Juan 13,1-15
“Alfredo. Noviembre era Alfredo.” Con esta sintética remembranza
comienza la película española Noviembre.
Recuerdos del porvenir, de Achero Mañas, protagonizada por Óscar Jaenada,
el actor que polémicamente interpreta a Cantinflas en la reciente película
biográfica del cómico mexicano. Noviembre tiene el formato de un documental que
contara, desde un futuro no determinado la historia del grupo de teatro
experimental Noviembre, encabezado por Alfredo, desde mediados de los años noventa
a los primeros años del nuevo milenio. Alfredo es un joven soñador
revolucionario que quiso ser actor actor para cambiar el mundo. Admitido en una
escuela de teatro en Madrid, con un montaje para marioneta, ambos, montaje y
marioneta, de su autoría. El sueño de Alfredo por el teatro nace de su amor por
Alejandro, su hermano paralítico.
Alfredo dejará la escuela de interpretación, y aglutinará consigo
a otro grupo de estudiantes que compartirán su sueño de un arte más libre, de
un teatro en las calles, sin cobrar un duro, porque cuando hay dinero se pudre
el arte; y queriendo involucrar a la gente, salen a las calles, tocar la vida,
a cambiar el mundo, interactuando con la gente, haciéndola parte de la
representación. El grupo se llamará
Noviembre. A alguno le hubiera gustado llamarlo Octubre, por la revolución
rusa, pero Noviembre es lo que sigue a Octubre. Varias veces serán detenidos
por no hacer teatro en la calle sin permiso. Su manera de hacer teatro
evolucionará y, en una visita al Museo del Prado, donde fingirá un desmayo y
recibirá los correspondientes auxilios de emergencia, nacerá lo que llamarán el
teatro documental. Con él saldrán a las calles, fingirán un atentado, la gente
asiste a la obra sin saber que son a un tiempo actores y espectadores. Serán
detenidos esta vez con la acusación de ser defensores del terrorismo. Serán
absueltos, pero con la prohibición de hacer teatro en las calles durante dos
años. Con el fin de volver al teatro, hacen su teatro dentro de un teatro,
dentro de una obra. Al tiempo que se balancea sentado sobre un trapecio,
Alfredo, vestido de payaso, denuncia la corrupción del arte, al que reivindica
como un arma cargada de futuro. Ilustra sus palabras con una pistola de
utilería, de la que saldrá una flor al ser disparada. Nervioso y confundido por
lo aquello a lo que está asistiendo, uno de los policías dispara a Alfredo,
quien queda colgando del trapecio, lo mismo que las marionetas que preparó para
su hermano Alejandro. Ahí terminó la historia, rememorada y contada por los
integrantes de Noviembre.
A mi vez, en esta tarde, yo quiero recuperar la historia de un
hombre que también quiso cambiar el mundo, su historia y la de sus amigos. Y
cada vez que me hago la pregunta, o alguien me la hace, no encuentro otra
respuesta: Jesús. La Iglesia es Jesús, la Eucaristía es Jesús, la Buena noticia
es Jesús, el agua es Jesús, el Pan es Jesús, el Vino es Jesús, nosotros somos
Jesús. Jesús, y Jesús muerto y resucitado. Porque lo nuestro no son simplemente
recuerdos. No nos reunimos alrededor del altar para hablar de lo que pasó y de
nuestros muertos. Hemos sido llamados por Él a compartir su Mesa y su Palabra,
a vivir la comunión, a vivir no de su recuerdo, sino de su Espíritu y por su
Espíritu. Pero no dejamos de recordar, porque la memoria es gratitud y el
olvido es un desprecio.
Recordamos a Jesús, al hombre en cuya humanidad y en cuya historia
descubrimos a Dios y confesamos que esto es posible porque Jesús es el hijo de
Dios. Recordamos y confesamos que el hijo de Dios se encarnó como hijo de
hombre por amor a sus hermanos, los más débiles, los más pobres. Recordamos su
paso por la historia haciendo el bien. Recordamos y celebramos sus comidas como
el signo más elocuente de su bondad. Sus comidas incluyentes, con los enfermemos,
a los que curó; con las prostitutas, a las que respetó, con los publicanos y
pecadores a los que perdonó, con los extranjeros, con los que se hermanó. Sus
comidas con todos los desechados del mundo y de la historia por impuros. Con lo
necio, lo vil, lo débil, lo despreciable, que fue lo que Dios escogió, como
bien observará san Pablo (1 Cor 1,18-25).
Sus comidas, con las que pondrá de manifiesto que el sábado se
hizo para el hombre y no el hombre para el sábado. Y será objeto de escándalo,
porque el sábado estaba hecho para Dios, pero Jesús mostrará Dios se ha volcado
enteramente no en sí mismo, sino en el ser humano. Sus comidas, en las que
tantas veces contaría que Dios es como una mujer que echa levadura en la masa.
En las que tantas veces diría, entre risas y júbilo, que el cielo se parecía a
un banquete de bodas, al que Dios llamó a los pordioseros porque los invitados,
los puros, no quisieron asistir, tenían sus propios banquetes.
Y así hasta el día en que llegó la hora de subir a Jerusalén, a la
ciudad santa, la ciudad del Dios que Él llamaba “mi padre”, y del que decía que
también era nuestro. Llevó al extremo su causa, su proyecto, su amor. Sabía que
con la hora venía también la muerte. Y Jesús, que fue un hombre de comidas,
quiso despedirse de los suyos, de aquellos a los que llamaba amigos, con una
comida. Compartió con ellos una última cena, entre el miedo, la angustia, las
dudas; y también la esperanza. Y así
pasó el viernes, con la cruz y con la muerte; y el sábado, con su sepulcro
excavado en la roca. Y amaneció el domingo. Y fue entonces que comprendieron
todo, incluyendo lo vivido en aquella noche de despedida: Que el Padre, que
había suscitado a Jesús, ahora lo había resucitado esta vez de entre los
muertos.
Fue entonces que la alegría sucedió al miedo, y que los discípulos
volvieron a comer nuevamente con Jesús. Comiendo con el resucitado
comprendieron que en la cruz su cuerpo había sido partido como el pan y su
sangre había sido derramada como el vino. Comprendieron el alcance del amor
llevado hasta el extremo. Desde entonces somos convocados por el mismo Señor
alrededor de su mesa; convocados para celebrarlo a Él y celebrar con Jesús
crucificado, el Señor Resucitado. Volveremos una y otra vez como Él mismo pidió
en aquella noche, en la cena de su despedida. Desde entonces nos sumergimos,
nos bautizamos, en el agua con la que Jesús
lavó los pies de sus amigos del polvo que arrastraron por el camino de sus
vidas; los lavó no por amor a la pureza, sino por amor a los caminantes. Por
eso ésta, y no otra, es el agua que sacia la sed; el agua que se lleva consigo
el polvo de nuestro barro, el agua convertida en vino, el vino de este banquete
de amor y fraternidad, el vino para servirse generoso en la fiesta del Pan, el Pan
que aquella noche dijo que era su Cuerpo, y al decirlo lo hizo nuestro. Esa
noche Jesús se puso en manos de la humanidad, como pan partido y fermentado por
su Espíritu, levadura que fermenta nuestro barro para hacernos como Él, pan que
se parte y se entrega.
Desde entonces, tras la muerte y resurrección del Señor, algunos
de los nuestros conservan sus palabras, sus recuerdos, sus enseñanzas, su
manera de vivir. Pero todos conservamos su agua, su Pan y su Vino. Sin ellos no
somos la Iglesia, el Cuerpo del Señor que camina por la historia. De entre los
nuestros hemos elegido a algunos en su nombre y hemos pedido para ellos su
Espíritu, para cumplir su voluntad de sumergir en el agua de su Espíritu a
todas las naciones; y de seguir celebrando su Banquete. Todos ellos hombres de
barro, débiles y quebradizos, como Pedro que negó, y como Judas que traicionó;
pero todos igualmente amados, y todos deseosos de alguna vez descansar en el
corazón el corazón del Maestro y Señor. Y confesamos que cada vez que comemos
de este Pan y bebemos de esta Copa, anunciamos la muerte del Señor hasta que vuelva
(1 Cor 11,26).
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