Mateo 17,1-13
Todos los niños de mi salón de clases queríamos ser Karate Kid. Hasta yo, que no tenía mayores aptitudes deportivas. O preciasamente por eso, si Daniel san pudo ser karateka, hasta yo podía serlo. Apenas en recientes fechas supe que la película está basada en un relato del japonés Premio Nobel de Literatura Kenzaburo Oe, que tiene el bello título A veces el corazón de la tortuga. Llegado a California con su madre, Daniel sufre pronto el acoso de violencia de una pandilla que a la menor ocasión le propina tremendas golpizas, hasta que el Sr. Miyagi, el conserje japonés del edificio donde vive Daniel, se da cuenta, lo defiende, desafía a sus agresores a un combate limpio, y después lo entrena. El inicio del entrenamiento fue desconcertante, Daniel no los entendió. Y es que el Sr. Miyagi lo puso a lijar el piso de su casa con amplios movimientos circulares de ambas manos; luego lo puso a encerar su carro, poniendo cera con la derecha y quitándola con la izquierda, también en movimiento circulares; luego pintó la casa con movimientos de brazo de arriba abajo; y la cerca, con movimientos de un lado al otro. Y cuando Miyagi regresó una noche de una jornada de pesca, y Daniel le reclamó que lo tenía como su esclavo y no le estaba enseñando karate, Miyagi le pidió repasar con él los movimientos aprendidos, Daniel pudo casi intuitivamente, parar cada uno de los golpes lanzados por el Sr. Miyagi.
Luego se lo llevó a la playa, a aprender a equilibrarse ante el embate de las olas, mientras él, sobre en tronco, imitaba el movimiento de las aves, de las grullas. Llegaron finalmente al momento del combate. Daniel san pasó las preliminares, no sin sufrir juego sucio de parte de sus rivales, y en el combate final, con la pierna lastimada, mientras la mamá y la novia mostraban en sus gestos la incertidumbre y la angustia que vivían, el Sr. Miyagi, de pie, las manos sueltas, relajadas a los lados, veía estoico el combate. Sólo hacia el final cuando Daniel tomó posición de grulla, el acercamiento de la cámara a su rostro, nos permitió ver el asentimiento del entrenador con una leve inclinación que, por otro lado, Daniel no pudo ver: estaba perfectamente concentrado en la mirada del rival. Entonces lanzó la patada, certera, en el rostro del rival, que cayó al piso. La madre y la novia corrieron a felicitar al ganador. El Sr. Miyagi, en cambio, se mantuvo en su lugar, pero su mirada estaba llena de orgullo; su sonrisa complacida, venida de un corazón satisfecho, como si en su interior gritara: "¡Éste es mi muchacho, mi discípulo!"
Así sucedió con la voz del Padre. Jesús ha anunciado a sus discípulos por primera vez que será entregado, sufrirá, le darán muerte, pero que al tercer día sería levantado de entre los muertos. Los discípulos no lo entendieron. Lo vivido arriba, en la montaña, es parte de una preparación que les hacía falta. Ahí en la montaña, nuevamente se escuchó la voz del Padre, lo mismo que en el bautismo en el Jordán, que decía de Jesús: "¡Éste es mi hijo, en él me complazco!" El orgullo del Padre no era gratuito. Desde su bautismo, Jesús vivió según el Espíritu que había recibido: actuó con misericordia, con ternura, con benevolencia, con convicción. Sus palabras hablaron del amor de Dios, de sus anhelos de justicia y bienestar para sus hijos, para todos. Pero aún faltaba la parte más difícil. Jesús estaba preparado; los discípulos, no. Lo que vivieron en el monte, la Transfiguración, era para ellos, una preparación para lo que venía, pero no lo comprendieron. Necesitaban ese anticipo de gloria para enfrentarse más tarde a la realidad de la cruz.
Y así pasa en cada vida. Necesitamos prepararnos para salir adelante en toda circunstancia. Aún las peores. En esta semana, mi hermano mayor compartía una imagen en su Facebook sobre los jóvenes parásitos que sólo estiran la mano. Recordamos los valores con que fuimos educados: trabajo, disciplina y sacrificio. Nuestros padres eran claros: no querían inútiles. Algo similar pasó con san José. Dice el P. Gabriel Rodríguez, misionero josefino, que así como en el monte el Padre dice de Jesús con orgullo: "¡Éste es mi hijo amado!", así en Nazaret, sobre un banco de trabajo, José coloca al niño al tiempo que dice fuerte: "¡Éste es mi hijo amado!". Me preguntaba Roberto O'farril en una entrevista para la televisión si yo creía que san José puso límites a Jesús, como se recomienda ahora a los papás que hagan con sus hijos. Por supuesto, le respondí. Jesús conocía los límites, por eso de adulto pudo transgredirlos con sus curaciones en sábado en la sinagoga, mostrando así que la libertad que él traía era mayor que la obtenida por Moisés para el pueblo. Seguramente la gente se preguntaría si la predicación y las acciones de Jesús estaban avaladas por Dios. El diálogo de Jesús con Moisés así lo manifiesta. La presencia del profeta Elías señala además que con el despliegue de misericordia como hace Jesús, se expresa el amor por Dios, el mismo amor intenso y apasionado que por Él sentía Elías.
Ciertamente, lo más difícil estaba por venir. Los discípulos no estaban preparados. Jesús, sí. Me comenta O'farrill que seguro si san José no hubiera muerto antes de la pasión de Jesús, no lo matan en la cruz. Yo creo que la muerte de san José expresa el respeto profundo del Padre que sabe que ha llegado la hora en que el hijo debe disputar su propia lucha; y al Padre, como a José, también su padre, les toca ver desde tribuna, como el Sr. Miyagi a Daniel. Ellos han formado, han preparado, han comunicado un espíritu. Pero es al Hijo a quien toca enfrentar su hora. Por eso imagino que en la hora de la cruz, con el corazón igualmente destrozado por el dolor, pero con la misma mirada satisfecha ante el extremo del amor y de fidelidad mostrados por Jesús, a un tiempo, con las mismas palabras y la misma emoción en la voz, el Padre Celestial y san José dijeron: "¡Éste es mi hijo amado, en Él me complazco!" ¡Qué dicha si al final de nuestra vida, en eso que llamamos el juicio final, cuando nos presentemos ante el Señor, con las marcas de nuestras propias luchas, de nuestras resistencias y caídas, de nuestros esfuerzos por amar y ser fieles como Jesús, con todo, con el corazón humilde, por veredicto escuchemos las mismas palabras: "¡Éste es mi hijo amado, tu vida me complace!"
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