25 de enero de 1905. Al día siguiente de volver de Veracruz, donde había pasado los
días más fríos del invierno, y luego de celebrar su cumpleaños número 74, el P.
Vilaseca, fundador de la Familia Josefina, salió acompañado de don Arnulfo, su
asistente, a la Casa Central de las Hermanas Josefinas, donde celebraría con
ellas la fiesta de san José del Buen Consejo. Pero en el camino, el P. Vilaseca
se sintió mal, tan grave que, con mucho esfuerzo pudo bajar del tranvía y llegar
a la casa de las Hermanas, donde los gritos y los toquidos de don Arnulfo
pronto las hicieron comprender que algo no andaba bien. Como sentía que se
llegaba la muerte, el P. Vilaseca fue ungido por el P. Tomás Rodríguez.
Mientras, el P. Troncoso hizo llegar al P. Ignacio Sandoval, en Roma, un
telegrama pidiendo la bendición apostólica, que alcanzó a recibir y nuestro
Padre escuchó consciente.
Pero no murió. San José y la M. Cesarita, decía él mismo, le
habían alcanzado el milagro. Tan pronto se fue recuperando, el P. Vilaseca
sintió una necesidad urgente. Es verdad, tenía ya la aprobación pontificia de
sus congregaciones de parte de la Santa Sede, lo cual significaba el
reconocimiento de que su obra venía de Dios, y estaba muy especialmente
protegida por san José. Estaban formalmente constituidos los gobiernos de ambas
congregaciones, había ya algunas obras establecidas, algunos pequeños colegios
y asilos, había un noviciado y algunos pequeños colegios clericales, se
atendían un par de capillas en Santa María la Ribera. Estaban, por supuesto,
las reglas y constituciones, una revista dedicada a san José, y una sólida
asociación de laicos devotos de san José. Pero algo hacía falta, según
comprendió el P. Vilaseca, en esa cercana experiencia que tuvo de la muerte. No
fue la primera, había ya tenido una experiencia similar a los 31 años de edad,
con apenas cinco años de sacerdocio. En aquella ocasión también libró la muerte
por milagro, y agradeció a Dios el don de la vida, el don de la confianza de
Dios en la vida que se le había regalado, mediante un voto solemne: hacer
siempre y en todo lo mejor.
Hacer siempre y en todo lo mejor no es fácil. No es sin más un
propósito en contra de la mediocridad, aunque esto tampoco es poca cosa. Hacer
siempre y en todo lo mejor fue una gran pasión en el corazón del P. Vilaseca.
No fue la única. Una revista para dar a conocer a san José, una asociación de
devotos de san José, una congregación de hermanas y una congregación de
misioneros, hijos todos de san José. La Familia de san José y san José mismo
fueron la otra gran pasión en el corazón de Vilaseca. Estaban las casas, las
obras y las personas. Pero para el P. Vilaseca, había que dejar constancia de
lo más importante para que todo estuviera completo, para que sus obras de
verdad tuvieran vida: hacía falta discernir y mostrar con claridad el espíritu
josefino. Así fue como escribió el último de sus libros: El Espíritu Primitivo de ambas familias josefinas. Más de
doscientas páginas que, al final, bien pueden sintetizarse en una pequeña
oración ahí contenida, que nos pidió rezar todos los días. Si san José era el
Padre y el Fundador, si de san José era la obra y por eso la protegía, entonces de san José era el espíritu y a él tenía que lanzar la súplica:
Promueve, señor san José, en tu santo instituto, el espíritu
propio según las reglas y constituciones, para que llenos del mismo espíritu,
procuremos amar lo que tú amaste, y realizar lo que tú enseñaste. Amén.
Amar lo que tú amaste. Con eso me quedo.
Cien años más tarde, en la Universidad de Stanford, Steve Jobs, el
fundador de Apple, alertó a los estudiantes que se graduaban: “El trabajo va a
llenar gran parte de su vida, y la única forma de estar satisfecho es hacer lo
que consideren un gran trabajo. Y la única forma de conseguirlo, es amando lo
hagan. Si aún no lo han encontrado, sigan buscando. No se conformen. Como en
todo lo que tiene que ver con el corazón, lo sabrán cuando lo encuentren.” Pero
también les ofreció una clave: preguntarse qué es lo que les hace latir el
corazón. De él dijo que lo que hacía latir su corazón era aquello que se
encontraba en la intersección entre la tecnología y el arte.
En el corto espacio de mi vida josefina me ha tocado dar varios
cursos, talleres y conferencias sobre san José; he predicado misas y
novenarios, en México y fuera de él. Por azares de la vida, estoy hoy al frente
de nuestro pequeño centro de estudios sobre el hombre justo que Dios regaló
como padre a su Hijo. Al cabo de todo lo cual, en esta fiesta de san José, sólo
quiero decir, y decir a él, unas cuantas palabras: ayúdame a amar lo que tú
amaste. Ayúdame a caminar hacia donde mi corazón lata como el tuyo, ahí donde
se intersectan el cielo y la tierra, ahí donde Dios mendiga la comprensión de
un hombre en la persona de un niño recién nacido que sólo sabe dormir, comer y
llorar, pero mañana aprenderá a caminar, a reír, rezar, jugar y trabajar. Ahí donde una mujer embarazada y puesta en los márgenes de la sociedad
desafía las burlas de la “gente bien” con su confianza puesta en el hombre que Dios
le ha escogido por esposo. Que mi corazón sepa amar a Jesús y a su Madre.
Lo más triste es vivir sin una razón, sin pasión, sin causa, sin rumbo
ni coordenadas, sin nada a qué asirse, sin nada que haga latir el corazón, sin
nada ni nadie por lo cual despertarse y levantarse a vivir; sin nada ni nadie
por lo cual cansarse, por lo cual sudar y por lo cual luchar. Que el propio
corazón lata como latió el de san José es amar como amó san José. Amar como san
José es amar como amó el Señor y Maestro. Amar lo que tú amaste. Amar al pueblo,
pero amar más ser parte de él; amar su historia, pero amar más escribirla y abrirle
futuro; amar la libertad, pero amar más defenderla; amar la justicia, pero amar
más practicarla; amar ser hermano, pero amar más a los hermanos; amar ganarme el pan,
pero amar más el comerlo siempre con alguien; amar tener a mano una botella de vino, pero amar más tener un amigo con quien tomarlo; amar la Ley de Dios, pero amar más cumplir su
voluntad, para saber cuándo la letra ha hecho prisionero al espíritu y no tener
miedo de liberarlo; amar la vida, pero amar más vivirla con pasión; amar la
vida, pero amar más saber entregarla hasta el final por amor; amar la vida,
pero amar más encaminarla hacia la eternidad; amar el trabajo, pero amar más
trabajar por alguien; amar contemplar las estrellas, pero amar más luchar por
alcanzarlas; amar los sueños, pero amar más despertar para vivirlos; amar la
risa, pero amar más buscarla cuando viene el llanto; amar a la Iglesia, pero
amar más hacerla signo y servidora del Reino; amar el silencio, pero amar más escuchar la
Palabra que viene de lo alto; amar a Dios, pero amar más honrar su nombre
haciendo latir mi corazón al ritmo de la misericordia.
Que Dios y su Iglesia perdonen mi atrevimiento si en esta fiesta
pido: Señor san José, haz mi corazón semejante al tuyo. Y que mi corazón sepa,
con la misma pasión, amar lo que tú amaste y, hasta el último de mis días, vivir con quien tú viviste. Amén.
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