Mateo 21,1-11
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho que vivía un hidalgo, de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Aunque no hayamos leído el Quijote, conocemos el inicio de la inmortal novela de Cervantes, sobre aquel hombre de carnes secas y rostro enjuto, de bigotes largos, que del mucho leer y del poco dormir se le secó el cerebro y vino a perder el juicio. Y un buen día, por sus lecturas de caballerías, él mismo se sintió caballero y salió de su casa a combatir el mal, seguido de Sancho Panza, a quien invitó de escudero y quien creyó en don Quijote. Y conocemos también la famosa escena en la que don Quijote vio en el camino unos molinos de viento a los que creyó gigantes y, al embestirlos, sopló el viento y los molinos giraron y don Quijote terminó maltrecho. Nada pudo Sancho para disuadirlo. Parece una caricatura, una locura; pero las caricaturas ponen el dedo en la llaga, el tiro en el blanco.
Quizá pareció un Quijote, quince siglos antes de la obra cervantina, cuando Jesús, luego de tres años de vida pública en Galilea, predicando el Imperio de Dios con obras y palabras, Jesús decidió viajar a la Ciudad Santa, la gran Jerusalén, para la manifestación de dicho imperio en plenitud. La entrada de Jesús en la ciudad montando un burro es más que un gesto de humildad; es una burla hacia el Imperio de Roma. Como acontece en los países en el día en que se celebra a la propia Patria y los gobernantes encabezan un desfile militar, cuando el emperador de Roma o los gobernadores de sus provincias entraban a la capital, hacían exhibición de fuerza, de poderío militar. Tampoco dudaban en humillar a los gobernados. Es también una propuesta interesante. Jesús monta un burro, que no es suyo. Los burros son posesiones de los pobres; y a los pobres nadie los respetaba, los de poder les arrebataban los suyo. Pero el burro goza del descanso sabático. Cuando Moisés volvió a Egipto para la liberación de los hebreos, Moisés lo hizo montado en un burro. El burro es un signo de libertad, reconocida por Jesús.
Hace unas semanas, el nuevo presidente de los Estados Unidos mostró su desacuerdo, incluso su enfado, porque Europa permitía el ingreso de refugiados sirios. Apenas hace unos días nos dice que ordenó un ataque militar en Siria en respuesta al ataque a la población civil siria con armas químicas, habiendo entre las víctimas "hermosos bebes". Pareciera que quisiera que Siria y el mundo entero se den cuenta de su poderío militar, como si quisiera que recordaran quién marca el ritmo de la historia. Desde la luz del Evangelio, nosotros comprendemos que no es el poderío militar, la fuerza de las armas, lo que salva al mundo. A Siria la salvará el corazón compasivo de la humanidad; la fuerza de las armas la está destruyendo. En México hemos vivido una historia semejante. Hace ya varios años que un presidente nos dijo que había que combatir al mal y la violencia con la fuerza de las armas militares. Quería vencer la violencia con violencia. El paso de los años exhibe el cruel fracaso de esta torpe visión.
A Siria la salvará, a México lo salvará, a la humanidad la salvará la misericordia. Algunos pensarán que el mensaje de amor de Jesús y del Imperio de Dios frente al mal del mundo y de los imperios de la tierra es una quijotada, un triste combatir contra molinos de viento. Pero si mensaje es ingenuo, ¿por qué lo mató Roma? Ni el amor es ingenuidad, ni la misericordia es locura. Conforme pasen los capítulos, Sancho Panza irá creyendo en la locura de don Quijote. Lo mismo los discípulos de Jesús, lo mismo la Iglesia. Nos ha costado mucho, pero nos hemos dado cuenta que Jesús tenía razón. El Maestro enseñaba la verdad del corazón de Dios. Por eso sabemos que puede más la compasión de un corazón humilde, que la fuerza de un puño soberbio. Que se parece más a Dios el que se agacha para acariciar y curar, el que perdona incluso al traidor y al cobarde, que aquel que humilla y guarda rencor y exhibe fuerza.
En este día la Iglesia vitorea con sus ramos a Jesús, como los pobres de Galilea que acompañaron a Jesús en su entrada a Jerusalén. Aceptamos a Jesús como el Mesías Rey. Esto significa que aceptamos su mensaje de amor y misericordia; que el amor no es una locura, la ternura no es una locura, ni la misericordia una necedad. Es reconocer que el mundo necesita a Jesús y su Evangelio y al Imperio de su Padre; su caricia y su comprensión, la certeza de que somos hijos, que nuestra dignidad es inviolable y sagrada de ser su imagen y semejanza; que por ello nos ennoblece la libertad pero sobre todo la capacidad de amar que hay en nuestros corazones. Y que si Dios es amor, lo mismo entonces tiene que decirse de nosotros. Y si al vitorear su nombre doblamos nuestra rodilla, no es para reverenciar a ningún emperador de esta tierra, sino para estar más cerca de los caídos de los historia, para mejor curarlos, mejor servirlos, mejor amarlos. No es, pues, el mensaje de un loco, sino la propuesta de salvación de nuestro Señor, y ¡qué viva Cristo Rey!
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