Juan 18,1-19,42
Mateo y Lucas recogen una antigua tradición sobre Jesús, hacia el final de su vida pública, con alguna ligera variante. En Lucas, a Jesús le preguntan los fariseos cuándo llegará el reino de Dios. Jesús responde que el reino de Dios no llegará de forma espectacular, pero sí intempestivamente; advierte de falsas señales, y sus discípulos le preguntan dónde sucederá esto; es interesante notar que no le preguntan cuándo, no le pueden preguntar cuándo porque Jesús ya les ha dicho que el Reino de Dios ya está entre ellos, entre nosotros. Les responde Jesús: "Donde esté el cadáver, ahí se juntarán los buitres." En Mateo, la pregunta original a Jesús es cuándo ocurrirá el fin del mundo y cuál será la señal de su venida. Jesús advierte que vendrán falsos mesías, pero, igual que en la versión de Lucas, también afirma: "Donde esté el cadáver, ahí se juntarán los buitres."
La llegada del Reino de Dios y el fin del mundo son la misma realidad y están aconteciendo simultáneamente. La señal es el cadáver. El relato de la Pasión de Juan nos invita a contemplar al que traspasaron. El cadáver traspasado, el Cuerpo destrozado, el Pan partido de Jesús en la cruz, es la señal del fin del mundo y del Reino de Dios. La historia alcanzó su sentido y el Reino comenzó en plenitud en el cuerpo sin vida clavado en el madero de la cruz. Estamos invitados a descubrir detrás del brutal asesinato de un hombre bueno, el amor generoso de Dios hasta el extremo de ponerse en las manos de los suyos y en las manos de sus asesinos. "Nadie me quita la vida", dijo Jesús la noche previa, "la doy porque yo quiero".
"Muéstrame tu rostro" es una súplica constante del pueblo de Israel al Señor a lo largo de las Escrituras; no se podía ver el rostro de Dios sin morir. Y el Señor descubrió su rostro en el rostro desfigurado de un cadáver que se entregó a la muerte injusta y violenta para hacer visible el amor de Dios. Contemplar el cadáver de Jesús, contemplar su rostro muerto, significa comprender que ha llegado a nosotros del fin del mundo, porque a partir de entonces Dios está en nuestras manos, poseer la vida de Dios es lo máximo a que podemos aspirar. Y sólo se consigue cuando se lleva el amor hasta el extremo,cuando la vida se pierde para ganarse en plenitud.
Contemplar el cadáver de Jesús significa entender que ahí ha brotado del Reino de Dios, que es vida y es amor; significa que Dios ha compartido con nosotros la muerte, y en el extremo de esta solidaridad, ha destruido el pecado y la muerte para siempre. Y si Dios se ha hecho cadáver, significa que con el cadáver ha muerto la separación entre Dios y el ser humano. Si esta separación ha sido destruida, todas las separaciones tienen que ser destruidas, porque Dios nos ha amado a todos sin distinción, y sin distinción espera que nos tratemos, y que nos sentemos a la misma mesa.
Contemplar el cadáver de Jesús significa tener la fortaleza del buitre para acercarnos al cadáver de Jesús, sin sentir repulsa y alimentarnos de su gesto de entrega. Contemplar el cadáver de Jesús significa no ser indiferente ante el destino del crucificado y rescatar su cadáver. Contemplar el cadáver nos tiene que llevar a reconocer el mismo rostro en los que muchos crucificados de nuestros días. En las bienaventuranzas que nos transmite san Mateo, Jesús llama felices a los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Por supuesto que la limpieza del corazón a que se refiere la bienaventuranza no tiene que ver con pureza sexual; en la Escritura ojos y corazón están vinculados, y representan la inteligencia y los sentimientos del ser humano. Tener limpio el corazón significa tener el coraje y la inteligencia para reconocer en el rostro del cadáver, en el rostro del crucificado, el rostro del amor encarnado, el rostro de Dios.
En alguna ocasión, de retiro con los monjes benedictinos de Cuernavaca, compre una sencilla cruz de madera, barnizada en tono negro, con un Cristo estilizado en metal plateado. La compré por su belleza y por la fuerza de su simbolismo: el amor de Dios que brilla en su plenitud sobre el dolor oscuro y sobre la noche de la violencia. Es también el recuerdo de hacer brillar el rostro de los crucificados, recuperar sus cadáveres, recuperar sus historias, y limpiar el corazón para descubrir en ellos el rostro de Dios.
Previo a mi ordenación presbiteral, mi tía Martha me regaló unas medallas de plata. Diseñé una sencilla cruz de plata y sobre ella un pececito. El pez es un signo de Jesús, y es signo de la Eucaristía. Me recuerda que toda vida cristiana está llamada a alimentarse no del cadáver, sino del amor de Dios hecho amor humano hasta el extremo de dar la vida en la cruz. Amor que salva, amor que alimenta, amor que brilla.
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