Un día en casa, Susanita vio una escoba recargada en la pared.
Entonces se le presento, atrevida: “¡¡Buenas tardes, soy Susanita!!” Pero luego
se dijo a sí misma: “¡No!”. Así que se volteó y la tomó como si la abrazara de
la cintura, y le dijo: “¡Conozcámonos y páfate!” Pero puso cara triste y pensó:
“¡Menos!” Así que fue con Mafalda y le preguntó: “Vos que sabés tantas cosas,
¿cómo cuernos se hará para irrumpir en la vida de un hombre?” Dios ha irrumpido
en nuestra vida de hombres, de humanos. Ha irrumpido y ha abierto un camino. Se
dice, y se dice bien, que la cuaresma es un tiempo de preparación para la
Pascua. No es sólo un tiempo, es un camino, y este día somos invitados a
recorrerlo. El camino nos recuerda que hemos sido invitados a caminar detrás de
Jesús. Pero no de cualquier manera ni por cualquier sendero. La meta es llegar
al encuentro profundo, a la contemplación intensa de Jesús crucificado y
resucitado. Me ayuda a entender este camino el itinerario bíblico de los
domingos de este tiempo.
El punto de arranque, el pórtico es el signo de la ceniza. ¡Pero
atención! La lectura del evangelio de Mateo, que pone el acento en lo profundo
que debe prevalecer en los gestos del ayuno, la caridad y la oración, nos
advierte que lo importante no está en lo exterior, sino en lo profundo, en lo
secreto del corazón. De tal manera que lo valioso, lo importante de la ceniza
no es sin más la marca en la frente. Lo importante está en lo profundo, en lo
que queremos que asome a la frente con la ceniza.
La ceniza es un signo de nuestra propia vida. Somos el barro
modelado por Dios, el barro frágil y quebradizo que con todo ha sido tocado por
el Amor y es portador del Espíritu. Por eso la ceniza, y la ceniza en forma de
cruz sobre la frente, es también un signo de nuestro bautismo, de que hemos
sido sumergidos por el agua en el Espíritu de aquél que nos dio su vida, su
Espíritu en la cruz, destruyendo en ella la muerte y el pecado. Caemos en
exterioridades, en superficialidades, cuando queremos que la cruz nos quede “bonita”
y, a ser posible, con sello. La cruz impuesta directamente con el dedo habla
del dedo de Dios, no el dedo que juzga, sino el dedo que moldea. La cruz con el
dedo nos recuerda que somos hechura del Padre, artesanías, no productos; la
cruz rústica es única, como únicos somos cada uno de los hijos de Dios, amados
intensamente porque somos únicos, porque somos nosotros, hechura de sus manos,
amados intensamente, sin límites ni condiciones.
¿Qué la cruz no es bella? Depende de qué entendamos por bello. Su
belleza no depende de nosotros, la cruz no puede ser bella según nuestros
parámetros. Pero, ¿no es bello que alguien ame al extremo de dar la vida por su
amado, aunque el amado no le corresponda? ¿No es bello el amor que se entrega y
no se regatea? ¿No es bello el amor solidario y extremo? ¿No es bello que el
amor trascienda la vida y dé sentido a la muerte, aun en medio no sólo de la
soledad, sino del abandono; no sólo del dolor, sino del sufrimiento; no sólo de
la muerte, sino del ajusticiamiento? Es bello. Y escandaloso. Porque no es
nuestra manera de amar. Y si así no
amamos, ¿qué es lo que lo impide?
La primera parada en este camino de cuaresma es el primer domingo,
el domingo de las tentaciones. El relato hablará de un tentador, alguien que aparece
como externo, pero que en realidad es un distorsionado reflejo de una parte de
nuestro yo anidado en lo profundo del corazón. El yo ególatra, vanidoso,
ambicioso y egoísta que de alguna manera somos todos. El yo que maquillamos, el
yo que disimulamos, pero que ahí sigue, disputando con Dios su reinado,
engañando, seduciendo. O lo reconocemos, o somos suyos; es decir, o somos
humildes y reconocemos que el barro se ha quebrado y buscamos a Dios,
reconociendo que somos de Él y no de nosotros, que somos hijos, o andaremos por
la vida errados, solos y a oscuras; con hambre y con frío.
La segunda parada es el domingo de la Transfiguración. Primero se
contempla a Cristo glorioso y después se baja con él al camino de la historia,
que es camino de cruz. Porque así es la vida, cuesta arriba y de bajada; con
momentos de luz, de brillo, de sueños y de ilusiones; y luego el duro camino
del esfuerzo y del sacrificio; con sus momentos de descanso, y con sus momentos
de fatiga. Para recordar que la meta es la Pascua y la cruz es el camino. En la
Transfiguración contemplamos a Jesús lleno de gloria, y escuchamos la voz del
Padre. Nos recuerda el primado de Dios, la creación y la salvación de los
humanos por iniciativa del Padre, no nuestra.
Hacia el final del Año de la Fe afirmaba yo que la fe que salva,
la fidelidad que salva, no es la nuestra, sino la de Dios, porque nosotros
somos infieles, nos dejamos seducir por el pecado y nos resquebrajamos. Pero
Dios es siempre fiel; nosotros nos alejamos, pero Él es siempre cercano; nosotros
desviamos el camino, pero Él camina junto a nosotros; nosotros podemos pisarlo,
pero Él se hace camino para ser andado por nuestros pies. Creo que la cuaresma
es camino de perdón. Pedir perdón es bueno y es de humildes, pero el perdón de
la cuaresma, perdón que celebramos no es el que pedimos, sino el que Dios nos
ofrece. No somos nosotros los que nos salvamos, sino Dios el que nos salva, del
mismo modo que no fuimos nosotros quienes nos creamos, sino Dios el que nos
tejió amorosamente en el seno de nuestras madres. Y si yo creyera que puedo
salvarme por mí mismo, porque creo que soy bueno y hago cosas buenas, y cumplo
con lo que se me pide, creería también que puedo pecar y sin más pedir perdón,
seguir la receta de la expiación, practicar obras de penitencia y ser
perdonado. Pero esto es un perdón hueco. El perdón de Dios no me lo gano, no lo
compro, y no lo merezco. Lo acojo y lo agradezco, o lo dejo a un lado.
El perdón que me nace pedir, el que quiero comprar y merecer,
genera culpa; y la culpa neurosis y escrúpulos. Y así, con este perdón y esta
mentalidad nos vamos haciendo de gente buena, tan buena que juzga a los demás;
nos hacemos de gente pura, tan pura que se pone guantes para tocar al otro sin
mancharse con su barro; nos hacemos de gente tan elevada, que anda por las
nubes, lejos y a salvo de los que por la historia han sido humillados y
pisoteados y claman a Dios que rasgue el cielo y descienda. En cambio, el
perdón que Dios ofrece provoca dolor y vergüenza, pero al no ser un perdón que
juzga sino que comprende; al no ser un perdón que etiqueta, sino que abraza y
reconcilia, el perdón de Dios trasciende la culpa, la destruye y nos lleva al
consuelo y a la conversión. Entonces volvemos al camino de la historia, a los
que no conocen este amor, a los que necesitan este amor, a los que han de
celebrar con nosotros este amor que es Dios mismo.
La tercera parada cuaresmal es el 19 de marzo. La liturgia hablará
de la samaritana, la mujer que anda detrás de tantos amores que acaban siendo
ídolos, cuando en realidad sólo uno es el amor. El catorce de febrero recibí
una imagen bella. Snoopy pregunta a Charly Brown: ¿Qué es el amor?” “Jesús”, le
responde. Es también el día de san José. Dios nos crea, nos perdona y nos salva
porque somos sus hijos. Algunos piensan que san José era viejito; era un
jovenazo. Pero lo dibujamos anciano porque al Padre lo representamos anciano, y
siempre hace falta quien nos recuerde que al Padre le importa la vida de cada
uno de sus hijos. La samaratina con su cántaro vacío nos recuerda que el
cántaro no lo llenamos nosotros, porque cada vez que lo intentamos volvemos a
sentir sed. Sólo Jesús encarna plena y humanamente el amor de Dios; por eso
sólo es agua, sólo Jesús ama, sólo Jesús colma el cántaro que es cada corazón.
Sólo Jesús es luz, como recuerda la cuarta parada, el ciego de
nacimiento. Y quien pretenda manipular a Dios, ganar el perdón y comprar la
salvación, es alguien que vive a la orilla del camino, alguien necesitado de
ser tocado en los ojos por el barro de Jesús encarnado, y ser enviado a
sumergirse en el agua del crucificado, para que se empape de amor verdadero y
pueda así volver al camino del Resucitado y ser Lázaro: salir de la tumba en la
que estamos cómoda, pútrida y fríamente dormidos, y alcanzar la verdad de la
vida, que es el amor compartido; y la plenitud de la vida, la vida en el
corazón del Padre.
¿Penitencia, mortificaciones, cara de funeral? No. Por encima de
todo, veo amor y esperanza. Veo un camino muy largo y pocas fuerzas, pero veo
al Soplo de Dios que impulsa y levanta una y otra vez. Veo cántaros rotos, pero
veo un agua que, sin embargo los llena porque el Soplo de Dios los cubre y los
cura; veo una cruz injusta y veo al Amor venciendo en ella. Sobre el morado que
hoy viste a la Iglesia, veo la luz de Dios que la hace santa por encima de su
pecado. Me veo y veo al Dios que en Jesús me amó y murió por mí. Veo mi ceniza
y veo su Espíritu. ¿No es esto bello? ¿No es esto, motivo suficiente para
agradecer, celebrar y alabar al Señor?
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