Juan 20,1-9
Jesús, el hombre que murió crucificado como un maldito, vive; fue levantado de entre los muertos por el Padre, que es bueno y es Amor y Vida. Jesús vive; vive porque su propuesta de vida como plena y total realización humana desde el amor y la fraternidad fueron validadas por el Padre, y por eso, su rescate de la muerte es también la vindicación de su predicación y su acción, que Jesús mismo llamó "el reinado de Dios".
Sin embargo, la resurrección a veces es vista de manera incorrecta o distorsionada. La resurrección de Jesús debe ser contemplada con la misma mirada amorosa del discípulo amado, con la misma mirada con que se contempla al Señor Crucificado. Pero el relato de la resurrección, tal como lo presenta el cuarto evangelio, amplía la mirada: no es sólo la mirada del discípulo amado, que corre a contemplar, y viendo cree, porque sabe interpretar los signos que le dicen que la muerte ha sido destruida; hay que tener también el corazón siempre fiel de María Magdalena, que no se mueve del sepulcro porque para ella era el último vínculo que le quedaba con Jesús; hay que tener el coraje y la valentía de Pedro, que aunque lento, entró al sepulcro, al hueco de la muerte, para comprender que ésta no podía contener a Jesús.
Los tres personajes: Magdalena, el Discípulo Amado y Pedro son símbolos de la Iglesia, los tres son la Iglesia, y sin uno de los tres la Iglesia está incompleta. Y es que sólo se puede ser fiel si se es valiente, y sólo se puede ser verdaderamente valiente (no temerario) cuando se ama, porque el corazón que ama sabe que el amor todo lo vence, y espera con paciencia y fidelidad lo que su corazón sabe que llegará, porque ha visto los signos y cree que éstos le hablan de vida y de amor: de Jesús, que vive y es Maestro y Señor de Vida Plena.
Y en este relato, no deja de llamar la atención el protagonismo del gran "ausente": Jesús. El Discípulo Amado fue testigo y narrador de un milagro impresionante: la vuelta a la vida de Lázaro. Este testigo nos cuenta que Lázaro salió del sepulcro aún envuelto por las vendas. Y este mismo Discípulo, ante el sepulcro de Jesús, atestigua sólo vendas en el suelo y un sudario cuidadosamente doblado en sitio aparte. Lázaro fue prisionero de la muerte, y Jesús lo rescató de ella. Pero a Jesús nada lo ata, nada lo retiene, es plenamente libre; está plenamente vivo. Porque Él es la Vida y la Libertad. Por eso la suya es verdadera Resurrección, y no una revivificación como la que se nos cuenta de Lázaro. Por eso, como nos damos cuenta leyendo la continuación de la narración evangélica, nadie es capaz de reconocer a Jesús resucitado a simple vista, ni siquiera de reconocer su voz; María Magdalena sabrá que es el Señor, ¡al que confundía con un jardinero!, cuando escuche su nombre pronunciado por los labios del Resucitado.
La manera en que Dios dice nuestro nombre; ¡en que Dios nos dice! ¡Nosotros somos Palabras del Señor! La Palabra del Señor, Palabra de Vida, es lo que cambia todo y lo que sostiene toda fe y toda esperanza, es Él; el corazón no se equivoca: Jesús vive, es distinto pero es el mismo: Somos nosotros, los que, sepultados con Él en el bautismo, compartimos con Él por el bautismo la vida eterna; somos el Cuerpo Crucificado y a un mismo tiempo el Cuerpo Glorioso del Señor de la Historia. Por eso, los seguidores de Jesús contemplamos con amor, audacia y fidelidad los signos que nos hablen de Dios en nuestra vida y en nuestra historia, aun en nuestros propios sepulcros; por eso buscamos pronunciar palabras de vida, y realizar actos de curación, actos que devuelvan la vida en abundancia que Jesús vino a traernos. Porque en nosotros se transparenta la vida y la presencia del Señor Resucitado.
Contemplemos y gocemos: ¡Es Él, somos Él, y está vivo! ¡Vida nueva para todos!
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