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Camino, verdad y vida

Juan 14,1-12

"Me he dado cuenta", le dijo un día Susanita a Mafalda, "que soy fina, agradable y simpática. Y no lo digo por falsa modestia, no. Fue gracias a mi humilde honestidad que llegué a descubrir cómo soy realmente". Mafalda la vio irse, y dijo a un pajarito que fue testigo de la escena: "Nadie es buen Sherlock Holmes de sí mismo." Excepto Jesús.
 
Jesús pudo decir de sí mismo hacia el final de su vida, en la noche de la Última Cena, cuando la traición ya había sido fraguada y la negación estaba por venir: "Yo soy el camino, la verdad y la vida". La Palabra del Señor reitera lo que hay en mi corazón de creyente y seguidor de Jesús: que para conocer a Dios, para llegar a Dios, para estar en Dios, hay que creer en Jesús. Jesús, dicen algunos, no necesita que le rueguen, necesita que le crean.
 
A lo largo de la historia, hay quienes creen que es la ciencia lo que verdaderamente nos salva. Que es la ciencia y no Dios la que nos hace comprender el universo y el mundo del que somos parte; que es la ciencia y no Dios la que cura nuestras enfermedades; que es la ciencia la que ha posibilitado que hoy estemos mejor informados y comunicados que nunca. Yo pienso que la ciencia nos ha ayudado a vivir mejor algunas veces. Pero pienso también que pocas veces nos ha hecho más humanos, mejores personas. La televisión casi nunca educa, y muchas veces enajena; los llamados teléfonos inteligentes acortan distancias en las ciudades, y alargan las distancias en el hogar; nos unen cuando estamos lejos, pero son la gran barrera que nos separa cuando estamos juntos; conversamos menos, nos conocemos menos, y somos menos familia.
 
Otros han creído que lo que nos salva no es la ciencia, sino la justicia, la revolución social; que Dios ha servido para justificar el dominio de los que tienen poder y dinero, y ha servido de un falso y ofensivo consuelo para que los dominados acepten su pobreza sin rebeldía, que Dios es un opio que adormece las conciencias. Lo que es cierto, y lo constatamos con dolor, que la ciencia también se rinde a los encantos del dinero, y las medicinas se producen, como casi todo en este mundo, no para curar enfermedades, sino para ser vendidas y generar ganancias. Las enfermedades acusan lacerantemente nuestras desigualdades sociales, porque pareciera que las personas no valen por su dignidad, sino por su poder de compra, y mientras unos tienen el dinero para curarse, otros han de resignarse a la muerte. Los ricos están blindados con vacunas de última generación contra enfermedades que sólo conocen de nombre, mientras los pobres siguen peleándose con ellas día tras día. Algunos armaron revoluciones, vinieron dictaduras diversas, y al final los pobres acabaron tan pobres y tan poco libres como antes.
 
Hoy como ayer, como la noche de la Última Cena, hay que decir en voz alta que no es el dinero ni la ciencia los que nos salvan. Que sólo el amor crea y sólo el amor salva. Que Dios se hizo humano en Jesús y que en Jesús todos hemos recibido el amor de Dios. Y que el dinero y la ciencia se vuelven ídolos que exigen el sacrificio de nuestros corazones cuando no los usamos con amor. Que sólo el amor, el amor humano amor de Dios en Jesús, el divino amor de Jesús, salva, humaniza y construye una mejor sociedad, la nación santa, el pueblo sagrado y consagrado de Dios; que el amor, el amor que se expresa en la compasión, la misericordia, el perdón, la solidaridad, humaniza a la ciencia y a la economía, y las hace dar lo mejor de sí. Si el amor no es el lente de nuestra mirada y el impulso de nuestro corazón, nunca conoceremos a Dios y nunca alcanzaremos la plenitud de la vida.
 
Amor es la vida de Jesús. Puede que nunca acabemos de entender cómo funciona el universo y cómo fue que surgió, eso no importa; lo que importa es que no deje yo nunca de sentirme fascinado frente al milagro de las luces naranjas y rosas de un ocaso a la orilla del mar; del repetido milagro de una noche clara salpicada de estrellas; no importa que digan que nuestra vida es muy breve y que frente al universo somos apenas polvo; lo que importa y es de agradecer, que detrás de todo no está sólo una inteligencia, sino el amor de un Padre que nos ha creado, y que a pesar de lo minúsculo de nuestra presencia en el universo y de lo breve y frágil de nuestra vida, somos infinita y personalmente amados. Jesús sentía asombro y admiración ante la vida, y en ella encontró amor.
 
Amor es recibir a los niños, desde que asoman al mundo, y estremecernos ante el milagro de cada vida humana; recibirlos con el compromiso de ayudarlos a crecer hasta alcanzar la estatura de los hijos de Dios; quizá nunca acabemos de entender cómo funciona el cuerpo humano, no importa; lo que verdaderamente importa es que nunca dejemos de sentir gratitud por el hecho de que en nosotros habita el Espíritu de Dios, y por eso somos capaces de generar vida. Quizá no logremos pronto erradicar el hambre, la pobreza y la injusticia, importa más que el corazón sea sensible, compasivo y misericordioso; y que nuestras manos tengan la valentía de Jesús para tocar nuestra carne dolida, nuestros cuerpos enfermos y comunicarnos la paz y la ternura de Dios, que está en nosotros, especialmente cuando más lo necesitamos. Quizá nunca entenderemos mientras estemos en este mundo qué es la muerte y qué se siente morir. Lo que importa es que no se nos olviden los rostros y las voces de nuestros muertos, para que no mueran dos veces, para que podamos reconocerlos cuando lleguemos a la Casa del Padre, donde hay una habitación con nuestros nombres a la puerta y el corazón de Dios en su interior esperándonos.
 
Importa que nos abramos camino, porque los pies están hechos para caminar, y hay que caminar aunque se ensucien, pues el amor de Jesús nos da el agua que todo lo limpia porque todo lo comprende. Importa que andemos por la vida contemplando no los paisajes de sol, de playa, de mar, de selvas, de sierras o de bosques; importa contemplar el paisaje que construimos con nuestras propias vidas, con los rostros que habiendo perdido la esperanza y las ganas de vivir recuperan la sonrisa y vuelven a caminar; los rostros resucitados no de los que mueren en los hospitales o están ya en los cementerios, de ellos se ha ocupado ya el Señor, sino los rostros de los que siguen anclados al dolor en las salas de espera, en los rincones de basura, en las calles heridas de violencia; son ellos los que importan, nosotros, los hijos de Dios, los que creemos que el amor nos ha salvado, y que el amor se hizo humano en la persona de Jesús; que su camino llega a la plenitud de la vida, y que su amor es la única verdad que vale la pena defender hasta la muerte.

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