Lucas 15,1-3.11-32.
¿Y qué tal que todo hubiera comenzado en Nazaret? Porque ni modo que las parábolas de Jesús hubieran brotado de su ronco pecho, así nomás, sin decir "agua va". Y entonces quizá esta parábola nació una remota tarde de sábado en Nazaret; cuando María había ya bañado a Jesús, y lo había vestido de lino blanco, con sus huarachitos nuevos, y lo sentó en el patio, y le dijo que por favor no se moviera ni tantito, que por favor no se fuera a ensuciar, porque tendría que estar muy limpio para agradar a Dios, al Altísimo, cuando estuviera en su presencia. Y María volvió a la casa, para atender a José, y luego disponerse ella misma, para salir a la sinagoga, atrás de su marido, con su niño de la mano.
Y mientras, afuera, el niño no resistiría la tentación de caminar con sus huaraches, y experimentar que así no se sentía la tierra tan dura ni tan caliente. Dos o tres pasos, luego otros y otros. Poco a poco se acercaría a la cerca en que estaban las ovejas; como su papá José, él también ya las conocía a cada una, se sabía todos los nombres, y podía identificarlas hasta de lejos. Entonces llamarían su atención los inusuales chillidos de los cerdos. Sabía que los cerdos eran impuros, y que sólo tocarlos sería suficiente para contaminarse de su impureza, y entonces no podría entrar en la sinagoga, pero aquel ruido era extraño, y cuando se vino a dar cuenta, ya estaba sobre la barda del chiquero. ¡Sí, la marrana tenía ya sus lechoncitos! ¡Era eso, pensaría el niño!, y no acabó de pensarlo cuando perdió el equilibrio y cayó entre los puercos.
Como pudo se levantó, buscó el huarache que se le atoró en la cerca, la brinco hacia fuera y así, empuercado, maltrecho, impuro, emprendió el camino de regreso a casa, llorando, sintiendo miedo y vergüenza por haber desobedecido. Sabía que había caído en impureza y que esa tarde no podría estar en presencia del Altísimo, ¡y tanto que mamá se había esmerado en que su ropa estuviera limpia!, ¡y sus sandalias nuevas!, papá las había terminado apenas hacía unos días, ¿cómo le explicaría? En casa, José y María salían a la puerta a buscar a Jesús, ya tenían que irse. Fue entonces que José vio a su niño y el corazón se le estrujó cuando lo vio venir cabizbajo y a paso lento; al verlo intuyó lo que había pasado, y corrió hasta Jesús. Lo tomó en sus brazos, giró con él tres veces, y lo abrazó y lo besó, así como venía, impuro, sucio y con olor a puerco. Comenzó a hacerle cosquillas en la panza, y no lo soltó hasta que vio en su rostro el llanto convertido en risa.
En la entrada de la casa, bajo la puerta, María contemplaba la escena y la guardaba en su corazón. Esa tarde no llegaron a la sinagoga. Pero no hizo falta. Dios les había hablado en el corazón bueno y noble de José. Y esa noche Jesús durmió todavía con la sonrisa en los labios, con el recuerdo bien grabado de su papá que lo abrazaba y lo besaba aunque estaba cubierto del barro del chiquero. Y lejos de enfurecerse, ¡se había puesto a jugar con él! ¿Se podía ser más bueno? ¿Podía el Altísimo no quererlo y perdonarlo como José? ¿Y si llamara Papá a Dios? Muchas noches más tarde, Jesús contaría la misma historia, con otros hijos y otros aventuras, y otro padre, pero el mismo que lo amó en José, el Dios bueno, el Padre Bueno que no deja de pensar en nosotros, ni de querernos ni de buscarnos, ni de venir a nosotros hasta cubrirnos de besos; el que cambia la culpa en gozo y gratitud. El Padre Bueno que siempre tiene la mesa lista, el pan caliente y el vino servido para celebrar con nosotros la gran fiesta de la Vida, la fiesta de su perdón, del gusto que tiene de saber que no estamos muertos ni estamos perdidos. Y que nunca dejaremos de ser los hijos que tanto ama.
Como pudo se levantó, buscó el huarache que se le atoró en la cerca, la brinco hacia fuera y así, empuercado, maltrecho, impuro, emprendió el camino de regreso a casa, llorando, sintiendo miedo y vergüenza por haber desobedecido. Sabía que había caído en impureza y que esa tarde no podría estar en presencia del Altísimo, ¡y tanto que mamá se había esmerado en que su ropa estuviera limpia!, ¡y sus sandalias nuevas!, papá las había terminado apenas hacía unos días, ¿cómo le explicaría? En casa, José y María salían a la puerta a buscar a Jesús, ya tenían que irse. Fue entonces que José vio a su niño y el corazón se le estrujó cuando lo vio venir cabizbajo y a paso lento; al verlo intuyó lo que había pasado, y corrió hasta Jesús. Lo tomó en sus brazos, giró con él tres veces, y lo abrazó y lo besó, así como venía, impuro, sucio y con olor a puerco. Comenzó a hacerle cosquillas en la panza, y no lo soltó hasta que vio en su rostro el llanto convertido en risa.
En la entrada de la casa, bajo la puerta, María contemplaba la escena y la guardaba en su corazón. Esa tarde no llegaron a la sinagoga. Pero no hizo falta. Dios les había hablado en el corazón bueno y noble de José. Y esa noche Jesús durmió todavía con la sonrisa en los labios, con el recuerdo bien grabado de su papá que lo abrazaba y lo besaba aunque estaba cubierto del barro del chiquero. Y lejos de enfurecerse, ¡se había puesto a jugar con él! ¿Se podía ser más bueno? ¿Podía el Altísimo no quererlo y perdonarlo como José? ¿Y si llamara Papá a Dios? Muchas noches más tarde, Jesús contaría la misma historia, con otros hijos y otros aventuras, y otro padre, pero el mismo que lo amó en José, el Dios bueno, el Padre Bueno que no deja de pensar en nosotros, ni de querernos ni de buscarnos, ni de venir a nosotros hasta cubrirnos de besos; el que cambia la culpa en gozo y gratitud. El Padre Bueno que siempre tiene la mesa lista, el pan caliente y el vino servido para celebrar con nosotros la gran fiesta de la Vida, la fiesta de su perdón, del gusto que tiene de saber que no estamos muertos ni estamos perdidos. Y que nunca dejaremos de ser los hijos que tanto ama.
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