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Hermoso, no resignarse a olvidar

Lucas 21,25-36

Una mujer perturbadoramente guapa, Adela de Otero, la que un día envío una tarjeta a don Jaime Astarloa, maestro de esgrima, de la escuela francesa, en Madrid, segunda mitad del siglo XIX. La cita a la que fue convocado el maestro tenía la intención, por parte de ella, de que él le enseñara su famosa estocada de los doscientos ducados, una estocada de su invención, imparable excepto para quien la conozca, que sólo eran unas diez o doce personas, e impracticable para quien no dominara el arte de la esgrima. Los doscientos ducados eran el precio fijado por el maestro para enseñarla, una pequeña fortuna. Ella ofrecía pagar lo doble. 

Don Jaime representaba no sólo lo mejor, sino también lo más clásico de la esgrima, así que se rechazó de manera cortés pero contundente la posibilidad de entrenar a una mujer y de regatear como comerciante lo que él llamaba “el santo grial” de su saber. Pero la mujer no se desistió de su objetivo. Se presentó al día siguiente en casa del maestro. Fue recibida con la misma cortesía con que había sido rechazada como alumna. Y como quien pregunta qué piensa del nuevo presidente, o qué le parece el clima, o cuál es su comida favorita, Adela de Otero preguntó al maestro qué haría él en tales y cuales lances de florete. Su atrevimiento y la precisión técnica de sus preguntas y réplicas, le ganaron una cita al día siguiente para ser probada en el ejercicio, en el salón del maestro, donde se mostró no buena, sino extraordinariamente buena, desafiante, como si se tratara de otra persona. Ganó el lance, no en el salón, sino en el corazón del maestro. Le daría a conocer la técnica de su santo grial. 

La historia es de Arturo Pérez Reverte, de su novela El maestro de esgrima, que compré y leí hace más de veinticinco años, cuando me inscribí al taller de esgrima en la Prepa 6, buscando estar en la selección para evadir la clase de educación física. No es que fuera bueno, ni sintiera atracción por las armas blancas. Me habían dicho que el maestro era muy “barco”, y que aceptaba a todo el mundo, que te pasaba sin que te presentaras al entrenamiento, con tal de que no estorbaras. Sólo había que tener una primera sesión con él, enfrentarlo en un lance, y ¡listo! “¡Fácil!”, dije yo. Sorprendentemente para mí, al final de mi primera sesión, el maestro, Roberto se llamaba, me felicitó por mis aptitudes, dijo que le gustaba mi figura de esgrimista y me pidió incorporarme al equipo, ello suponía asistir a los entrenamientos respectivos cada semana. Es decir, lo contrario de lo que buscaba. No lo pensé mucho, en realidad el corazón ya había tomado su respuesta: ¡dije que sí!

¿Por qué? La emoción de la adrenalina, quizá; la desconocida sensación de tener un florete, una espada, un sable, en la mano; el sudor bajo el peto y careta, la responsabilidad de portar un uniforme; la certeza de que antiguamente lo que estaba yo aprendiendo servía no para pasar el tiempo, o para hacer un poco de ejercicio, menos aún para evadir la clase de deportes. Se trataba literalmente de un ejercicio en el que te jugabas la vida; el arte preciso, elegante e incluso ético de salir, como decía el maestro Astarloa, de vencer y salvar la vida, y matar si sólo si no había más opción, por algo tan grande, tan importante, tan único, que valiera la pena arriesgar la vida. Pensé en los templarios, en su amor a Jesús, el Señor, y a sus hermanos cristianos en la fe, en su disponibilidad de dar la vida para que otros, que doblaban la rodilla al nombre de Jesús, pudieran hacerlo en Tierra Santa, ahí donde el Hijo de Dios se hizo carne; donde el Maestro dio predicó las bienaventuranzas; donde el Amigo fue crucificado, en el sepulcro que recibió su cuerpo del Señor. Me pasó lo que al Padre Pluche, personaje de Océano Mar, de Alessandro Baricco, que las palabras pasaron del corazón a la boca y cuando el cerebro se dio cuenta, ya estaba dicho lo contrario de lo que él había pensado. 

En ese contexto leí El maestro de esgrima. Me emocionó mucho no tener que recurrir a una enciclopedia para conocer y visualizar todo lo que en ella se relataba; ya era yo esgrimista, además uno muy técnico, porque preferí la elegancia del florete, frente al oportunismo de la espada y la furia agresiva del sable. Ayer en la tarde, en el vuelo de regreso a México, desde San José de Costa Rica, me puse a repasar los libros no leídos de mi kindle. Justamente, se me antojaron dos libros de mi época de preparatoriano: La borra del café, de Mario Benedetti, y El maestro de esgrima. Decidí, como método de elección, leer unas páginas de ambos y ver cuál me atrapa más rápido. Elegí primero la novela de Benedetti. Luego la de Pérez Reverte. Confieso que ya no dejé de leerlo hasta que el avión aterrizó.

Hay una escena, después de aprender la estocada de los dos mil ducados, cuando ya el maestro entrena regularmente a Adela de Otero, después de la sesión del día, antes de que ella se retire, en que ella se sintió un poco mal y el maestro de ofreció un poco de coñac para recuperarse. Aprovecharon para platicar, y platicaron del pasado del maestro. 

—Es hermoso no resignarse a olvidar —dijo la joven al cabo de unos instantes.
Hizo él un gesto de impotencia, dando a entender que nadie podía escoger sus propios recuerdos. 

Es hermoso no resignarse a olvidar. Los primeros seguidores de Jesús, los primeros cristianos, hombres y mujeres cuyas vidas cambiaron cuando de muchas maneras sus vidas quedaron cruzadas por el encuentro con Jesús, con su mirada, con sus palabras, con la ternura y las fuerzas de sus gestos, cuando comieron y bebieron con él, del pan que él partía, de la copa que él llenaba. Tras la muerte del Maestro en la cruz no bastaba saberlo y experimentarlo vivo como Señor de la historia, que habría de volver un día. Como ese día no llegaba, había que mantener vivo el recuerdo de Jesús, el desafiante y peligroso recuerdo del Maestro. Nosotros, la Iglesia, somos una comunidad de hermanos que vive lo hermoso de no resignarse a olvidar. Que vive para que el mundo conozca y la historia no olvide a Jesús, al que dejó el cielo por la tierra, al Hijo de Dios que tomó nuestra carne solidario en dolor, en la violencia, en la injusticia y en la muerte; al que vino y volverá.

Los verdaderos maestros sacan lo mejor de nosotros. El maestro Roberto era “barco” sólo en apariencia, únicamente se tomaba en serio a quienes se tomaban en serio la disciplina que él enseñaba; respetaba las decisiones que uno tomaba. A mí me propuso ser parte de su selección. Haciéndome entrar en mi propio corazón, poniéndome de frente al misterio de la vida en su fragilidad y en su necesidad de sentido, dándome la oportunidad de andar un camino cuesta arriba, de aprender lo que nunca pensé que aprendería y lograr lo que nunca pensé que lograría, hizo de mí una mejor persona. Hoy lo reconozco y lo agradezco. 

Lo mismo y más hizo y sigue haciendo Jesús con los suyos. Recordamos a Jesús, que trajo a nosotros el Reino de Dios. Recordamos y celebramos a Jesús que cambió nuestra vida; que nos invitó a seguirlo, pero respeta nuestra decisión de no hacerlo; que con su palabra, penetrante como espada de doble filo, toca nuestra corazón, nos hace entrar dentro de él, y nos pone frente al misterio de Dios y del sentido de la vida; que como buen Maestro nos hace sacar lo mejor de nosotros mismos cuando aceptamos sentarnos con Él a la mesa del Reino, en el banquete de la fraternidad, porque lo mejor de nosotros mismos está en el ser hermanos; que nos hace vencer nuestros miedos a los demás, el miedo a la compasión y a la misericordia; el miedo a entregar no de lo que sobra sino de lo que nosotros mismos necesitamos; el miedo a dar la mano; el miedo a caminar; que nos invita a jugarnos la vida por el Reino de la paz y de la justicia; el que nos invita a experimentar la fuerza de la esperanza cuando parece que todo se derrumba y las luces se apagan, el que nos dice que entonces levantemos la cabeza, porque se acerca nuestra liberación.

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