Timothy Radcliffe, biblista inglés, fue Maestro General de los
Dominicos, orden a la que pertenece, de 1992 a 2001. Entre sus funciones estaba
la de visitar cada una de las comunidades dominicas del mundo, para conocer su
realidad y animar la vida y la misión en cada una de ellas. Cuenta que en una
ocasión, de viaje en Ruanda, que entonces se encontraba en guerra civil, tuvo
que conducir hacia el norte del país para visitar a una comunidad de religiosas
dominicas que atendían un albergue para refugiados. Ya el embajador de Bélgica
le había advertido que no saliera, pues la violencia estaba desatada en todo el
país, pero Timothy logró, con sus acompañantes, sortear el bloqueo del ejército
que impedía salir de Kigali, la capital.
Fue un día terrible; teníamos que bajarnos del coche para parlamentar
con los grupos de rebeldes y con los soldados, armados con pistolas y machetes.
Pensaba que no llegaríamos al final del día. Lo peor de todo fue la visita que
hicimos a un hospital lleno de niños mutilados por las minas. Me acuerdo de uno
que había perdido las dos piernas, un brazo y un ojo; y de su padre, el cual,
sentado a su lado, no paraba de llorar. Salí afuera, a la sabana, y también
lloré. Y un niño con una sola pierna esperaba a mi lado para consolarme. Ellos
no podían permitirse tener muletas.
A continuación fuimos a visitar a las hermanas. Se supone que tenía que
decirles algo, pero ¿qué podía yo decirles? Jamás había visto tanto sufrimiento
como el que pude ver aquel día. No me salían las palabras. Recordé entonces que
Jesús nos dejó un legado para realizarlo en memoria suya. Podíamos recordar la
noche anterior a su muerte, que fue el momento más tenebroso de la historia de
la humanidad. Uno de sus amigos lo había vendido; su querido Pedro iba a
traicionarlo, y los demás huirían. Y cuando todo parecía estar perdido y sin
futuro, hizo algo extraordinario. Mientras cenaba con sus amigos, tomo pan y se
lo dio diciéndoles: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes (Lc 22,9).
Cuando parecía que el único futuro era la cruz, realizó este demencial y
generoso gesto de amor.
Un gesto demencial y generoso de amor. Un gesto demencial y
generoso de esperanza. Todo en aquella noche habla de amor y de esperanza. Es
cierto, fue también una noche de dolor, de tristeza, de impotencia, de traición
y de abandono. Pero, ¿no son en estos momentos cuando más fuerte y profunda es
la esperanza? Por algo dice el dicho que es lo último que se pierde. Cuando
aparentemente ya no hay nada más que hacer, Jesús vive intensamente su momento
presente y, por la fuerza de la esperanza, hace del presente el primer momento
del futuro. Dice el mismo Timothy Radcliffe: “Esperamos el futuro atreviéndonos
a vivir el presente.” Es aquí donde nos abrimos a la vida eterna, a la vida en
plenitud. Por la fuerza de la esperanza, que es un don que Dios continuamente
nos está ofreciendo y regalando.
Aquella noche de su traición, Jesús cenó con los suyos una cena de
despedida. Era una cena de pascua, es decir, una cena de libertad. Además de
anunciarlo con palabras, Jesús comenzó a hacer presente el Reino de Dios
comiendo y bebiendo con sus amigos, y con los pobres, y los enfermos; con los
excluidos y con los extranjeros; con los que cobraban impuestos para Roma y con
los pecadores; comía y bebía con ellos de tal manera que pronto su comida y su
bebida, compartida en amor, alegría y esperanza, se convirtió en signo de este
mismo reinado. Nada raro, entonces, que se despidiera de ellos con una cena;
nada raro que fuera recordada como la Última Cena. Decir la última es pensar en
el final. Pero la fuerza del amor y de la esperanza hicieron de la Última Cena
la primer Eucaristía.
Por la fuerza del amor, como amigo, Jesús entregó su vida; como
esposo, Jesús puso su Cuerpo en manos de su comunidad; por la fuerza del amor,
se atrevió a vivir el instante con intensidad; por la fuerza de la esperanza,
pudo entregarse confiando en que no era el final. Dicen los de la campaña de
Toma vino mexicano —los mismos que dicen que no hay necesidad de perder el
tiempo discutiendo si la copa medio llena o medio vacía, ¡claramente hay
espacio para más vino y eso es lo que importa!—: “No dejes para mañana el vino
que puedes tomar hoy”. Pero esa noche, después de partir el pan y hacerlo signo
de su cuerpo, prontamente partido en la cruz; después de compartir su vino,
como signo de la vida compartida en amor y en alegría con sus amigos, Jesús
prometió a los suyos que no volvería a beber vino… hasta beberlo nuevo en el
reino de su Padre. ¡Otra vez sus palabras cargadas de esperanza! ¡Claramente
confía en un mañana de fiesta, de júbilo, de reencuentro, y de nuevo vino!
No hay amor sin a quién amar; no hay esperanza sin no hay en quién
confiar. Cuenta Radcliffe: “Tres sacerdotes —un dominico, un benedictino y un
obispo—, navegaban por el Pacífico cuando, de pronto, el barco se hundió, y los
tres acabaron en un islote desierto. Poco después, se les apareció un ángel que
le dijo que pidieran un deseo cada uno. El dominico se lo pensó bien y le dijo:
“Me gustaría regresar a casa con mis hermanos, al convento de Blackfriars.”
“Concedido”, y el fraile desapareció como si se tratara de un mensaje enviado
con un iPhone. A continuación dijo el benedictino: “Como es habitual, los
dominicos siempre tienen toda la razón, así que también yo quiero regresar a la
abadía de Worth.” “Concedido”, y también desapareció. Luego dijo el obispo:
“Ahora que se han ido, me siento terriblemente solo. ¿Podrías enviarme de nuevo
a los dos?”
Nos necesitamos unos a otros no sólo para mantener viva la
esperanza, nos necesitamos unos a otros, porque al final de cuentas somos lo
mejor y más valioso que tenemos. Nosotros y el Dios que se ha puesto en
nuestras manos. Por eso, lo mejor que podemos hacer entre nosotros y con
nosotros mismos es amarnos, pero no de cualquier manera. Amarnos como nos amó y
nos sigue amando Jesús, el Señor, amarnos confiando, amarnos hasta el extremo.
El problema es que a veces se nos olvida. La verdad es que se nos olvida con
mucha frecuencia. Y, puestos frente a la Eucaristía, nacida aquella noche de
amor y de esperanza, olvidamos el amor y nos quedamos con los rituales.
Lo tenía bien presente uno de nuestros estudiantes próximos a
ordenarse, el día de su examen para ser admitido al sacerdocio. Lo sé porque
fui su sinodal. Como estudiante aplicado, nos recordó que en el relato del
Cuarto Evangelio, del Discípulo Amado, al que llamamos Juan, que aquí no
aparece la institución de la Eucaristía y que, en su lugar, aparece la
narración del lavatorio de los pies. Quizá porque en su comunidad los
cristianos se habían olvidado del amor, y habían hecho de la Eucaristía un rito
vacío de su contenido. La Eucaristía es plenamente existencial, expuso el
examinado, no un simple rito. Ya recordará esta lección como yo la recuerdo,
cada que confieso y la gente: “Me acuso de no haber venido a misa tres domingos”.
Y nunca he escuchado a nadie que me diga: “Reconozco que no he acabado de celebrar
la Eucaristía, porque por más que vengo a misa y comulgo, sigo siendo incapaz
de amar hasta el extremo, como Jesús”. Esto es lo existencial de la Eucaristía.
Después del Bautismo, que nos hace
miembros del Cuerpo de Cristo, la Eucaristía es el sacramento por excelencia en
la vida de la Iglesia. En ella nos alimentamos espiritualmente al tiempo que
comprendemos en qué consiste, cuál es el sentido de ser Cuerpo de Cristo:
partirse y entregarse; siempre, una y otra vez; dar la vida a los hermanos como
hizo Jesús, comenzando por los más necesitados, por los que tienen hambre, de
pan y de vida; entrega que sólo se puede hacer a partir del reconocimiento de
la humanidad de los demás, de sus pies cansados; entrega que sólo puede vivirse
por amor al hermano, más aún, al Cristo que vive en el hermano. Lo que enseña
san Pablo a los esposos, es válido para todo bautizado, para toda vocación: “El
que ama a su esposa, se ama a sí mismo. Nadie menosprecia su propio cuerpo,
sino que lo alimenta y lo cuida. Así hace Cristo por la Iglesia, por nosotros,
que somos los miembros de su Cuerpo” (Efesios 5,29-30).
Vistas así las cosas, la Eucaristía se vuelve un desafío tremendo,
escandaloso. Desde siempre lo ha sido. La Eucaristía. Varias de las novelas que circulan por las librerías ofrecen
“revelar” los secretos del famoso mural de la Última Cena, de Leonardo Da Vinci,
el Cenacolo, ubicado en lo que fue el
refectorio del convento dominico de Santa María delle Grazie, en Milán. Entre
los “secretos” revelados estaría el hecho de que Leonardo pintó un momento de
la Última Cena de Jesús con sus discípulos en el que no aparecen ni el Pan ni
el Vino, de lo que se ha querido deducir que Leonardo no creía en la
Eucaristía; o bien, que la Eucaristía consiste en una realidad distinta a la
celebración en la que comúnmente participamos, al menos cada domingo.
Sabemos que el mural de Leonardo refleja
el difícil momento en el que Jesús anuncia que uno de los suyos lo va a
traicionar, en la versión del Evangelio de san Juan, entre cuyas
particularidades se encuentra el hecho de que, efectivamente, en la larga
narración de la Última Cena, no se cuenta el momento de la institución de la
Eucaristía. En cambio, es el único Evangelio que nos transmite el gesto de
Jesús de lavar los pies de sus discípulos justo al inicio de dicha Cena, un
gesto bellísimo y estremecedor, en el cual el Maestro comprende que los suyos
tienen los pies sucios porque son caminantes, y como el humilde Siervo de Dios,
lava sus pies para hacerlos dignos de compartir su mesa. Recordemos que en
aquella época las sillas no existían y los banquetes como el de la Pascua se
llevaban a cabo sobre triclinios, mesas en forma de U de baja altura, de manera
que se comía recostado, con los pies descalzos y no sentado. También el de san
Juan es el único evangelio que nos transmite el mandamiento de la nueva y
definitiva Alianza, el del amor fraterno: “Así como yo les he amado, ámense
también ustedes los unos a los otros” (lee Juan 13,34-35).
Y pierden el tiempo los novelistas, y yo
el mío y mi dinero leyéndolos. En la Eucaristía no hay más secreto que el Amor.
El Amor y la Esperanza. Tan a la vista de cualquiera, para que cualquiera pueda
vivirlos.
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