podrás morir.
No podrás morir.
No podrás morir.

Un día, su mamá grito a Mamá: “Mafalda, lavate las manos y vení a comer.” Y siguió mienras se lavaba las manos: “¿Te las lavaste ya?” Airada, Mafalda, le contestó: “¡Pero sí! ¡Todos los días la misma historia!” Y continuó remedándola, en la voz y en los gestos: “Lavate las manos para tomar la leche. Lavate las manos que ya está la cena. ¡Qué fijación con pilatos! ¿Eh?” Una y otra vez se nos ha repetido que somos malos y que si hubiéramos estado en el Gólgota aquel viernes, que nosotros habríamos matado a Jesús; que con nuestros pecados lo lastimamos y somos la espina de su corona; y con nuestras fallas somos la lanza del soldado que le abrió el costado y… ¡qué fijación con la culpa!

Jesús murió porque fue profeta e incomodó a la élite de su tiempo. Si yo hubiera estado ahí, yo que soy su seguidor y su discípulo, probablemente habría huido como los demás, pero después quizá volvería a su tumba, ahí donde su Madre y las mujeres, que sí le fueron fieles, me dirían que lo habían puesto, y luego de llorar con ellas por la muerte del Maestro, por no haber tenido el dinero para sobornar y comprar su vida, para al menos evitar al Maestro la vergüenza de reposar en un sepulcro ajeno, habría ido, con la gratitud en mi corazón porque me llamó amigo, luego de decir que nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos; con el recuerdo de sus heridas, vistas desde lejos, comprendiendo que, en verdad, su reino no era de este mundo, porque si lo fuera, habría respondido con violencia; pero su reino es distinto, es paz y gozo y justicia sin odio ni violencia, comprendiendo que con sus heridas nos ha salvado. Creo que me habría puesto de rodillas frente a la roca que ocultaba su cuerpo, y habría gritado con toda la fuerza de mi corazón: “¡no podrás morir…”

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