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En el instante preciso

Lucas 12,32-48

Márquez quería su puente. Camarógrafo especializado en la cobertura de guerras para la televisión española, Márquez tenía todo tipo de imágenes de puentes destruidos, hacia poco o no tanto. Pero nunca había logrado estar ahí, en el preciso instante en el que el puente saliera volando por los aires. Porque para eso, en primer lugar, había que estar allí. La obsesión de Márquez con los puentes la narra en Territorio Comanche Arturo Pérez Reverte, quien se encarna entre la piel y los huesos de Barlés, periodista español que cubre la guerra étnica y religiosa de la antigua Yogoeslavia en los años noventa, y compañero de Márquez. A través de Barlés, Pérez Reverte expone de manera cruda y penetrante algunos recuerdos de sus más de veinte años como periodista de guerra. Sabe de lo que habla cuando dice que para que Márquez tuviera su puente había que estar allí y no bastaba con estarlo. Porque además había que estar filmando, y eso podía verse obstruido por varios factores, que te disparen, por ejemplo, que las granadas caigan con tal frecuencia y en tales lugares que no se pueda uno mover ni levantar la cabeza, o que los soldados lo impidan, o que se acabe la batería de la cámara, o que tenga uno la bragueta abajo. Así pasa. Ley de Murphy, tan citado entre los periodistas de guerra, dice Barlés o Pérez Reverte, que parece uno más del equipo. Y también su madre, muy popular.

Lo cierto es que no es fácil eso de estar ahí, en el instante preciso. Ahí también es un lugar preciso. Demasiado lejos no tienes imagen, dice Pérez Reverte o Barlés, demasiado cerca no tienes salud para contarla. Por eso frente al puente de Bijelo Polje, Márquez primero enfoca con la cámara el puente y luego mide el cielo con la misma, de un lado a otro, y Barlés o Pérez Reverte comprende que está midiendo la trayectoria de las bombas, y Márquez decide recorrerse diez metros hacia atrás, para estar ahí, en el lugar correcto en el instante preciso.

A primera vista uno pudiera tener la impresión de que Jesús habla de esto mismo, de instantes precisos y de lugares correctos para encontrarnos con él. Y entonces, uno debiera estar listo, aguardando, como Márquez echado sobre la tierra, con el ojo detrás de la cámara. Aguardando como el siervo, a que regrese el señor de la boda; aguardando, como el amo de la casa, atento esperando al ladrón. Y no ser como el administrador que de tanto esperar a su señor se cansó y creyó  que no volvería y comenzó a golpear a sus compañeros y a emborracharse. Hoy diríamos que empezó a perseguir pokemones.

Pero lo interesante es el contexto en que Jesús cuenta estas parábolas y lanza estas advertencias, hablando primero de la confianza que hemos de poner en él, por encima de todos y de todo, aún del dinero, falso Dios que pretende vendernos seguridad a cambio de que le vendamos el propio corazón. Si así lo hiciéramos, estaríamos perdidos, porque el dinero corrompe y enceguece, y es entonces que no nos reconocemos y comenzamos a tratarnos como rivales, nos arrebatamos la comida, nos perdemos el respeto y acabamos por destruirnos, como descarnadamente muestra José Saramago en su novela Ensayo sobre la ceguera. La fe, la confianza en el Señor, la fidelidad a su persona, a su nombre, a su palabra, es luz en medio de la noche, no importa que sea poca, siempre será suficiente para reconocer su rostro en el caminante que viene a nuestro encuentro. 

Un día preguntó en el parque Mafalda a Miguelito: "¿Qué planes tenés para esta primavera, Miguelito?" "Vivir", respondió él, enmarcado el rostro por su pelo como hojas de lechuga. "Tan chiquito... ¡y ya tan organizado!", pensó Mafalda, viéndolo partir. Lo que Jesús pide no es estar preparado para un momento preciso, que generalmente identificamos con el de la muerte, sino vivir la vida en clave de encuentro. Vivir en clave de encuentro significa tener suficiente luz en el corazón, la luz del Espíritu, para saber reconocer el rostro del Señor que viene a nosotros en primer lugar en nosotros mismos, hechos a imagen y semejanza del Padre, y cuerpo suyo en la historia. Reconocerlo en la mano que se extiende ante nosotros para pedir ayuda; y en la mano que se extiende a nosotros para levantarnos cuando hemos caído. Reconocerlo detrás de las palabras de quien nos dice: "perdóname"; y reconocerlo tras la mirada de quien nos dice: "te perdono". 

Vivir en clave de encuentro significa también anhelar el encuentro, añorar al Señor, querer verlo, querer escucharlo, querer sentirlo, querer estar a sus pies y querer comer a su mesa, de su Pan y de su Vino; hacer del domingo no el primer día de la semana, o el día en que nos levantamos tarde y comemos fuera, sino hacerlo enteramente y de verdad el día del Señor, sabiendo que el encuentro sacramental con el Señor nos hace habitar por instantes la eternidad. "Cuando te busco", cantaba Gustavo Cerati, "no hay sitio en donde no estés".

Quien no ha vivido en clave de encuentro, vivirá con miedo y angustia el instante preciso del encuentro definitivo. Quien ha sabido vivir en clave de encuentro probablemente sienta un último bajón de adrenalina por todo el cuerpo, quizá más inquietud que curiosidad. Pero por encima de todo, sentirá la gozosa expectación de que por fin viene para ya no irse Aquél que tantas veces nos visitó bajo tantos rostros que fueron como máscaras que coquetamente nos velaron su presencia. 

Cuando Márquez tuvo por fin en su cámara el puente de Bijelo Polje, tras un golpe sólido de aire caliente que en él y en Barlés o Pérez Reverte retumbó en los pulmones y en los oídos como un grito seco, lo siguiente fue correr en zigzag para ponerse a resguardo de las balas y las bombas, y finalmente llegar al auto y volver pronto al hotel. Con suerte, llegarían a tiempo para el noticiero de la tarde, dijo Márquez; con llegar al auto me conformo, pensó Barlés. Te apuesto un dólar a que llegamos, dijo Márquez; ¿al noticiero?, preguntó Pérez Reverte; al auto, respondió el fotógrafo. Entonces nos vemos allí, dijo éste. Y dónde es allí, dijo aquél. Allí, repitió el periodista y echaron a correr. 

Vivir en clave de encuentro es, a final de cuentas, echarnos a correr por ahí, o por allí, por la vida y por la historia, por la gente que nos ama y a la que amamos, y entre la gente que nos necesita; por allí, entre los que nos hirieron y nos quisieron mal; por allí, entre lo que ganamos y lo que perdimos; por allí, entre las dolidas ruinas de lo que se nos derrumbó y sobre la orgullosa cúspide lo que construimos. Por allí. Sabiendo que allí siempre es el lugar donde Él nos espera y donde Él nos abraza; allí, donde desde siempre hemos sido amados. Hasta llegar a ese otro allí, donde el Señor nos recibirá como un criado que nos lavará el polvo de los pies, nos quitará el sudor de la carrera que llevaremos pegado en todo el cuerpo, y donde su Espíritu volverá a acompasar nuestro acelerado corazón al ritmo de su amor y de su paz.

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