Juan 1,1-18
Todos tenemos vicios; quien más, quien menos; algunos presumibles, otros inconfesables. Todos han de ser caros. Yo compro libros, aunque no haya acabado de leer los que tengo. No son sólo los libros, también tengo un enorme gusto por las letras y las palabras; me gusta escribir con plumas fuentes. Así que entre los libros que tengo, hay algunos de filología; de vez en cuando me gusta indagar y bucear en el origen y la historia de las palabras; tengo un libro interesantísimo sobre la historia de la escritura. A estas alturas de la vida, nadie duda que el lenguaje es algo muy humano; y que en comparación con la comunicación básica e intuitiva de los animales, nuestro lenguaje, que se mueve entre lo escrito y lo simbólico, traspasando lo meramente tangible, es único.
Tengo, por supuesto varios libros sobre comunicación oral y escrito, alguno incluso sobre comunicación no verbal; libros de oratoria y también de redacción. No hace mucho que me llamó la atención un Manual de comunicación profesionalpublicado por Larousse llamado dilo BIEN y dilo CLARO, con el título en letras rojas sobre fondo blanco, no pude no reparar en la ironía, pero también en el eficaz impacto del juego de palaras escritas alternadamente con mayúsculas y minúsculas, destacando lo bien y lo claro que tiene que ser la comunicación profesional.
Dilo bien y dilo claro. Hasta parecen palabras con las que Dios, en su eterno ser trinitario, se haya hablado a sí bien. “¿Cómo decir a los hombres lo que soy para ellos y lo que siento por ellos?”, habrá preguntado el Padre. “Como quieras, pero dilo bien y dilo claro”, le habrán respondido el Espíritu Santo o el Hijo. Y así, tras algunos balbuceos en la contemplación mística de la creación y en los mensajes de los profetas, Dios se dijo a sí mismo; el Padre dijo a Jesús, pronunció a Jesús y, para poder decirse y resonar en nuestra historia, con la fuerza del Espíritu Santo, la Palabra se hizo carne. En Jesús, Dios se dijo bien y se dijo claro.
Sólo entonces pudimos entendernos bien, algunos han distorsionado el mensaje y de repente parece que no es muy claro. Pero, ¿cómo podía Dios mostrar su señorío desde lo débil y lo pequeño, si no era haciéndose débil y pequeño, naciendo en un lugar débil y pequeño? ¿Cómo podía Dios mostrar que no es una presencia incómoda ni una amenaza para nosotros, si no era ofreciéndose a sí mismo desde la compasión y la solidaridad extremas? ¿Cómo podía Dios mostrar que nuestras vidas para Él son motivos de fiesta y alegría, sino haciendo fiesta y alegría en cada encuentro con nosotros? ¿Cómo podríamos saber que Él no manda las enfermedades, sino se acercaba a nosotros para cuidarnos y curarnos de ellas? ¿Cómo podíamos entender que Dios no siente asco ni desprecio por nadie, si no era tocando nuestra carne leprosa y comiendo con nosotros lo que nosotros mismos poníamos sobre la mesa? ¿Cómo podíamos entender que Dios no viene a competir con nosotros ni a tomar venganza de nada, si no lo hubiéramos crucificado? ¿Cómo entender que la violencia nos destruye, sino aceptando por amor ser violentamente asesinado? ¿Cómo comprender que, con todo, tenemos esperanza y derecho a la justicia si no nos hubiera hablado Resucitado, si no hubiéramos comido y bebido con él después de la resurrección?
Todo eso nos lo dijo de manera sencilla para que lo entendiéramos todos, bien y claro. Es una lástima que esta Palabra que es también Luz no haya sido recibida y acogida por todos, comenzando por los suyos.
No es curiosidad que Dios sea Palabra, y que algo que nos defina como humanos sea precisamente el lenguaje. Sólo por esto, tendríamos que revisar con mucho cuidado lo que decimos de Dios y lo que decimos también de nosotros mismos. La palabra nos une con Dios; nos diviniza; y el silencio, que también es importante, acompasa nuestro corazón al ritmo del corazón de Dios, que es su Espíritu.
“¿Cómo salimos del silencio?, ¿cuándo comenzamos a hablar? ¿Por qué creamos un vocabulario? ¿Por qué pronunciamos palabras?”, con estas preguntas, inicia Carlos Fuentes el prólogo para el libro Cinco mil años de palabras, escrito por el músico Carlos Prieto. Nosotros creemos y confesamos que salimos del silencio cuando Dios nos amó y en su amor nos pronunció y pronunciándonos nos creó. Que comenzamos a hablar porque nos dio su Espíritu y movidos por su Espíritu nos hicimos de un lenguaje de creación, compasión, ternura, amor misericordia, pero heridos como estamos por el pecado, distorsionamos el lenguaje y lo hicimos también, en algún momento, arma de destrucción, a través del insulto, la amenaza, la mentira y la calumnia.
En Jesús, Dios ha venido a corregir y a depurar nuestras palabras y a depurarnos a nosotros mismos, que somos el lenguaje con que se va escribiendo la historia. Afirma Carlos Prieto:
“Las lenguas son uno de los dones maravillosos del ser humano. Nos permiten comunicar las ideas más complejas y sublimes y absorber conocimientos en los más variados campos. sin ese don no existirían las pirámides egipcias, el Paternón, la música de Bach, la Capilla Sixtina, los calendarios mayas, las computadoras, la exploración del espacio…” Nosotros decimos además, gracias al lenguaje y al lenguaje de Dios, existimos nosotros mismos.
En mi último viaje a Europa me di cuenta de la cercanía lingüística que tienen algunos pueblos. Hay un libro, simpático e interesante, Lingo. Guía de Europa para el turista lingüístico, de Gaston Dorren. Afirma que hay dos grandes familias lingüísticas en Europa, la indoeropea, a la que pertenece el español; y la finoúgria. De la nuestra dice que: “su historia es como la de cualquier otra saga familiar, en la que aparecen los patriarcas más conservadores (lituano), los mozos pendencieros (rético), los hermanos como gotas de agua (las lenguas eslavas), los primos olvidados (osetio), los huérfanos (el rumano y otras lenguas balcánicas) y los niños a los que les cuesta salir de las faldas de mamá (francés)”.
Con sus parábolas y en sus gestos, en Jesús Dios nos ha dicho que somos familia, como todas las familias. Sólo que no estamos llamados a ser familia de cualquier manera, sino a ser familia de Dios y eso ha de llevar a amarnos con el amor de Dios. ¡Pero somos humanos!, dirá alguno. Cierto. Pero si podemos aprender a hablar y escribir, que son dones de Dios, también podemos aprender a amarnos como ama Dios. Un día, escribiendo nuestra historia entre el Alpha y la Omega, alguien dirá si lo logramos.
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