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Del sacrificio a la Eucaristía

Juan 2,13-25

Así como hay un meme de Morticia sosteniendo su tacita y el plato de la misma con cada una de sus manos, “los veo muy contentitos, ¿ya se pesaron?”, que suele circular con particular velocidad en tiempos da tamales y navidad, de la misma manera alguno podría ir a las mesas y a los puestos de nuestra gran kermés, y decir: “Los veo muy contentitos, ¿ya leyeron el evangelio?” Mientras a ese alguno no se le ocurra tirar las mesas y perseguir a todos con un látigo y perseguir, todo está bien. 

Pero si realmente quisiéramos establecer un paralelo entre la narración del Evangelio y nuestras iglesias, entonces, como bien afirma José Luis Sicre, no habría que tirar los puestos de la kermés, sino interrumpir la misa y tirar la mesa de las ofrendas, con el pan y el vino en primer lugar, y las despensas para los necesitados, que también traemos a ofrecer. Lo que estaba en juego en el gesto de Jesús no era la purificación del Templo de Jerusalén, limpiarlo de vendedores y de profanadores. Lo que Jesús quería era algo mucho más radical: sustituir el sistema religioso.

El Templo de Jerusalén vivía del sistema sacrificial, constituía su corazón. Día a día, los sacerdotes se turnaban para ofrecer sacrificios de animales a Yahvé, el Dios Altísimos, para la expiación de los pecados del pueblo. La venta de animales en el Templo no tenía otra función sino la de facilitar el suministro de animales para los sacrificios por parte de los fieles. Por otro lado, muchos de los judíos que subían a Jerusalén para orar en el Templo y ofrecer sus sacrificios, vivían en países extranjeros, de la diáspora, y no la Ley de la Pureza no les tenía permitido contaminar el templo con sus monedas paganas. Así que era necesario cambiarlas.

Pero Jesús nos enseña a concebir a Dios de una manera distinta. Por eso no habla del Templo, sino de la Casa del Padre. La sustitución del sacrificio de animales por la Eucaristía como mesa compartida en amor y en fraternidad es la base del culto cristiano, está a la raíz de nuestra vida. Quizá por eso, el Discípulo Amado coloca esta escena no hacia el final del evangelio, como lo hacen Marcos, Mateo y Lucas, más cercanos a lo que ocurrió en la historia, cuando Jesús entró en Jerusalén montado en un burro y, al llegar al Templo, expulsó a los vendedores y a los cambistas. El Discípulo Amado, en cambio, coloca la escena después de las Bodas de Caná: han llegado los tiempos mesiánicos, el Esposo ha llegado y viene a traernos el vino nuevo y generoso de la alegría y de la fraternidad, del amor llevado al extremo de dar la vida. En Jesús, el Amado y el Esposo, comienza una nueva etapa en nuestra relación con Dios, marcada por la Buena Noticia de su amor como Padre, y de la consecuente fraternidad con la que espera nos tratemos todos sus hijos. Esto es lo que está en el corazón de la Eucaristía, que a su vez es el corazón de la Iglesia.

El gesto de Jesús en el Templo está en la base de la condena a muerte de Jesús por parte de las autoridades judías, muerte que los primeros cristianos, interpretaron, con el trasfondo de su mentalidad judía, como el sacrificio extremo y único que nos ha reconciliado plenamente con Dios. Es la razón por la cual leemos este texto en cuaresma. Pero ya que la cuaresma es también un tiempo idóneo para examinar nuestra conciencia, habría que aprovechar para también para revisar nuestro comportamiento religioso. En más de una ocasión hemos seguido hablando de ofrecer sacrificios a Dios a cambio de un milagro; la misma Eucaristía ha sido a lo largo de la historia despojada de su carácter y dinamismo de comida abierta y mesa compartida en amor y alegría, para subrayar el sacrificio de Jesús. Por eso nos olvidamos del altar como mesa central y, sobre todo, de dar el alimento a los que tienen hambre. Darlo sólo a los que tienen mérito, es una corrupción que nos asemeja al mercado: que da la comida al que tiene dinero, no al que tiene hambre.

Hay quien sigue pensando que la Eucaristía es un sacrificio que tiene que ofrecerse de manera ininterrumpida en todo el mundo para tener apaciguada la cólera divina. Por supuesto que no hubo decreto de Jesús para sustituir los sacrificios en el Templo con la celebración de la Eucaristía. Fueron los cristianos quienes poco a poco comprendieron la relación que sí hizo Jesús mismo al vincular su muerte en la cruz con la entrega de su vida simbolizada en el pan partido y entregado en las manos de sus discípulos la noche previa. Y en ese proceso fue determinante la destrucción del Templo de Jerusalén en el año 70 por parte del Imperio Romano. Fue entonces que los cristianos comprendimos nuestra verdadera naturaleza como Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo, construido, según la carta a la Efesios, teniendo a los apóstoles y a los profetas como cimientos, y a Cristo como piedra última o piedra clave, por eso mismo es un edificio bien trabado (Ef 2,17-22).

En La Catedral del Mar, el bestseller catalán, el mismísimo arquitecto de Santa María del Mar, explica al pequeño Arnau Estanyol, la importancia de la dovela o piedra clave, el riesgo que supone subirla y colocarla bien, amén del peso y las dimensiones que debe tener para no sólo soportar el peso de los arcos y las bóvedas, sino para armonizar el conjunto de la construcción. Por eso esta piedra generalmente está decorada, o labrada, embellecida, yo mismo tuve oportunidad de contemplar desde debajo de este bellísimo templo gótico. Elevado de la tierra al cielo, como acto de justicia por la entrega de su vida toda, desde Galilea hasta la cruz, Jesús el Señor da sostén y armonía a su nuevo Templo, construido con las piedras vivas que somos cada bautizado, llamados para vivir como una nueva familia, en fraternidad, sin exclusiones, en libertad, por la acción del Espíritu Santo.

“Prohibido girar a la izquierda”, leyó un día Mafalda en un semáforo al cruzar la calle; “prohibido fijar carteles”, leyó sobre un muro caminando por la banqueta; “prohibido estacionarse”, leyó más adelante. “Reconforta ver cómo poco a poco el hombre ha ido dando rienda suelta a su libertad de limitarse”. Volviendo, entonces a nuestro cuaresmal examen de conciencia, ¿no será que hemos puesto los acentos en las prohibiciones en lugar de la libertad?, ¿no será que hemos acentuado el sacrificio por encima de la misericordia? Sé que en la convivencia todos tenemos que aprender a limitar nuestra libertad, y que muchas veces el amor exige sacrificio. Pero lo central sigue siendo el amor. Por amor Jesús se encarnó, por amor se entregó como pan a los pobres, por amor se entregó como vino a los desesperanzados, por amor se entregó en la cruz. Por ese amor ha sido levantado de entre los muertos para ser la piedra clave. No se espera menos de nosotros.





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