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Resurrección

Lucas 24,1-12

Un sepulcro vacío; dos hombres desconocidos vestidos con ropas resplandecientes; una pregunta que desconcierta y no responde a las preguntas que seguramente surgen a las mujeres que al amanecer al primer día de la semana van a buscar el cuerpo de Jesús en el sepulcro donde había sido colocado tras la resurrección.

La noticia fue llevada por las mujeres a Pedro y los demás discípulos de Jesús. Era natural que no les creyeran. Más allá de que fueran mujeres en una época en que el testimonio de las mujeres no tenía valor, lo que ellas decían no parecía tener ningún sentido. ¿Por qué fue, Pedro, entonces, a ver por sí mismo el sepulcro? Lo que él vio no era más sustancial que lo que vieron las mujeres, apenas unos lienzos. Pero con ello fue suficiente para volver admirado de lo que había sucedido. ¿Qué había sucedido?

A nosotros, que tenemos nuestra fe cimentada en la resurrección de Jesús, lo acontecido puede que ya no nos sorprenda tanto como a las mujeres, a Pedro y al resto de los discípulos. De entrada, la noticia no nos es novedosa, como pasó con Miguelito en la escuela, que se sintió decepcionado de que la profesora les estuviera enseñando que Cristóbal Colón había descubierto América en 1492, y le sorprendía su lentitud para comunicar noticias.

Una de sus Voces de Chernóbil, afirmó a Svetlana Alexiévich: “Entre el momento en que sucedió la catástrofe y cuando se empezó a hablar de ella, se produjo una pausa.” Sí, se hablaba de decisiones, instrucciones secretas, y otras informaciones, pero asienta que se guardaba silencio sobre lo principal: “¿Qué es lo que realmente había sucedido? No se hallaban palabras para unos sentimientos nuevos, y no se encontraban los sentimientos adecuados para las nuevas palabras.”

Los sentimientos eran densos y variados en los seguidores de Jesús: decepción, desesperanza, amargura, miedo, desesperación, todo ello frente a las expectativas que Jesús les había suscitado. Pero también dolor, duelo ante la muerte de aquél a quien, pese a todo, habían llegado a querer porque él a ellos los había amado como nadie antes lo había hecho ni, estarían seguros de ello, nadie lo haría jamás. Aquí es donde entra el sentimiento de las mujeres que las impulsa a buscar el cuerpo de Jesús en el sepulcro para perfumarlo: quieren dar un último gesto de gratitud y de ternura al hombre bueno que las había querido, respetado y dignificado.

Los hombres debatirían entre sí si volvían a Galilea o si permanecían escondidos en Jerusalén mientras se calmaba la agitación suscitada por la muerte de Jesús, confiando en que la gente que había subido a la ciudad santa para la Pascua volviera a sus pueblos, y cada vez fueran menos las posibilidades de ser reconocidos. ¿Cómo explicar lo que sintieron ante la vista y las palabras de aquellos hombres desconocidos y tan fuera de lo normal? ¿Cómo nombrar aquello de que Jesús no estaba muerto sino vivo? ¿Cómo que no estaba muerto? ¿No lo habían visto ellas mismas morir en la cruz? Y si no estaba en el sepulcro, ¿dónde estaba?, ¿por qué no fue a buscarlos? Si antes de entonces nadie que hubiera muerto estaba vivo, ¿cómo entender y comunicar lo que les habían dicho? Sea como fuere, ante la sola evidencia de unos lienzos en la tumba vacía, Pedro supo que había pasado algo fuera de serie, como se dice ahora. Pero supo que era verdad cuando Jesús resucitado se le apareció vivo. Y esto fue lo decisivo.

La resurrección de Jesús no es algo inventado por los discípulos. No fue una producción psicológica de quien extraña a un difunto a quien se quería intensamente. Los relatos y las tradiciones recogidas a lo largo del Nuevo Testamento, coinciden en que Dios tomó la iniciativa de levantar a Jesús de entre los muertos; que este levantamiento de alguna manera fue para reivindicar a Jesús, luego de su trágica e injusta muerte en la cruz, y lo hizo de tal manera que no sólo lo levantó, no sólo estaba vivo, sino que además mereció ser sentado a la derecha misma del Padre, es decir, que de la más baja humillación, fue levantado a la máxima gloria.

Los relatos que muestran a Jesús saliendo de la tumba, dejándose ver y tocar en la realidad de sus heridas, sólo quieren enfatizar que efectivamente el resucitado es el mismo que murió en la cruz. Pero cuando caemos en la tentación de creer que el Señor resucitado tenía el mismo cuerpo y era exactamente el mismo que era cuando vivió en la historia y murió en la cruz, entonces sus discípulos, aunque saben que es él mismo, sin embargo de verlo y oírlo, no lo reconocen. Con ello nos queda claro que la resurrección no es sin más la revivificación del cadáver, sino la plenificación del crucificado.

Hasta aquí sería suficiente para hacernos bolas y que nos duela la cabeza tratando de entender lo que en sí mismo es inentendible e inexplicable porque nos rebasa. Sin embargo, pronto la certeza de que Jesús estaba vivo les fue haciendo percibir nuevas experiencias: la vida nueva de Jesús los había alcanzado de tal manera que ellos no sólo eran sus testigos, sino también sus portadores. Después vino la confianza de que lo que en ellos estaba aconteciendo terminaría por alcanzar a la creación entera, a la historia en su conjunto.

De una manera indescriptible pero cierta, desde la resurrección del crucificado está subvirtiendo la historia desde dentro. En la recreación de Amós Oz, Judas reconoce: “El mundo está vacío de misericordia. Hace tres horas, en Jerusalén se ha asesinado la caridad y se ha asesinado la misericordia y, desde ahora, el mundo está vacío.” Si la cruz hubiese sido lo último en la vida de Jesús, de verdad, el mundo estaría vacío; vacío e irremediablemente perdido. Pero en la cruz, Dios pronunció la última palabra sobre la historia, la octava palabra, la definitiva: la vida de Jesús, el triunfo de la compasión, de la misericordia; la vida plena, la que supera el dolor, el sufrimiento, la injusticia y la muerte misma.

El centro de la fe cristiana es la resurrección de Jesús crucificado. A través del bautismo, nos sumergimos en el Espíritu del que está vivo para siempre, y renovamos esta vida en nosotros y nos comprometemos con ella en la Eucaristía. Éste es el verdadero sentido y el gran alcance de la comunión eucarística. ¿Sus efectos? La vida verdadera, vida eterna como comúnmente se le llama. Pensarla sólo como vida después de la muerte es por sí misma indemostrable; pero habiendo sido destruida la muerte, nada impide que algo de esta vida verdadera venga a nosotros en esta vida histórica.

En Los últimos días de nuestros padres, Joël Dicker da vida a personajes que encarnan la condición humana de todos los tiempos. Uno de ellos, el Gordo, miembro del servicio secreto británico asignado a la Francia ocupada por los nazis, es el hombre del que todos se habían burlado y que no ha conseguido el amor, pero es capaz de empatizar con los enamorados. Paul-Emile, Palo, de cariño, es su mejor amigo. Descubierto y asesinado, a Palo le sobrevive Laura, su novia embarazada. Ante las ganas de volver a ver a Laura y al niño, el Gordo se da cuenta de que “nunca en su vida había tenido una sensación como aquella. Había resistido la formación del SOE, y después había sobrevivido a sus misiones y a un interrogatorio de la Gestapo. Había sobrevivido a los golpes, al miedo, a la angustia de la clandestinidad; había sido testigo de lo que se habían hecho unos seres humanos a otros, y también había sobrevivido. Aquello había sido sin duda lo más difícil: sobrevivir al desastre de la humanidad, no renunciar y mantenerse firme. Los golpes no son más que golpes; hacen daño, un poco, mucho, y después el dolor cesa. Lo mismo pasa con la muerte; la muerte no es más que la muerte. Pero vivir como un Hombre entre los hombres era un desafío diario”.

Así es como podemos experimentar la resurrección. Antes y después de Jesús ha habido en todos los pueblos hombres y mujeres buenos que han sabido amar a la humanidad, lo mismo que Jesús. La resurrección del Señor confirma que no están equivocados. Antes y después de Jesús ha habido hombres y mujeres que han entregado su vida, no están equivocada. No es cualquiera el que lo ha demostrado, sino el hijo de Dios y Dios mismo. El pecado, que deshumaniza, violenta, empobrece y mata; y la muerte, tienen sus días contados.


Ayer el Papa Francisco terminaba el viacrucis en el Coliseo de Roma con una fuerte y conmovedora oración. En ella hablaba directamente a la cruz de Cristo. Como el hombre de Dios que es, como el profeta que es, vio la cruz del Señor en cada una de las situaciones de pecado: violencia, injusticia, sufrimiento, dolor; si sólo hubiera visto estas realidades, efectivamente el mundo estaría vacío. Pero lo que Francisco vio en ellas fue la cruz de Jesús. Y eso significa una cosa: lo que el Papa ha visto, ha sido ya vencido. Ni el pecado ni la muerte tienen la última palabra. Están vencidas. Tenemos la certeza de que la misericordia es el camino a la vida verdadera. Lo ha abierto Jesús para nosotros. A Él la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén.

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