Mateo 4,1-11
Era yo, en palabras del título de uno de sus libros, el joven aquel, de entre 16 y 20 años, cuando escuchaba por la B grande de México el programa Lo que lee el que vive, lo que vive el que lee, conducido por Ricardo Garibay y Germán Dehesa. Eran los tiempos en que iba yo puntualmente cada sábado a Coyoacán, al Hijo del Cuervo, al club de lectura Las Aureolas, fundado por Alejandro Aura. Era yo devoto lector de Ricardo Garibay. Nacido en 1923 en Tulancingo, Garibay, escritor y periodista, practicó de joven el boxeo. El 16 de octubre de 1993 publicó en la revista Proceso, de la que fue cofundador, una columna llamada "Cuentos de boxeo", en la que daba cuenta de una serie cuentos y crónicas sobre el mundo del pugilismo. Garibay apuntaba ahí que el relato de boxeo más antiguo se encuentra en el canto XXIII de la Ilíada, escrito ocho siglos antes de Cristo. Escribía además don Ricardo que luego de las 900 páginas del libro, y de sus años de vida, que el boxeo era profunda imbecilidad, nostalgia de la barbarie original, inutilidad de hombres de la que se enriquecían otros hombres cínicos y ventrudos. Un día en que Mafalda veía la televisión, su papá le preguntó: "¿Qué estás viendo, Mafalda?"; le respondió sin dejar de ver la pantalla: "La pelea". "Pero... ¡si es un teleteatro! ¿Qué pelea?", se sorprendió su papá. "La del libretista", aclaró ella. "Es apasionante ver cómo ha luchado el libretista por no caer en las garras de la inteligencia!"
A veces pensamos que esta escena de las tentaciones de Jesús en el desierto es una escena de pelea, como si de dos luchares se tratara, y a nosotros, expectadores del evangelio, nos tocara apostar en favor de uno de los dos como favorito para ganar. Lo que se disputa en la escena no es quién de los dos es más fuerte, si Jesús o el diablo. Es claro que ganará Jesús, lo sabemos; a pesar de la furia homicida, Jesús no murió antes; es como cuando le decíamos a nuestras mamás, cuando veían sus telenovelas, que guardaran sus angustias para mejores causas, que a Rosa salvaje no la podían matar en el capítulo tres, y por respuesta nos llegaba la chancla voladora. Lo que se juega en esta escena no es un asunto de poder, sino de identidad. Jesús va al desierto no por curiosidad ni por ganas. Después de haber estado con Juan en el Jordán y de haber sido bautizado por él, el evangelista nos cuenta que el cielo se abrió, se escuchó la voz del Padre que dijo de Jesús: "¡Éste es mi hijo amado! En él tengo puestas mis complacencias" Luego descendió sobre él el Espíritu Santo. Y fue este mismo Espíritu quien condujo a Jesús al desierto. Esto es, Jesús mismo fue impulsado por el amor, por la fuerza de Dios que es el Espíritu Santo al desierto de la historia, que no es otra sino la del pueblo, por eso Jesús experimentó las tentaciones que en algún momento todos tenemos.
Dos de tres tentaciones tienen el mismo punto de partida. Dice el diablo a Jesús: "Si eres hijo de Dios..." Junto con la identidad profunda y verdadera de Jesus como hijo de Dios, se disputa su consecuente manera de actuar. En otras palabras, el texto deja en claro cómo viven, cómo actúan, cómo reaccionan los hijos de Dios. Los hijos de Dios se mantienen fieles a su identidad, actúan movidos, impulsados por Dios y por su Espíritu. Lo diabólico en la escena está asociado a la estructura y a la vida del Impero Romano. Lo diabólico están en la manipulación de los que tienen hambre; lo diabólico está en el uso del nombre de Dios, en el uso de la fe, incluso de la Palabra de Dios, para manipular a los hijos de Dios. Dicho de otro modo, si alguien utiliza la Palabra para sembrar miedo y menoscabar la libertad, para amedrentar en lugar de para animar, para promover reinos que no son el reino de Dios, ese alguien está actuando de manera diabólica. El biblista Warren Carter llama la atención sobre el hecho de aquí Jerusalén sea llamada "la ciudad santa" aun cuando el poder político y religioso de Jerusalén se aliará con Roma para ajusticiar a Jesús. En otras palabras, a pesar del pecado y de la corrupción en que solemos caer, Dios no reniega de la santidad que nos ha regalado, ni se desdice del amor creador y salvador con que incondicionalmente nos ha amado.
En su tercer intento, el diablo omite dirigirse a Jesús como hijo de Dios. Con arrogancia toma el lugar del Padre y ofrece, desde lo alto de una montaña, el conjunto de los reinos de la tierra, que le entregará a cambio de que lo adore. Jesús ordena al diablo que se retire, no sin antes recordarle que sólo se puede adorar a Dios. En cambio, cuando Jesús suba a lo alto de una montaña con sus discípulos, no les hará contemplar las riquezas del mundo ni les ofrecerá los reinos del mundo a cambio de que lo adoren: les hará contemplar a la humanidad empobrecida, desposeída y humillada, pedirá ponerse al servicio de ella, y llamará felices a los que aún en la pobreza, la indefensión, la injusticia y la persecución se mantienen fieles a Dios. La retirada del diablo deja claro quién tiene la fuerza. Pero sobre todo, deja claro que Jesús no ha vendido su identidad, no la ha negociado, ni mucho menos ha renegado de ella. Su confianza, su fidelidad al Padre se mantendrán incólumes. Y eso que logró Jesús, es lo que se espera de todos aquellos que, como Jesús, somos hijos amados del Padre.
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