Juan 20,19-31
Pudo haberles dicho muchas cosas. Sus discípulos lo habían abandonado, pudo haberles gritado que eran unos cobardes. Pedro lo había negado y los demás no hicieron nada para impedir su muerte, Jesús pudo haberles reprochado que no hubieran perserverado con él hasta el final. Pudo también haberles dicho que los perdonaba, pero decir "los perdono" habría implicado un cierto reproche, un cierto echarles en cara su abandono y su cobardía. Pero no, el Señor Resucitado los sorprendió y les dio el saludo más común pero también más inesperado: "¡La paz esté con ustedes!"
Ya lo expresaba el canto del profeta Isaías (53,5): "Con sus heridas nos sanó". En efecto, de las heridas del Crucificado, contemplado con amor, sólo puede deducirse la profunda compasión con que Dios ha caminado siempre con su pueblo. De las heridas glorificadas del Señor sólo puede brotar la paz que todo lo sana. En Jesús no hay reproches, nada nos echa en cara. En Jesús incluso el perdón está por demás asumido, los que necesitamos perdonarnos y reconciliarnos somos nosotros, y sólo podremos hacerlos auténticamente cuando experimentemos entre nosotros la reconciliación y la paz que nos regala el Señor. Y como en un círculo virtuoso, vivir la reconciliación con los hermanos nos hace experimentar con mayor intensidad la comunión con el Dios de la Vida.
Nuestro país anhela vivir en paz, nuestro país necesita la paz del Señor. No parece que podamos lograrla si no es como regalo de Dios; y no parece que podamos descubrir la paz como don del Resucitado, si no partimos del encuentro contemplativo de la víctima herida y rescatada de la muerte. La verdadera paz requiere que contemplemos el dolor y las heridas de tantas víctimas en nuestra sociedad: víctimas de la violencia, de la injusticia, de falsas promesas de placer y felicidad, y dejar que en ellas venga a nosotros el Señor Resucitado. Buscar culpables y deslindarnos de las propias responsabilidades puede aquietar un poco la conciencia, pero difícilmente la dejará verdaderamente en paz.
Fue la experiencia de Tomás. Le hemos reprochado duramente a lo largo de la historia su falta de fe en la Resurrección del Señor, y hemos creído que cuando Jesús se le apareció lo regañó por incrédulo. Tomás era un hombre apasionado, y quería sinceramente a Jesús. En este mismo evangelio escrito por el Discípulo Amado encontramos un dato interesante de Tomás. Cuando a Jesús le avisaron de la enfermedad de Lázaro, estaba oculto y no podía ir a Jerusalén o sus alrededores, pues corría peligro. Pero Jesús decidió finalmente ir adonde estaba su amigo Lázaro para darle vida, y los discípulos trataban de disuadirlo. Entonces Tomás dijo a los demás: "Vamos también nosotros a morir con él".
Tomás sabía que había fallado. Habiendo sido primero valiente para acompañar a su Maestro y compartir su destino, finalmente huyó y no murió con Jesús. Tomás se reprochaba a sí mismo. A mí me gusta leer el evangelio imaginando el diálogo de Jesús con Tomás no como un regaño, sino como un reencuentro entre dos amigos que se amaban intensamente. Intensamente quería Tomás a Jesús, intensamente le dolía su muerte e intensamente deseaba experimentar y comprobar por sí mismo lo que los demás le decían: ¡que Jesús, su gran amigo, su Maestro, estaba vivo!
Tomás se acercó al misterio de la Vida desde la contemplación de las heridas, ¡por eso quería palparlas! ¡Y por eso Jesús, sonriente, se dejó ver por Tomás, y le habló con cariño, lo miró con el mismo amor de siempre y le regaló su paz! Hoy muchos hombres y mujeres que han amado intensamente a Dios se preguntan por Dios, quieren saber dónde está, quieren experimentar en sí mismos lo que otros cuentan. Tomás marca un camino para ellos: palpar las heridas del Señor en su Cuerpo doliente en la historia y desde ahí seguro que se toparán con el Resucitado y vivirán plenamente su paz. Sus heridas habrán sido curadas y confesarán con emoción: "¡Señor mío y Dios mío!"
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