Juan 12,20-33
—¡Tienes que ver Merlí!—, me dijo Adrián.
Y lo he visto. No he podido terminar la
primera temporada, pero lo he visto.
Un día, Mafalda se sentó frente a su papá, y le preguntó: “¿Qué es
la filosofía, papá?” Al día siguiente, contó a Felipito: “Ayer le pedí a mi
papá que me explicara qué es la filosofía.” Y pasando frente a su papá, sentado
ante una pila de libros, diciendo para sí: “¿eh?”, dijo a Mafalda, sin dejar de
caminar, las manos a la espalda: “¡ah!” Merlí es la historia de un maestro de
Filosofía, poco ortodoxo y poco convencional. Un día llevó a sus alumnos a
caminar por el instituto mientras les explicaba que los peripatéticos formaban
en la antigüedad un grupo de pensadores cuya característica es que
reflexionaban caminando. En la cocina del colegio, uno de ellos le preguntó si
todo el mundo podía hacer filosofía. Merlí se dio varios minutos a pensar ante
la atónita vista de sus alumnos. Al cabo de ellos, les respondió que había
guardado silencio para pensar la respuesta y para que se dieran cuenta la cara
de rareza que pone la gente cuando ve a alguien pensando, cuando lo raro
tendría que ser lo contrario.
Entre las peculiaridades del grupo de bachillerato al que Merlí da
clase, es que ahí está su hijo, Bruno. Pensando un poco, me parece que la
escena que narra el cuarto evangelio pudiera
analogarse al salón de Merlí. Un padre que da una lección a un grupo de
discípulos. Entre ellos está su propio Hijo quien, a diferencia de Bruno,
también ya es maestro, y no un maestro cualquiera. La voz del Padre da una
lección. Mejor aún, califica a su Hijo: “Lo he glorificado”, dice. A este
Jesús, que ha hecho presente el vino para que no terminara la alegría y la
fiesta de una boda en Caná; a este Jesús, que ha vendado el corazón roto de una
mujer sedienta de amor, como era la samaritana; a este Jesús, que se ha
compadecido del hijo de un soldado romano, sanando la vida del niño y
devolviendo la vida al padre —porque la vida de los padres son sus hijos—; a
este Jesús, que ha sentido compasión de un paralítico al que nadie ayudaba; a
este Jesús, que dio la luz al ciego de nacimiento; a este Jesús, que se dolió
de la muerte de su amigo Lázaro y lloró por él frente al sepulcro, que se dolió
del duelo de Martha y de María, las hermanas de éste; a este Jesús, su Padre,
cual Maestro del Universo, le ha dado una calificación sobresaliente: ¡le ha
dado la gloria! También podría decirse que con ello Jesús ha dado gloria a su
Padre, que se goza con la vida de sus hijos, lo mismo que los maestros se
sienten orgullosos de los dieces y las menciones honoríficas de sus alumnos.
Pero no es todo. Frente a la última y definitiva prueba de su Hijo
Jesús, el Padre afirma que volverá a glorificarlo. Cuando el Hijo sea levantado
de la tierra, cuando sea levantado en la cruz, entonces será también levantado
de ella y de la muerte, y recibirá la gloria suprema, la nota máxima: la
plenitud de la vida por la resurrección. En esa misma ocasión, Jesús, como
Maestro, también dará su propia lección. Todo ocurrió luego de que Jesús
ingresara a Jerusalén montado sobre un burro, y a raíz de un grupo de judíos de
habla griega, de los que vivían en el extranjero, que querían ver a Jesús.
Lejos de darles el día y la hora de una cita, Jesús habla a sus discípulos de
la hora que se aproxima, la hora de su gloria, la hora en la que también será
vencido el príncipe de este mundo que, atendiendo a las claves narrativas y
culturales del evangelio y de su contexto, no es sin más el diablo, sino el
emperador de Roma, o también el espíritu de este imperio. Traducido a nuestros
días, se trata de la “filosofía”, de la “política”, de la mentalidad de la
sociedad consumista y neoliberal en que vivimos, que nos hace creer que para
tener éxito hay que devorar a los demás, vencerlos como si fueran rivales. En
cambio, para Jesús, la vida tiene sentido no cuando devoramos, sino cuando nos
ponemos en las manos de los demás como pan partido para que éstos coman. Con
las imágenes de su mundo, Jesús explicará que la vida tiene sentido cuando se
es como el grano de trigo, que ha de caer en la tierra y destruirse para que
puedan surgir los frutos.
Hasta me parece que puedo retraerme treinta años atrás en la vida
de Jesús, a los días en que un Jesús niño camina junto al hombre que es su padre,
y se llama José. Y el niño pregunta:
—¿Qué vamos a hacer?
—Vamos a sembrar.
—¿Y qué es sembrar?
—Echar las semillas en la tierra.
—Qué son las semillas.
—Es lo que traen dentro los frutos, como huesos chiquitos.
—¿Para qué?
—Para que salgan más frutos
—¿Y cómo salen más frutos?
—Cuando la semilla se rompe.
—¿Y cuándo se va a romper la semilla?
—Después de varios días.
—¿Y cuando se rompa ya tendremos frutos?
—No. Primero tienen que salir las flores.
—¿Y qué son las flores?
—¡Lo que más disfruta mamá!
Pero después de la imagen viene la explicación: La vida no tiene
sentido si uno sólo se ama egoístamente a uno mismo. Si uno no es capaz de ver
más allá de su propia nariz, el corazón se queda vacío, frío y muerto. En
cambio, si uno está dispuesto a sacrificar un poco de su tiempo y de su
comodidad, de su seguridad y de su disfrute porque la compasión se lo exige,
¡enhorabuena!, su corazón se ha ensanchado y es capaz de recibir más vida.
Un día, Merlí pregunta a sus alumnos si están dispuestos a hacer
trampa en el concurso literario. Se trata de escribir entre todos los de la
clase un poema que tendría que ser escrito por uno solo. Me hace pensar
nuevamente en José y en Jesús. Me hace imaginar una tarde de sábado en que un
travieso José pregunta a su niño si quiere hacer una travesura. Y el niño dice
que sí. Y José aclara que tendrán que romper algunas reglas, pero no importa.
Porque la ley pide no hacer nada en sábado, pero no hacer nada es muy aburrido,
y hacer algo noble y divertido puede ser mejor. Así que padre e hijo salen a
hurtadillas, cómplices y sigilosos. Se escabullen hacia las laderas detrás de
casa, y se dedican a buscar florecillas. José pide al niño que busque las
mejores y las corte.
—¿Ésta, papá?
—Sí.
—¿Ésta también?
—Ésa también.
Volverían a casa a buscar hilos, los trenzarían para formar un
listón y con el listón amarrar el ramo de florecillas con el que se pondrían
delante de María al tiempo que gritan juntos:
—¡Sorpresa!
Y frente a la sonrisa espontánea de María, José diría al niño:
—Nunca lo olvides, Jesús, el sábado es para nosotros, no para las
leyes. Las leyes quieren comunicarnos la voluntad de Dios, y la voluntad de
Dios es que seamos felices. ¡Nunca lo olvides! Lo que Dios quiere es la sonrisa
en nuestro rostro. Siempre. Y cuando asomen las lágrimas, piensa que Dios está
con nosotros, y que la fuerza de la esperanza te ayude a volver a sonreír.
Así es como creo que el buen José forjó al Maestro, al mismo del
que con los años, la gente de su pueblo dirá: “¡Nunca nadie ha hablado como
este hombre!”
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