Lucas 3,7-20
Ha habido más de una ocasión, lo reconozco, en que he probado las calabacitas, y me digo a mí mismo: “¡están ricas!” Sin embargo, una oscura fuerza en mi corazón me impide alabarlas en voz alta. Creo que es el miedo que sentía cuando era niño y las calabacitas no me gustaban, y me las tenía que comer bajo la amenaza materna de traer a los danzantes para que me llevaran. Todavía escucho sus cascabeles en los tobillos y sus huarachazos en el pavimento. Y muy por el contrario, me acuerdo del filete sol que siempre me compraba mi tía Clemen algunos domingo por la tarde, antes de llevarme al circo Astros, y siento la misma alegría de entonces.
Yo no sé qué trauma tengan los liturgistas y quienes seleccionaron el pasaje bíblico que se escucha este domingo en la Eucaristía, que no comienza cuando la gente y los cobradores de impuestos preguntan a Juan qué debían hacer, sino cuando el Bautista predica gritando: “¡Raza de víboras!, ¡hipócritas!” Y anuncia como inminente el fin del mundo. Es entonces que le preguntan: “¿qué debemos hacer?” Lo que los mueve es el miedo.
El inicio del evangelio de Lucas está trazado por una secuencia de planos paralelos entre Juan y Jesús. Se anuncia la concepción de ambos, luego su nacimiento, luego su retirada al desierto y su respectivas predicaciones. Pero en las escenas de Jesús, siempre aparece una palabra que no aparece en las de Juan: alegría. El Ángel Gabriel pide a María que se alegre; María misma dice a Isabel que su espíritu está lleno de alegría; cuando les anuncian el nacimiento de Jesús, los ángeles dicen a los pastores que tienen para ellos una gran alegría. La presencia de Jesús, el encuentro con Jesús, siempre detona la alegría. En Jesús, Dios nos ve con infinita alegría, como la mujer que se alegra cuando encuentra la moneda que se le había perdido, como el pastor que sale por su oveja perdida, como padre que corre al encuentro del hijo que se había alejado. En Jesús, misericordia y alegría van de la mano.
Cuando Jesús entra en casa de Zaqueo, que también era cobrador de impuestos, éste se siente tan alegre, que no tiene necesidad de preguntar qué debe hacer: ya sabe que dará la mitad de lo que tiene a los pobres, y devolverá cuatro veces lo que ha robado. Con esas proporciones, quizá se quede sin nada. Y qué importa, si se ha quedado con Jesús.
Dicen algunos que lo contrario del amor no es el odio, sino el miedo. Porque el miedo nos encoge, nos encierra dentro de nosotros mismos. En cambio, el amor nos expande, nos lleva siempre al encuentro de los demás. Sor Lucía Caram es una monja argentina que vive en Cataluña. En su libro A Dios rogando, cuenta que fue a un evento de la Coca Cola que tenía por lema: “La felicidad es más cuando se comparte”. En dicho evento reflexionó sobre la diferencia entre dar y compartir. Dar, para ella, supone relaciones de verticalidad, puesto que al dar lo que yo tengo al otro que no tiene, me pone a mí en una situación de superioridad. En cambio, el compartir siempre es horizontal y siempre se da entre iguales.
Sor Lucía cuenta una historia ocurrida en África. Un antropólogo reunió en una aldea muy pobre, aquejada constantemente de hambre, a un grupo de niños. Puso varios metros delante de ellos una canasta, y les indicó que el primero de ellos en llegar a la canasta, se podría quedar con todo lo que contenía. Pero los niños se entrelazaron de los brazos y corrieron juntos a la canasta. Vivimos en una sociedad de consumo que nos ha hecho creer que somos más cuando tenemos más; y poco a poco nos enrolamos en una dinámica de rivalidad que busca no sólo tener más, sino que para conseguir este más, arrebatamos al otro lo que tiene. Adam Smith fue claro cuando teorizó sobre este sistema “liberal” de mercado: que potenciar el egoísmo en cada uno nos llevaría a todos a buscar el máximo de bienestar, y la suma de estos bienestares individuales sería en automático el máximo de bienestar social. Pero el egoísmo es nuestro pecado, no nuestro estado natural, ¿por qué, entonces, tendría que sorprendernos, haber llegado a los niveles de pobreza generalizada, desigualdad social y violencia que hoy vivimos?
En Jesús, Dios se nos ha regalado. No sólo nos ha regalado bienes como su amor, Él mismo se nos ha regalado. Un día, señalando la imagen del Niño Jesús, preguntó Mafalda a su mamá: “¿O sea que la navidad viene a ser cumpleaños?” “¡Claro!”, le respondió. Continuó Mafalda su reflexión: “Pero… ¡cómo! ¡Entonces los regalos de navidad deberían ser para él!, ¿por qué son para la gente si el que cumple años es él?” Respondió su mamá: “Porque la gente demuestra su alegría por el cumpleaños de él regalándose cosas. ¡Es una costumbre!” “¡Yo diría más bien que es una avivada!”, concluyó Mafalda.
Desde cierto punto de vista, se nos ha dicho que la evolución está marcada por la ley del más fuerte, y que los débiles desaparecen. En realidad, enfocando desde otro ángulo, la historia nos demuestra que a lo largo de la evolución han sobrevivido los grupos humanos que tienen la mayor capacidad de aglutinarse y solidarizarse entre ellos. Los que se fueron por la libre como individuos, confiados a sus solas fuerzas, terminaron por desaparecer. En la historia de la Iglesia ha pasado lo mismo. Al inicio hubo una diversidad de maneras de creer en Jesús. Terminó por imponerse aquélla, centrada en la conciliadora figura del Apóstol Pedro, que tuvo la capacidad de integrar en sí misma la mayor diversidad de grupos cristianos.
Las matemáticas de Dios son distintas de las nuestras, al menos las de la sociedad neoliberal. Puede que dividir nos deje menos de lo que tenemos. Pero la alegría, el amor y la felicidad se multiplican; son más cuando se comparten.
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