Jn 18,1 - 19,42
Largo el relato de la pasión, que escuchamos este viernes santo. Largamente habría que contemplar el misterio del Señor Jesús muerto en cruz. Del relato de san Juan, que escuchamos cada tarde de viernes santo, me ha llamado siempre la atención el comentario del evangelista en 19,37, casi al final del relato de la pasión y muerte de Jesús. El evangelista comenta que él mismo ha contemplado lo que ha narrado, y acota que así se ha cumplido la Escritura, y cita al Profeta Zacarías: "Mirarán al que traspasaron".
A eso nos invita el evangelio y la Iglesia en este día: A mirar al traspasado, al crucificado, al que murió y al que mataron. A mirar con la mirada contemplativa del discípulo que se sabe amado por su Señor. Y esto lo cambia todo: la mirada del amor. Mirar con amor al crucificado lleva a reconocer en él el amor de Dios, lleva a reconocer en él a Dios, que es Amor. Quien contempla a Jesús crucificado con amor, sabe que Jesús se entregó a la muerte por amor; sabe que quien lo mató en la cruz lo hizo por la falta de amor.
Quien contempla con la mirada del discípulo amado, no se equivoca en lo que llama amor. Esta misma noche he recibido un correo que narra a Jesús negociando con el diablo. El diablo le dice a Jesús que ha seducido al ser humano con el mal, y que el ser humano ha caído; para rescatarlo, Jesús pide al diablo que ponga el precio, y éste pide toda la sangre de Jesús. Para llegar a esta ridícula y tonta historia que ni de lejos se asoma al Evangelio, hace falta contemplar al crucificado con una mirada miope y turbia. En este absurdo cuento: el diablo tiene más poder que Dios; nosotros somos marionetas del diablo, y Jesús es un pusilánime que cede a los chantajes. Y así se explica que Jesús murió por nuestros pecados. Y todavía el correo amenaza con que quien no reenvíe este mensaje será negado por Dios y visto por Él con vergüenza. Luego por qué pierde uno la fe, si a semejante disparate doblemente chantajista se le puede llamar fe.
¿Entonces Jesús no murió por nuestros pecados? Sí. Porque lo mató el pecado concreto de hombres que se negaron a aceptar que Dios es bueno, que es amor nítido, absoluto e incondicional; porque vieron amenazado su poder si aceptaban el reinado de un Dios como el que transparentó Jesús en su vida histórica: el que libera al oprimido; da de comer al pobre, al huérfano, a la viuda y al extranjero (al que hoy llamamos "mojado"); al que venda corazones rotos; al que perdona todo siempre; al que nos llama amigos y hermanos; al papá que nos cubre de besos, al pastor que nos lleva en sus hombros; al que se entrega como pan y vino.
Mirar al crucificado con la mirada del discípulo amado lleva a reconocer que el Padre nos entregó a su hijo; que nos lo entregó vivo para darnos vida y vida en plenitud (Juan 10,10). Jamás el Padre entregaría a la muerte a ninguno de sus hijos, otro disparate que lastima nuestra fe y, más importante, lastima al corazón del Padre.
Contemplar al crucificado supone contemplar su costado abierto, su corazón traspasado. Reconocer la inocencia de quien no cometió ningún mal y sin embargo murió como un maldito (Deuteronomio 21,22-23); contemplar con la mirada del amado lleva a comprender que Dios vio con dolor la muerte de su hijo, pero vio con agrado la absoluta confianza de Jesús en Él; la total valentía con se mantuvo fiel a su misión de transparentar el amor de Dios.
Contemplar con la mirada del amado implica reconocer que el Cuerpo de Cristo que camina en la historia, el Pueblo de Dios, sigue siendo crucificado. Este Cuerpo de Cristo que es la Iglesia y es el Pueblo sufre violencia y muerte; es abusado, silenciado, maltratado, herido, injustamente condenado; absurdamente asesinado. Jesús pudo haber huido, pero no lo hizo; quizá Dios pudo haberlo bajado de la cruz, pero no lo hizo; y si así lo hubiera hecho, Dios no sería un Padre bueno, sino un padre selectivo y discriminador, que ayuda a sus hijos "de primera", y abandona a sus hijos "de segunda".
Pero Jesús, que nos amó en el mundo, llevó su amor hasta el final: hasta dar la vida en la entraña de la muerte. Los que hoy sufren, los que hoy cierran los ojos sin haber visto en este mundo la justicia, los que mueren antes de tiempo, los que ven la vaciedad de sus manos sobres sus mesas vacías, los que la enfermedad encadenó en cama para esperar la muerte, los que ven la historia como un estúpido signo de interrogación que diluye la esperanza, nos piden ser contemplados con la mirada del amado para reconocer en ellos al único Crucificado de todos los tiempos.
Otros disparatados dicen que, al estar en la cruz, Jesús veía todos los pecados de cada uno de todos los seres humanos de todos los tiempos, y cada pecado era una espina en su corona. Y que uno debe sentir dolor y vergüenza por ello. Pero el que contempla con la mirada del amado sabe que no es verdad, porque Jesús en la cruz no ve, espera ser visto, contemplado; porque en el corazón traspasado del crucificado sólo hay intenso amor, y el amor todo lo comprende y todo lo perdona.
Quien contempla al crucificado con la mirada del amado, sabe que en la cruz está clavado también el Padre; que está recibiendo con su abrazo y con sus besos, en el abrazo y en los besos de María, el cuerpo traspasado de su hijo; del Hijo muerto aquella primera tarde de viernes santo, y de este hijo que es su Pueblo en el largo viernes santo de la historia. Y lo más importante de todo: quien contempla con la mirada del amado sabe que al Crucificado le espera la vida plena del Resucitado, y esta esperanza le da el gozo y la fuerza para enfrentar la cruz, sabiendo que el Padre nos bajará de ella con el cuerpo glorificado y las heridas curadas. Amén.
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