Vigilia Pascual
A ojos de los discípulos, aquel viernes la muerte de Jesús era un fracaso. Lo natural era sentir vergüenza y miedo, como seguidores del Maestro no podían esperar menos, además de sufrir el rompimiento de sus expectativas. Lloraron su frustración, y comenzaron a caminar con la cabeza baja, sin saber qué hacer para recuperar el sentido de vivir. ¿Dónde encontrar lo que les había dado Jesús, a quien, no cabía duda, Dios había abandonado, y por eso había sido burlado y crucificado. Ello significaba una cosa: estaba equivocado. Y, por tanto, ellos también. Si después de la cruz vino el miedo, la vergüenza y la frustración, ¿cómo es que después de dos mil años seguimos aquí? Si la cruz significaba el abandono de Dios, ¿cómo es que seguimos invocando el signo de la cruz y lo seguimos trazando con nuestras manos sobre nuestro rostro y nuestro corazón? ¿Por qué cada vez que nos deseamos el bien hacemos el mismo signo, si era el símbolo de la vergüenza?
Hay en las redes sociales un video en dibujos animados llamado The last shot, El último disparo, sobre una niña y su cámara fotográfica, el disparo es de fotografía. La niña está feliz en su pueblo colorido, con su cámara de fotografías al instante tipo Polaroid; retrata la iglesia de su pueblo, su bicicleta, un poste con un reloj, al que ella se sube para tomarse una primitiva selfie, pero pierde el equilibrio, se va para atrás, la cámara cae y el lente se rompe y emite una fotografía desenfocada, descolorida. La niña, al ver su cámara, después de tantas alegrías que le ha dado, con dolor la echó al bote de la basura y se fue casa. Algo pasa en el bote de la basura, la cámara despierta, le salen brazos y piernas, abre el ojo; vemos cómo ve la cámara, con la realidad quebrada, diferentes líneas. La cámara, impulsada por una fuerza que no hubiéramos creído que tenía, sale del bote y corre detrás de la pequeña, quien no la ve. Cuando va a entrar a casa, triste, la cámara lanza una foto desenfocada para llamar su atención. La niña la ve, pero aún así entra a la casa. Entonces la cámara observa la foto que ha sacado, y comienza a sacar fotografías a diestra y siniestra, sin importar que sean manchas de colores difuminados, de formas desenfocadas, y comienza a arrojarlas hacia arriba. Cuando de rato la pequeña está en su ventana, una fotografía se desliza por debajo, llama su atención, ella abre la ventana y ahí, frente a ella, en la pared de enfrente, un gran collage de fotos desenfocadas que forman entre todas, nítido, claro, sonriente, de perfil, el rostro de la pequeña.
Algo así pasó con los primeros discípulos de Jesús. Pensaron que quienes encarnaban el mal en el mundo, que los que tenían poder y dinero como para comprar voluntades y marcar a su antojo el rumbo de la historia; ellos creían que habían tirado a Jesús en la basura matándolo en la cruz. Los discípulos sentían que su corazón estaba en la misma basura que el Maestro. De pronto, la fuerza del amor, el Espíritu del Padre, el poder de Dios que es bondad absoluta, hizo lo que nadie creía que pudiera acontecer: que Dios rescatara a Aquél de quien se habían desecho los que encarnaban el mal en el mundo. El evangelio usa el lenguaje de hablar de aquella época, y nos dice que ocurrió al tercer día o el primer día de la semana, pero quizá más tiempo, semanas o meses. Lo cierto es que, al cabo de pocos años, aquellos cuyo corazón se había sentido en la basura, anunciaban orgullos que aquel que había muerto en la cruz estaba vivo, y que lo habían visto y poco a poco descubierto. Lo buscaban por todos lados porque sentían que algo les hablaba, experimentaban de alguna manera la presencia del Señor en sus vidas. Se sentaban a comer y partían el pan y por un instante en el pan encontraban al Maestro. Veían sus manos y decían: "¡no son nuestras manos, son las manos del Maestro!" Y sabían que era Él quien partía el pan para ellos. Vertían vino en la copa y en ella veían al Maestro. Veían sus manos y veían las manos del Maestro. Se escuchaban hablar y de repente oían una voz distinta, que no era de ellos y que tampoco estaban imaginando. No la estaban proyectando, venía de fuera. Era la voz del Maestro que no habían podido callar en la cruz.
Entonces volvieron a releer la viejas Escrituras, a cantar los salmos, a sentir que los salmos estaban siendo cantados por Jesús mismo, y que esas palabras no podían sino venir de Jesús mismo: "¡Te alabaré, Señor, eternamente, porque no dejaste que se rieran de mí mis enemigos! ¡Porque me salvaste de la muerte!" O las profecías de Isaías: "No aparte mi rostro de los insultos y salivazos" Y entonces, como formando un collage, con los gestos del Maestro, con el Pan partido por el Maestro, con la Copa servida por el Maestro, con los salmos cantados por el Maestro, con las viejas profecías del Siervo de Dios de Isaías, poco a poco fueron viendo su imagen y dándose cuenta: ¡era Él! ¡Y ellos mismos eran Él! De alguna manera en la cruz Él les había compartido su Espíritu y su vida. Y estaban ciertos ahora que entonces también había destruido la muerte. Se tardaron en comprenderlo, pero cuando lo hicieron, cuando se supieron llenos, transidos de eternidad, cuando se supieron desbordados por la fuerza del amor de Dios, nada pudo detenerlos. Así es como llegamos a esta noche.
También a nosotros nos pasa a veces. Venimos a misa, pedimos un milagro, regresamos al hospital y nos dan la noticia, la que no queríamos. Y bajamos la cabeza y nos sentimos tristes. O alguien compra la justicia y no estuvo de nuestro lado. Y se burlaron de nosotros y nos humillaron y agacharon la cabeza. Y por más que rezamos, no llegó el milagro. Cuando los discípulos que el Maestro estaba vivo, que era Él quien les hablaba, que era Él a quien experimentaban, recuperaron el sentido de su vida. Entendieron que la resurrección de Jesús validaba su vida entera. Que su vida estorbaba y por eso lo mataron en la cruz. Pero rescatándolo de la muerte y de la humillación, haciendo del despojado el centro del universo, Dios les permitía entender que la mano misercordiosa de Jesús tocaba y curaba a los enfermos, estaba viva. Que los pies que habían caminado por la tierra de Galilea, tras cuyos pasos ellos lo siguieron, estaban vivos; que el camino estaba abierto y debía ser recorrido para que la misericordia que había caminado por Galilea caminara por todo el mundo. Jesús resucitado siguió caminando. La misericordia, la ternura, la mesa de Jesús no murieron; su pan se sigue partiendo y su vino se sigue sirviendo. Nosotros nos damos cuenta, al bautizarnos, al sumergirnos en su Espíritu, que está vivo. Y así como los primeros cristianos recontaron la historia de Jesús, sabiendo que era Él mismo, y que eso no anulaba el hambre, el desánimo o la enfermedad que habían sentido, que eso no anulaba la cruz ni la muerte en ella, al verlo nuevamente, recontaban la vida del Maestro ya sin vergüenza o resignación, lo contaban con orgullo y con profunda esperanza.
A eso mismo estamos invitados nosotros. Por eso es maravillosa esta noche. Anunciar en medio de ella que la luz no se apagó. Maravilloso entender que a pesar de nuestro dolor, nuestra historia tiene por dentro desde el bautismo la fuerza del Señor resucitado. Y es verdad, a veces la gente muere en las camas de hospital como muere en las calles por las bombas, la violencia y la injusticia. Pero toda esa historia tiene un sentido, que no es el dolor ni el sufrimiento, sino la esperanza de que el Señor Jesús está vivo, que ha destruido la muerte, que su resurrección destruye la enfermedad y la injusticia. Y así, aunque caigamos, como Él nos levantaremos. Y un día, cuando estemos en la casa de Dios, cuando abramos las ventanas y contemplemos lo que hay enfrente, contemplaremos los manchones de nuestra vida, tocada por el dolor, por la injusticia, por la violencia y por la muerte, pero con todo eso veremos, magnífica, nuestra propia imagen, nuestro propio retrato construido y sostenido por el Espíritu del Señor resucitado, cuyo amor nada pudo destruir. ¿El último disparo? No, el inicio de la nueva historia.
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