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Como el frasco de alabastro

Marcos 14,1-15,47


Déjame reposar,
aflojar los músculos del corazón
y poner a dormitar el alma
para poder hablar,
para poder recordar estos días,
los más largos del tiempo.

Con estas palabras comienza el inmortal poema de Jaime Sabines sobre la muerte de su padre. Con ellas podría haber empezado el largo relato de la pasión. Con ellas podría haber empezado el evangelio mismo. Porque así empezó todo. Para asimilar lo que habían vivido con Jesús, para asimilar lo que había pasado con Jesús en aquellos días, los más largos del tiempo, los primeros discípulos tuvieron que reposar, aflojar los músculos del corazón, porque era su corazón el que había sido herido, y era su corazón el que podía comprender lo que había pasado. ¡Qué lejos quedaron aquellos días de la transfiguración, cuando a la vista del Señor resplandeciente, Pedro quería levantar tres tiendas y quedarse allí! En cambio, cuando Jesús lo invite al Huerto de los Olivos, primero dormirá, luego lo negará y al final huirá. ¡Qué paradoja!

 Hay en el evangelio una voz narradora que nos lo cuenta todo. Nos ubica en el tiempo: “Faltaban dos días para la Pascua.” Trata de explicarse, de situarse en un sentido más amplio que el del tiempo y el del lugar. Trata de situarse en el plano de la comprensión, en el de la lógica. “Los sumos sacerdotes y los escribas buscaban la manera de arrestar a Jesús con astucia para darle muerte. Pero decían: «No lo hagamos durante la fiesta, para que no se produzca un tumulto en el pueblo.» Una voz que invita a sentarnos alrededor de ella, como hacen los niños frente a sus abuelos; una voz que nos invita a olvidarnos de todo y a poner atención a lo que cuenta.

Y entonces nos cuenta una escena fascinante que lo resume todo, lo que hemos visto antes de ella, y lo que veremos a partir de ella. Quiere hablarnos de Jesús, de Jesús y de su muerte; del porqué de su muerte y del sentido de su muerte. “Como el frasco de alabastro, diría la voz”. Así fue lo que pasó. No es una anécdota más. Es la síntesis del evangelio. Jesús fue destrozado, destruido como un frasco de alabastro, como el frasco de alabastro que una mujer introdujo en la casa de Simón el leproso en Betania. Los sumos sacerdotes y los escribas querían matarlo porque había puesto en peligro el sistema del templo, porque cambiaba radicalmente la imagen de Dios. Es buen momento para interrumpir y preguntar por qué.

Porque le gustaba más la casa del leproso que el templo de Jerusalén para dar gloria a Dios. Porque al templo no entraban los leprosos ni las mujeres, porque ahí el perdón de los pecados sólo se podía conseguir con sacrificios y sangre. Pero Jesús vino de Dios a traernos vida, a buscar a los perdidos, a incluir a los marginados. En Jesús, Dios salió del templo, es decir, del sistema sacrificial, para entrar a las casas, a la vida diaria, desde la compasión y la misericordia. ¡Qué curioso!, como aquella primera vez que entró en la casa de Simón, el pescador, llamado Pedro —Pedro mismo nos lo ha contado, podría decir aquí la voz narradora, yo lo he escuché—, y curó a su suegra. Ahí podríamos haberlo comprendido todo, pero no lo hicimos. Después curó a los leprosos y los reinsertó en la vida de la comunidad. Ahí podríamos haberlo entendido todo, pero no lo hicimos. Tres veces nos anunció que lo matarían y que sería levantado de entre los muertos. Podríamos haberlo entendido todo entonces, pero no lo hicimos.

Después quiso subir a Jerusalén, muchos que lo seguían fueron con él, lo alabaron con palmas celebrando una victoria que entonces no entendimos, sino hasta después de que pasaron todos esos días, los más largos del tiempo. La élite de Jerusalén, los que vivían del Templo, sí entendió, ¡qué ironía! Roma lo vio llegar y comprendió al momento, ¡qué ironía! Por eso lo mataron.

Ya lo habían matado y los suyos no acababan de entender. Lo mataron pero no lo destruyeron. Fue como el frasco de alabastro que llevaba una mujer. Jesús estaba en casa de un leproso, ¡dónde más, si era amigo de las mujeres, de los publicanos, de los leprosos, de los pecadores! Hasta que fue quebrado supimos que portaba el más fino de los perfumes. ¡Qué ironía! Pensaron destruirlo y fue cuando derramó su contenido. Pensaron que matándolo lo desaparecerían para siempre, pero la fragancia de la resurrección, de su vida plena lo ha hecho más presente. Como pasa con el pan. Él mismo lo dijo aquella noche, la última de su vida, y los suyos no acabaron de comprenderlo. Roma y Jerusalén lo mataron pensando que ahí acabaría todo. Pero antes de que lo mataran, el tomó el pan, lo bendijo, lo partió y lo entregó. Judas recibió su parte. Judas pensó que él entregaba a Jesús, pero era Jesús el que se había puesto en sus manos. Roma y Jerusalén pensaron que matándolo acabaría todo. Jesús comprendió que él era como el pan, que no se come entero, sino que parte para servir de alimento.

¡Qué ironía!, al inicio del evangelio los demonios reconocían a Jesús como el santo de Dios, y hacia el final los sumos sacerdotes son incapaces de reconocerlo, preguntan si es el Hijo de Dios, él afirma que sí, y ellos lo acusan de blasfemo. ¡Qué ironía! Pilato pregunta a Jesús si es rey, Jesús lo afirma, pero al final ordena que lo crucifiquen, como a un subversivo, entre burlas y torturas, como si no fuera humano. ¡Qué ironía! Pondrá a la multitud a elegir entre Barrabás y Jesús. ¡Qué ironía! Barrabas, que significa “hijo del Padre”, saldrá libre y con vida; y al Hijo del Padre cargará como esclavo con su cruz para morir en ella. ¡Qué triste ironía!

Algunos siguen sin entender. Los que ponen precio al perfume. Los que ponen límites al amor y a la misericordia, y esconden su mezquindad en causas nobles: era mejor dar el dinero a los pobres, ¡cuando nadie había amado tanto a los pobres como Jesús! Con su perfume, la mujer ungió a Jesús. ¡Qué ironía! Jerusalén quería mostrar que Jesús no era el Mesías, es decir, el ungido (en hebreo); Roma quería mostrar que no era rey, y Jesús ya había sido ungido como tal en la cabeza por una mujer. Matando a Jesús Roma y Jerusalén hicieron visible y universal el mesianismo y el reinado de Jesús: la resurrección lo confirmó. Muriendo, vivió, ¡qué desconcertante ironía!


“Se anticipó a mi muerte ungiendo mi cuerpo para la sepultura”. Así interpretó Jesús el gesto de la mujer. Y su propia muerte llena de sentido y de esperanza, que la resurrección, la fragancia de la misericordia de Dios, ha confirmado. Quisieron matarlo, y vive para siempre, en la casa de Simón, el leproso, que es la Iglesia, la comunidad de los salvados, de los ungidos con Jesús y en su nombre, de los que comparten su destino como el frasco de alabastro, y se esparcen como él como fragancia de eternidad; la Iglesia que es como la mujer, que irónicamente no tiene miedo de romper sus miedos ni sus prejuicios, para que nada pueda impedir que se esparza la misericordia; la Iglesia de la que sólo se guarda memoria cuando ella misma guarda la memoria de Jesús y predica su evangelio con la misma valentía, con la misma intensidad, con la misma pasión; por eso no importa su nombre, porque si tuviéramos su nombre, sólo ella sería la mujer. Pero ella es la Iglesia, la Iglesia que parte el Pan de su Señor y sirve su Vino generosamente para alimentarnos. Ella somos nosotros. Estamos listos. Hemos aflojado los músculos del corazón. Vayamos al encuentro del crucificado. Y de la fragancia de su perfume, que destruyó juntos, al pecado y a la muerte. ´ J﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽eara la sepultura, asípara la sepultura, asnado de escausas nobles: era mejor dar el dinero a los pobres, ¡cuando Jesl

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