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Desde el patio de Narazet: San José

Mateo 1,18-25

Desde el patio de la nona es un breve y bello relato autobiográfico del periodista, abogado y escritor argentino Alejandro César Suárez. Su evocación inicial de sus días de infancia pasados en la casa de los abuelos, los nonos, italianos emigrados a Argentina, en que el sol de la mañana que se filtraba por la pequeña ventana del cuarto que le prestaban, despertado por los ruidos del nono que arreglaba bicicletas en su propio taller; y la nona que entraba al cuarto con un mate en la mano, evoca mis propios días en Aldama, en la casa de mi abuelita materna, donde nos despertaba el ruido del motor de nixtamal, y a media mañana nos esperaba en el desayuno atole de pascua con un dulce de cajeta o algún jamoncillo.

Dice Stephen Hawking que si fuera posible viajar en el tiempo ya estaríamos invadidos de turistas del futuro. Sin embargo, si nos fuera posible tal viaje, sería interesantísimo viajar hasta Nazaret, hasta el patio desde el que un día salió salió la salvación. Sería maravilloso poder amanecer un buen día acostados junto al niño Jesús, sobre un colchón de pieles de ovejas, despertados por la luz del sol que se filtra por la ventana, con el ruido en el taller donde José y los demás hombres trabajan el hierro, la piedra y la madera, mientras en la cocina María nos espera con un desayuno de pan, queso, leche de cabra, higos y dátiles. Después podríamos salir al campo, ayudando a José a remover la tierra, echar semillas, mientras Jesús pregunta: Papá, ¿cómo es que crece la semilla?" Y José responde: "Debajo de la tierra, las manos de Dios la envuelven, y con su calor la semilla reviente y poco a poco sale un tallito que crece y crece hasta que sale de la tierra y sigue creciendo, hasta dar flores y frutos." "¿Y cuánto tiempo se tarda?" Y José le diría: "Pregunta a mamá, pregunta cómo hornea el pan. Te dirá que a fuego lento. No hay prisa, Jesús; el Altísimo lo hace todo con amor y el amor nunca lleva prisa, la ternura va paso a paso, y lo último que quiere es pasar tan rápido que sea olvidada."

Otro día los acompañaríamos a llevar a las ovejas de la familia a pastar. José pediría a Jesús: "Observa a cada una de ellas, conócelas, Jesús, una por una. Todas tienen un nombre. Es fácil, mira, ¿ves aquélla que tiene el pelo esponjado? Se llama Esponja; aquélla, que es la más chiquita se llama Borriquita." Y, observando, Jesús le diría: "Papá, esa de allí está cojeando, parece que le duele, ¿la podemos cargar arriba, en los hombres? Para que no sufra?" José se adelantaría un poco y la echaría sobre sus hombros, mientras su pequeño lo observa con orgullo y cariño. Probablemente esa noche nos despertaría un terrible aullido, nos levantaríamos, saldríamos al patio, donde María aguarda con una lámpara en la mano, mientras espera. Al poco llegarán José y los demás hombres, tensos, con algunos rasguños, cuchillos en las manos, y la noticia de que el lobo está muerto. Las ovejas pueden dormir en paz. Jesús le diría: "¿Y qué pasó con el pastor que contrataste para cuidarlas en la noche?" José respondería: "Tuvo miedo y huyó. No le importan las ovejas porque no son suyas. Le importaba el dinero que le pagamos y escapó con él. Pero las ovejas son nuestras y tenemos que protegerlas."

Quizá una tarde, en ese mismo patio, después de la jornada de trabajo, son sentaríamos junto a Jesús mientras José, con dos figurillas talladas en madera, le explica la historia de David, su antepasado y de Goliat, al término de la cual le enseña: "David era el último y el más pequeño de los hijos de Jesé, su padre. Pero tenía al Señor en su corazón, y así, aunque tú sientas que eres pequeño y débil, Jesús, mientras no pierdas de vista que el Señor habita en tu corazón, serás más fuerte que David." Probablemente otra tarde, cuando el sol se metía y las estrellas comenzaban a brillar, José se llevaría fuera al niño y le diría: "¡Ven, Jesús, vamos a contar las estrellas!" Y Jesús empezaría: "Una... dos... tres..." Para luego exclamar: "¡Son muchas, no se puede!" Entonces José le diría, con una sonrisa amplia: "Así es, Jesús, ¡son tantas que no pueden contarse! Nuestro padre Abraham ya era muy anciano y no tenía hijos cuando el Señor lo sacó de su tienda y le prometió que el número de sus hijos sería mayor que el número de las estrellas. Y Abraham creyó y nosotros, sus hijos, somos muchos. Si confías siempre en el Altísimo, bendito sea por siempre, ¡verás más maravillas que el número de los hijos de Abraham!"

Es probable que otro día nos sobresaltemos con los toquidos en la puerta, José abre y una mujer se desvanece apenas entra. Está vestida con telas de colores llamativos, alegres. Desgarradas. Llora, alguien la golpeó con saña. María la ve y se lleva las manos a la boca. Jesús pregunta quién es. José le explica que es una mujer del pueblo. Que hace algunos años se casó, pero su esposo murió pocos años después, que nunca tuvieron hijos. Y que un día, cuando estaba sola, los soldados romanos la llevaron consigo, que la ofendieron y la maltrataron de la peor manera que se puede hacer con una mujer, y al cabo de varios días, la regresaron al pueblo, donde no tuvo más remedio que vender su cuerpo a otros hombres para seguir viviendo. "Entonces, ¿es una prostituta?", preguntaría Jesús. "Es una hija de Abraham que ha sufrido mucho, Jesús. Y ahora nos necesita." María volvería de la cocina con agua limpia para lavarla, y ropa suya para dársela a aquella mujer. "Ven, Jesús", le pediría José, "acércate, toma su mano y pregúntale como se llama. Pregúntale si tiene sed y si la tiene, dale de beber; pregúntale si tiene hambre, y si la tiene, dale de comer; pregúntale si tiene frío, préstale un manto. Pero no dejes que se vaya sin ayuda la gente que venga a ti o a tu casa a pedir misericordia, no importa quién sea. La voluntad del Altísimo es que siempre ayudemos al necesitado. Y si alguien ha perdido la fe, porque piensa que el Señor se ha olvidado de él, dile que no vacile su corazón, que Dios siempre está con nosotros."

Probablemente otro día nos tocaría ver a Jesús enfermo, con fiebre, y mientras María coloca en su frente lienzos mojados, José se recostaría junto a su niño, lo abrazaría, pasaría sus dedos por sus cabellos sudados, y le diría al oído. "Te pondrás bien, pequeño. Mamá y yo estamos aquí. Todo estará bien pronto." Entonces Jesús, según lo que ha escuchado entre le gente, preguntaría: "Papá, un demonio se ha metido en mi cuerpo?" Y José respondería, sin pensarlo: "¡Claro que no, Dios nunca permitiría que algo malo viniera a ti, tú eres del Señor! Te pondrás bien mañana, ahora duerme." Y varios años más tarde, saldríamos con Jesús del cuarto, nos dirigiríamos al taller para el trabajo de la jornada, y veríamos a Jesús extrañado de no ver ahí a José. Iría a la cocina y preguntaría a María: "Mamá, ¿papá salió?" Ella respondería: "No. Ha de estar en el taller, el sol está ya alto.""¡No está!", replicaría Jesús, extrañado, "vengo de ahí". Entonces entrarían al cuarto conyugal y verían a José acostado, tembloroso, pálido. "Papá, ¿qué pasa?, ¿te sientes mal?" José respondería: "Jesús, qué bueno que estás aquí, acércate." Jesús se sentaría junto a él, lo levantaría por el torso, lo recostaría encima de él, le pasaría la mano por su pelo como hacía José con él cuando era niño, y le preguntaría conteniendo el llanto: "Papá, ¿te estás yendo?" "Así es Jesús, me estoy yendo. Mi cuerpo está cansado y es hora de que me vaya a recostar junto al Altísimo. Como cuando tú eras niño y te enfermabas y te recostabas junto a mí, y pegado a mi corazón escuchabas en mis latidos que te amaba y te dormías y soñabas, así yo  Jesús. Necesito recostarme junto al Señor, escuchar su corazón que dice 'te amo', y dormirme y soñar como siempre he soñado: contigo, con tu vida, con tu felicidad. Honra mis palabras, Jesús, cuida a mamá, sirve a tu pueblo, y que la bendición del Altísimo te alcance siempre." María aprieta su mano, la besa, y Jesús lo estrecha con sus brazos mientras los ojos de José se cierran.

Si nos fuera dado viajar al patio de Nazaret, si nuestros ojos pudieran ver lo que ahí se vivió y el corazón pudiera sintonizar con el amor que ahí se vivió, nos daríamos cuenta de lo mucho que debemos a san José, lo mucho que no le hemos reconocido, lo mucho que no le hemos agradecido. Y lo mucho que no le importa, porque lo único que importa al amor, junto con soñar es confiar, es seguir amando. Si tuviéramos el corazón de san José para acoger a Jesús y luego entregarlo, nuestro país, nuestra historia, sería como aquel patio de Nazaret, del que un día salió la salvación para caminar por el mundo entero.


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