Juan 20,19-31
Fue en el primer semestre del ciclo escolar 2002-2003, cuando, en el último año de los estudios de Filosofía, tomé la materia de Reflexión Filosófica sobre Dios, con el xaveriano Carlo Mongardi, todo un personaje. Para terminar el reporte de lectura del filósofo en turno y su reflexión o imagen de Dios, uno como alumno tenía que buscar en el cancionero no religioso una canción cuya letra reflejara la imagen de Dios de tal filósofo. En ese ejercicio fue como aprendí a escuchar las canciones de Fernando Delgadillo en clave religiosa, quién sabe qué pensará Delgadillo al respecto. Pero no se me ocurre, por ejemplo, que "Entre pairo y derivas" hable de otra cosa, sino de Dios. En el álbum del mismo título, del año 1997, Fernando incluyó una canción llamada "Bienvenida", cuya ocasión desconozco, pero compendia en pocas palabras el licuado de emociones frente al regreso de la persona a quien tanto se ama y que un buen día se fue.
Pienso en Tomás y pienso en "Bienvenida" de Fernando Delgadillo. En los tiempos bíblicos los sentimientos importaban poco. En el actuar y el decidir cotidiano pesaba más el rol social. Uno hacía lo que se esperaba de su género y de su oficio. Por eso, cada vez que en los relatos bíblicos se llama la atención sobre un sentimiento estamos ante algo extremadamente importante. La narración del cuarto evangelio comienza con la indicación de que los discípulos de Jesús estaban encerrados en la casa por miedo a los judíos, ¡a pesar de que han recibido de María Magdalena la noticia de que Jesús está vivo y que ella misma lo ha visto! Como Miguelito. Un día estaba arrodillado debajo de una silla, atrás de una maceta. Mafalda lo vio, se agachó y le preguntó: "¿Qué pasa, Miguelito? ¿Qué haces ahí abajo?" Le respondió: "Tengo miedo del impuesto a todo." Si Jesús había muerto como un maldito, ellos que lo habían seguido no podían esperar menos. Pareciera que el miedo a la persecución y a la muerte violenta era más fuerte en ellos que el dolor por la muerte de Jesús en la cruz. Excepto en Tomás. Él andaba fuera, quizá porque, como nos pasa a nosotros cuando muere alguien amado, y no logramos despedirnos, por lo intempestivo o lo violento del asunto, no nos hallamos en ningún lugar y en ninguna posición; si Tomás no se hallaba en ningún lado, si le pesaba en la conciencia el haber dicho a Jesús que lo acompañaría hasta la muerte, para cobardemente abandonarlo justo en ese momento; si en él podía más el dolor que el miedo, es lógico que a pesar del peligro y de la burla, Tomás prefiriera salir.
Cuando regresa y le dicen que es verdad, que Jesús está vivo y los ha visitado mientras él estaba fuera, ¿no es lógico que Tomás sintiera ganas de haber estado ahí, de experimentar lo que los demás vivieron? ¿No es lógico que él también anhelara ver a Jesús, oírlo, abrazarlo? ¿No es lógico que su corazón sintiera el anhelo de que Jesús lo visitara cuando también estuviera él, para verlo de verdad y no nada más en sueños, como nos pasa cuando mueren nuestros seres queridos y noche a noche los soñamos vivos y nos despertamos a mitad de sueño, ansiosos y sudando, por la intensa viveza de los sueños? Pero cuando a los ocho días Jesús resucitado vuelve a aparecerse, y esta vez sí estaba Tomás con ellos, ¿quién imagina lo que sintió? Cuando mi madre murió y yo soñaba con ella y me despertaba a mitad de sueño, tenía la conciencia de que el sueño venía acompañado de una canción, que al principio no recordaba cuál era, hasta que un día la traje conmigo al mundo. Era "Bienvenida", de Fernando Delgadillo. Me gusta pensar que esta canción también describe lo que sintió Tomás:
Es de verdad, ya estás aquí.
Ha sido un largo tiempo de espera,
y la ansiedad de saber que ibas a venir
me ha puesto en un estado entre llorar y reír.
No hagas caso, ¿cómo te va?
Ven, déjame abrazarte y ya después me dirás,
siempre hay tiempo. Mentira,
la dicha se va en tantas formas;
y te fuiste tú, y el verte de nuevo me inunda
de gratitud, de ventura, de felicidad.
Es común subrayar la incredulidad de Tomás, pero yo me identifico con él, lo entiendo desde mis propios momentos de duelo, de decepción, de vacío, en el querer volver a sentir vivo al que murió.
La vida un día toca a la puerta,
nos manda llamar,
como hojas que el viento separa y
después de algún tiempo las junta,
las vuelve a encontrar.
No caben rencores, la cosa es así.
Lo único que quiero mirar
es que estás otra vez junto a mí.
A la vista de Jesús resucitado, los discípulos se llenaron de alegría, dice escuetamente el evangelio, ¡pero todo lo que eso significa! Si el Padre había levantado a Jesús de entre los muertos, eso significaba también que la maldición que creían pesaba sobre Jesús había sido anulada; más aún, la vida del Maestro, sus palabras y gestos de misericordia habían sido del agrado de Dios, no podían ser maldición, sino justo lo contrario: eran fuente de bendición. De ahí que al miedo siguiera la alegría. En primer lugar por Jesús mismo, el amigo y el amado que estaba vivo, plenamente vivo; y en segundo lugar porque el Señor había quitado el velo que les impedía ver en la cruz la culminación de una vida enteramente entregada al amor.
Me encantan los desplazamientos de Jesús hacia el final del evangelio: de la cruz, donde entregó su Espíritu a la Iglesia naciente que había gestado a lo largo de su vida, al sepulcro; del sepulcro, donde la muerte quedó vacía y se dejó ver de María Magdalena, a la casa; y de la casa, que es la Iglesia, la comunidad de los discípulos, a la historia. Que es lo que el Señor resucitado pide a los suyos: ir como Él ha ido, llevando el Espíritu de paz, de alegría, de perdón. La paz que regala el Señor no es sin más un saludo, es la paz plena que Jesús mismo había prometido, la paz que está ligada con el perdón de los pecados. De lo contrario, ¿cómo podrían los discípulos volver a abrazarse con Jesús, cómo compartir nuevamente con Él la mesa y su banquete, después de haberlo negado y abandonado? El perdón de Dios reconcilia, alegra, da esperanza y ganas de vivir y caminar. Reconcilia con la vida y lo que vida trae consigo. No cabe duda, el miedo paraliza, pero el amor destruye el miedo. El amor da perdón, paz, y alegría. Que lo diga Tomás, a quien Jesús regaló el gozo de verlo y tocarlo nuevamente.
Uno no sabe qué decir, la ocasión
amerita una celebración de emociones
de hablar y escuchar, ¿qué te puedo contar?,
si no sé por donde empezar.
Te puedo abrazar ya estás aquí
es tu bienvenida y yo soy tan feliz.
una enorme emoción de felicidad recorren mis lagrimas al recordar a mi padre y más aún con este comentario.
ResponderEliminarmuchas gracias por compartirlo
Gracias. Que el Señor lo bendiga siempre.
Eliminar