Juan 18,1-19-42
Lo mismo que la primera de la muchas Voces de Chernóbil, que reunió Svetlana
Alexievich, la de una mujer que cuenta su historia, la de su marido y la del
hijo que esperaban, frente a Jesús en la
cruz, uno dice: “No sé de qué hablar… ¿de la muerte o del amor? ¿O es lo
mismo?” Frente a la realidad de su marido, que moría por su sobreexposición a
la radiación, y contaminaba todo lo que entraba en contacto con él, alguien
intentaba convencerla: “No debe usted olvidar que lo que tiene delante ya no es
su marido, un ser querido, sino un ser radiactivo con gran poder de
contaminación. No sea usted suicida. Recobre la sensatez.” Y su reacción: “¡Lo
quiero! ¡Lo quiero! Él dormía y yo le susurraba: ¡Te amo! Iba por el patio del
hospital: ¡Te amo! Llevaba el orinal: ¡Te amo!” Por supuesto, eligió al marido,
eligió el amor, aunque ello supusiera su propia muerte y la del niño que
llevaba en las entrañas, dos años más tarde.
En Noviembre.
Recuerdos del Porvenir, los integrantes del grupo de teatro independiente
van recreando la historia de su grupo que es también la historia de Alfredo. Al
final, reconocen el impacto que dejó en ellos la imagen de Alfredo, asesinado por
un policía, su cadáver colgado como marioneta de un trampolín en medio del
escenario. “Fue un mal sueño, una pesadilla”, “desde aquello no volví a ser la
misma… no hay un solo día de mi existencia en que no recuerde aquel instante”,
confiesa una de ellas. Lo mismo pasó con los seguidores de Jesús. La cruz
supuso para ellos en el momento un mal sueño, una pesadilla; y no hubo un solo
día de su existencia en que no recordaran aquel momento. Les fue inevitable la
avalancha de emociones consecutivas. Lo primero, caer en la cuenta de adónde
los había llevado seguir a Jesús. Lo mismo que los compañeros de Alfredo, los
seguidores de Jesús partieron de una dramática realidad: a Jesús lo mataron. A
Alfredo por confusión, a Jesús con toda intención. La razón por la que ambos se
encontraron con la muerte injusta: quisieron cambiar el mundo, Alfredo con el arte;
Jesús, con la misericordia que viene de Dios.
Para los seguidores de Jesús, la muerte
de su Maestro en la cruz los despertó del sueño y les destrozó el corazón: moría
maldito, como decía la cruz. En ese momento, no hubo lugar para dudas ni falsas
esperanzas, la realidad se les imponía pesadamente, dolorosamente. En palabras
de Hans Küng:
Su pretensión ha
quedado desmentida, su autoridad se ha esfumado, su camino ha resultado falso.
Nadie puede dejar de verlo: el maestro de falsedad ha sido condenado, el
profeta desautorizado, el seductor del pueblo desenmascarado, el blasfemo de
Dios reprobado. La Ley ha triunfado sobre su evangelio: nada ha quedado de esa
justicia mejor basada en la fe que se opone a la justicia de la ley, basada en
las buenas obras. La ley, a la cual el hombre debe someterse sin reservas, y con ella el templo, sigue siendo la causa
de Dios.
El crucificado
entre otros dos malhechores también crucificados es, ostensiblemente, la
encarnación (condena) de la ilegalidad, de la injusticia y de la impiedad:
contado entre los impíos, hecho pecado, es el pecado personificado. Es, literalmente, el representante de todos
los transgresores de la ley y de todos los sin ley, a los que él ha defendido y
que en el fondo merecen su mismo destino: ¡el representante de los pecadores en el peor sentido de la palabra! La
burla de los enemigos está tan justificada como la fuga de los amigos: para
estos esa muerte significa el fin de todas las esperanzas depositadas en su
persona, la refutación de su fe, la victoria del absurdo.
Una de las compañeras de Alfredo comenta
al final: “Nosotros queríamos cambiar el mundo y, desde luego, no lo
conseguimos. Ahora, lo único que intento, es que el mundo no me cambie a mí.”
¿Quién puede descalificar el pesimismo de los que, habiendo luchado, han sido
derrotados, crucificados? ¿Cómo volver a creer, a recuperar la fe y la
esperanza? ¿Cómo seguir sosteniendo que sólo el amor puede salvarnos, cuando
los que mataron a Jesús se salieron con la suya?
La resurrección lo cambió todo. De
entonces a hoy. Con la resurrección de su hijo, Dios ha superado la cruz, pero
ni la ha destruido ni la ha olvidado, ni ha hecho de la muerte de Jesús un
acontecimiento alegre preñado de dulzona confianza. Sólo a la luz de la pascua
podemos comprenderla plenamente. Mataron a Jesús, los que tenían el orgullo, el
poder y el dinero para hacerlo. No se necesitó de mucho dinero, es verdad, pero
eso poco sólo sirvió para desnudar la inhumanidad a la que había caído la gente
del poder. La pascua nos ha hecho entender que a Jesús lo mataron porque él
entrego su vida: “Nadie me quita la vida, la doy porque yo quiero” (Juan
10,18).
Habrá que insistir en esto: si alguien,
frente a la cruz de Jesús, subraya el dolor y el sufrimiento, ni ha entendido
la cruz, ni ha comprendido a Jesús. La cruz ha sido consecuencia y síntesis de
la vida entera de Jesús: por el lado del hombre, por la dureza del corazón
humano de los que no aceptaron el reinado de Dios desde la compasión y la
misericordia; y por el lado de Dios, su obstinada fidelidad en amar a sus
hijos, a todos, especialmente a los más necesitados. Así es como hemos sido
salvados: por el amor, no por el dolor; por la entrega, no por el sacrificio;
por la misericordia, no por el sufrimiento. Por la fidelidad al amor, a pesar
del dolor, del miedo y de la desesperanza.
Dicho en palabras de Mario Benedetti,
Jesús no se salvó. Y este mismo es el mensaje cristiano de la cruz, su
invitación: amar apasionada e incomprensiblemente, hasta el extremo. No dejar
de creer y de soñar que el amor fraterno puede cambiar al mundo, salvarlo; que
Dios quiere nuestra vida y sufre y llora nuestra muerte. Son palabras de
Benedetti, pero parecieran susurradas por la voz del Señor desde su corazón
traspasado:
NO TE SALVES
No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
ni nunca
no te salves
no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón
tranquilo
no dejes caer los
párpados
pesados como juicios
no te quedes sin
labios
no te duermas sin
sueño
no te pienses sin
sangre
no te juzgues sin
tiempo
pero si
pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón
tranquilo
y dejas caer los
párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin
sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino
y te salvas
entonces
no te quedes conmigo.
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