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¿Quién es Jesús? El hijo de Dios, el hijo de José

Lucas 9,18-24


“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.”

Lo mismo que la inmortal Cien años de soledad, hay historias que se cuentan a partir de una referencia sólida y personal: el padre. Una palabra del padre, un gesto, una acción, una sensación, una emoción sentida por vez primera junto a él, y a partir de él y de su presencia la historia se comprende y se narra, a ser posible de generación en generación. 

El día del padre, como todos los días reivindicativos, tiene una vertiente comercial. Pero la de hoy nos da pie para celebrar y agradecer nuestra confesión de fe en Dios como Padre, que algo tendrá que decirnos a la sociedad de hoy, que acusa, tristemente, una devaluación de la figura paterna. Detrás de algunas de nuestras palabras de uso diario subyacen algunos resabios sexistas; entre ellas “matrimonio”, que habla de la condición de la mujer a la que se ha elegido para que sea la madre de los hijos y, aunque en lo escondido se tengan otras, ésta es la principal, porque es la madre; y “patrimonio”, que mientras la mujer es madre, al varón en cuanto padre le toca aportar lo material: casa, vestido y sustento, carro y vacaciones, y uno se pregunta: ¿y dónde queda el amor?, ¿dónde queda no sólo el engendrar la vida, sino el cuidarla también en su dimensión espiritual?

La escena del evangelio apunta hacia dos grandes temas, creo yo. Por un lado, la identidad de Jesús. Jesús lanza la pregunta: “¿quién dice la gente que soy?” Y la gente, acostumbrada a mirar hacia el pasado, lo confunde con un muerto que ha vuelto a la vida: Elías, Juan o algún otro de los profetas. Pedro, que aún no era el obispo, según cuenta la tradición, pero que ya habla como si fuera, responde dogmáticamente: “Tú eres el mesías de Dios”, poco faltó para confesarlo como la segunda persona de la Santísima Trinidad, Dios de Dios y Luz de Luz. Y aunque en las palabras de Pedro hay verdad, ¿es lo mejor que se podía decir de Jesús? Quizá en nuestro tiempo podríamos decir más.

Si hiciéramos un ejercicio de imaginación, quizá podríamos reescribir la historia de Jesús y comenzarla, por ejemplo: “Muchos años después, a la vista de la ciudad santa, contemplando Jerusalén, Jesús había de recordar aquel día remoto en que José, su padre, lo llevó a conocer la ciudad que el Altísimo en persona había fundado”. O: “Muchos años después, a la vista de una multitud cansada y hambrienta, Jesús habría de recordar aquella tarde en que su padre entró en la casa y sacó la comida que había para compartirla con los pobres.” O también: “muchos años después, viendo un cortejo fúnebre en Naím, Jesús recordó una tarde remota en que su padre, viendo otro cortejo fúnebre que pasaba por su taller en Nazaret, José le dijo: ‘no hay tristeza más grande para una madre que perder a su hijo’” Visto el cúmulo de escenas en las que Jesús habla de Dios como su padre, y trata de comunicar al mundo su amor, no cabe duda que la historia de Jesús tiene en su origen, en la eternidad y en la historia, la presencia de un padre. 

Así que bien podemos continuar con nuestro ejercicio de imaginación y lanzar a María y a José la pregunta por la identidad de Jesús. Para ustedes, ¿quién es Jesús? Porque, ¿quién conoce mejor al hijo que sus padres? José no nos daría una respuesta dogmática; desde su corazón arrancado al corazón del Padre Eterno, diría: Jesús es lo mejor de mí. En él están mis esfuerzos, mis sueños, mis lágrimas, mis sudores, mis sonrisas. Él es lo mejor de mí. Debe haber sido maravilloso para Jesús haber estado una tarde sentado junto a José, quizá frente a las ovejas de su rebaño, quizá frente a la tierra trabajada para la siembra, mientras María preparaba la cena, escuchar a su padre decirle: “Sabes, Jesús, todas las cosas tienen su tiempo. Hay tiempo de nacer y tiempo de morir, tiempo de hablar y tiempo de callar, tiempo de correr al río y aventar piedras, tiempo de dejar de jugar e ir al río al recoger las piedras, tiempo de abrazar y tiempo de dejar los abrazos, tiempo para entregarse al luto y tiempo para entregarse a la fiesta.”

Porque la vida es así, y los padres deben preparar a sus hijos para la vida. Hay a quien le gustaría construir a sus hijos una vida paralela, irreal, de fantasía, sin mal, sin dolor y sin pobreza ni muerte. Pero hay tiempo de nacer y tiempo de morir, y lo natural es que los padres se vayan antes que los hijos, y han de prepararlos para que cuando llegue este momento, los hijos puedan hacerse dignos de la vida que recibieron como regalo.

Si preguntáramos a san José si cree que Jesús es la segunda persona de la Santísima Trinidad, si confiesa la naturaleza divina del hijo del hombre; si sabe, si le consta, que Jesús era el mesías esperado, haciendo a un lado el bagaje de la teología dogmática diría: “Yo sólo sé que vino de Dios y que volvió a Dios; que era bueno y quienes vivimos con él, quienes lo vimos, lo escuchamos, los que comimos con él, sabíamos que en ese momento, Dios estaba con nosotros.”

El segundo gran tema del evangelio es el de la cruz de cada día. Jesús no pide que suframos o nos hagamos “amigos del dolor y vecinos de la lágrima”. Pero la vida cada día nos plantea problemas y desafíos, que tenemos que enfrentar y superar como nos enseñaron nuestros padres. Todo padre debe enseñar a sus hijos a ser fuertes, no a buscar el dolor, sino a soportar el dolor y combatirlo, y a saber que ellos no siempre estarán con nosotros, pero que honraremos su memoria guardando celosamente sus enseñanzas.

Podemos imaginar razones varias para explicar por qué José muere antes del inicio de la vida pública de Jesús. Pero yo imagino a José, en la eternidad de Dios, contemplando a Jesús en la cruz. En su corazón de Padre habría mucho dolor, sí, pero también mucho orgullo de ver la fidelidad, la valentía, la extrema misericordia de su hijo. Por supuesto que no quería que Jesús muriera, ¡pero qué orgullo verlo llevar la vida al extremo del amor y rechazar la cobardía como opción! 

Como Jesús frente a san José, nosotros somos lo mejor de nuestros padres. Su vida entera está en nosotros, en nuestra manera de reír, de enfrentar la vida, de luchar, de esperar y confiar, de querer salir adelante, en todo ello viven nuestros padres. El 29 de septiembre de 1964 se publicó la primera tira de Mafalda, en la que aparecen ella y su papá. Le pregunta Mafalda al papá, sentado leyendo el diario: “¿Vos sos un buen padre?” Respondió: “Y… creo que sí”. Siguió Mafalda, entusiasmada: “Pero sos el más más más bueno de todos, todos, todos los papás del mundo?” “Bueno, no sé, a lo mejor hay algún otro papá más bueno que yo”. Furiosa, Mafalda dio media vuelta: “¡Lo suponía!”

No hay competencia de papás. Si hubiera que hablar de uno como el mejor, el mejor es Dios, pero Dios no es egoísta ni envidioso, y le daría pena verse coronado él solo en el pódium. Así que a cada papá ha regalado un trozo de su propio corazón. Comenzando por san José.

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