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Beber el vino nuevo

Marcos 14, 22-27

En estos días, no podía ser en otros, recibí en mi celular un bellísimo video en caricatura; se llama Día de los muertos. Un día de muertos, mientras en el pueblo la gente hace fiesta, una pequeña va al panteón a colocar una ofrenda en una tumba. A ambos lados de una foto al centro, culmina con una vela y una calaverita de azúcar. En la foto aparece la pequeña con su madre. La niña se abraza a la tumba, y la tristeza y la nostalgia se adueñan de su espíritu que llora una lágrima sobre la tierra, y de ella brota una flor azul. Cuando la niña quiere arrancarla, la flor se le enreda en el brazo y la jala hacia el interior de la tumba. La pequeña cae entonces profundamente. Se levanta y tras de ella se aparecen unas calaveras, que al momento se revisten de mariachi y comienzan a tocar. Entonces se hace la luz y con la luz los colores. Una hermosa catrina toma a la niña de la mano, acaricia su rostro, le quita la flor y  se la pone coquetamente sobre el cráneo, donde alguna vez estuvo la oreja izquierda. Parte para ella un melón, llena su plato con pan de muerto; la cambia, la viste de fiesta, y entonces la catrina se recubre de carne y contemplamos a la madre junto a la hija, radiantes, jubilosas en el abrazo del reencuentro. La madre pone tras la oreja de la pequeña la flor azul. Entonces la niña despierta, abrazada a la tumba; pero sobre su oreja continúa la flor azul, la viva y hermosa flor azul. Entonces vuelve al pueblo.

La historia es bella. Me atrevo a pensar que si Jesús fuera mexicano, habría contado esta historia como contaba tantas parábolas. Quizá empezaría diciendo: "El reino de los cielos se parece a una flor azul, que crece en la tierra regada con las lágrimas de una niña que se abraza a la tumba de su madre..." Muchos de nosotros hemos pasado por esos momentos. Los momentos en que abrazamos una tumba y arrancamos de la tierra la vida que sembramos en ella, la que regamos no con llanto desesperado, sino con lágrimas preñadas de esperanza. Los vivió Jesús varias veces. El Evangelio del Discípulo Amado nos cuenta, escueta pero tajantemente, que Jesús lloró frente al sepulcro de su amigo Lázaro. Los evangelios no lo cuentan, pero nada impide imaginar al joven carpintero de Nazaret llorando frente a la roca que ocultaba para siempre, el cuerpo de quien apenas días antes era el mejor tallador de piedra y madera que había en Galilea, al hombre justo que ahora dormía el sueño eterno en el Valle de los Muertos.

La Iglesia misma, esposa fiel, sufrió y lloró la muerte de Jesús. Y como novia paciente y siempre en vela, aguarda en medio de la noche, con su lámpara encendida, el momento de gloria en que su Señor  Resucitado vuelva para siempre, en que vuelva a ella para llevarla consigo, para desposarse con ella, para brindar de júbilo por el fracaso de la muerte y la victoria definitiva del amor y de la vida. Mientras llega ese momento, el último, la Iglesia, la esposa fiel, la novia que aguarda, lleva en sus manos, junto con su lámpara, la copa del Señor.

Porque la noche de la traición, en la Cena de Despedida, el Señor Jesús, después de partir el pan y de dar a todos de beber de su copa, dijo que no volvería a tomar más del fruto de la vid, hasta el día en que lo bebiera nuevo en el Reino de Dios. Nosotros, la Iglesia, contemplamos el Vino de nuestra Copa, y sabemos que está llena de ese Vino nuevo, que es como la flor azul, viva y enhiesta, el fruto de la semilla caída en tierra; la Copa que bebemos tras partir el Pan surgido del Trigo caído en el barro de la humanidad. 

Alguno dirá que no sabemos cómo es la vida del cielo, que sólo podemos imaginarlo pobre y limitadamente con las formas y los colores, con los aromas y los sabores, con las texturas y los sonidos de nuestro mundo. Que la niña no fue jalada bajo la tumba, sino que se quedó dormida sobre ella; que Jesús bebió sólo el vino de esa noche y el vino nuevo no fue más que un deseo provocado por la inminencia de la muerte. Y, sin embargo, nosotros sabemos que la flor azul es verdad, y que existe el vino nuevo. 

Todos traemos en el corazón la flor de las últimas palabras que les escuchamos; traemos la copa desbordada de sonrisas, voces y canciones. Mi mamá es muchas canciones del Buki, y llena de ternura la copa de mi corazón cada vez que lo escucho cantar: "Está en ti, siéntelo, cuando del alma se te escapa ese mágico reír", y la canción me sabe a tantas comidas de mis días de Universidad, cuando ella ponía frente a mí un mango frío y la sopa caliente, y en la televisión empezaba Serafín. Y entonces me río, mágicamente me río, y sé que ella está en mí.

Traemos la copa rebosante de lugares que volvemos a poblar con sólo cerrar los ojos, de cocinas de día y de noche; de bailes que nos hacen recorrer de nuevo salas y pasillos en medio de los brindis y los aplausos; llevamos nuestra copa rebosada de café con postres, de pizza con cerveza en el taller de mi tocayo; de ternura de mamá, que nos echaba el agua tibia en la tina, y las ásperas manos de papá, que nos cargó sobre sus hombros el día en que por primera vez gritamos al viento que por mucho y fuerte que nos golpeara el rostro, jamás lograría doblarnos. El primer libro que compartimos, la primera fiesta a la que asistimos juntos, la primera vez que nos dijo: "¡Te amo!", la última vez que nos dijimos "adiós" y no supimos que era ésa, de verdad, la última vez. "Si me hubieras dicho que era aquél nuestro último beso", canta con nostalgia Vicente Fernández, "¡todavía estaría besándote!" Tantos vinos en la misma copa.

A eso sabe nuestra vida, al vino del camino que recorrimos juntos. Y porque el Señor Jesús venció a la muerte, hoy el vino de nuestra copa sabe a eternidad. Hoy afirmamos, por encima del dolor y del llanto, junto a la memoria de nuestros muertos, de los que nos arrebató el tiempo, la enfermedad o la estúpida violencia, junto a ellos, insisto, afirmamos que volveremos a beber este vino y lo beberemos nuevo en el Reino de Dios. Nuevo en la copa de la eternidad, añejo en la vieja barrica del corazón.

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