Juan 13,1-15
Margaritas ante porcos. Me acuerdo de mis clases de etimologías grecolatinas, cuando iba en la prepa. Recuerdo que la profesora nos dio una larga lista de frases célebres en latín; me acuerdo de varias, pero este día he recordado muy particularmente ésta. Con el tiempo vine a descubrir que se trata de una frase del evangelio de san Mateo (7,6): "No den lo santo a los perros, ni echen sus perlas a los puercos; no sea que las pisoteen, se enfrenten a ustedes y las destrocen." De paso descubrí que "margarita" significa "perla". La frase se utiliza cuando se entrega una palabra, un gesto o un objeto, a alguien tan burdo que no sabrá aprovecharlo, cuidarlo o valorarlo.
He recordado esta frase contemplando las escenas de la Escritura que nos conservan la memoria de esta noche de Jueves Santo: el gesto de amor de parte de Jesús, al lavar los pies de sus discípulos; el gesto del partir y dar el pan, y compartir la copa de vino; y el pedido, casi la súplica, de repetir estos gestos en memoria suya. Margaritas ante porcos, perlas a los cerdos, frase que habla muy bien de lo que no es la Eucaristía, aunque tristemente son ideas que se nos venido colando en la mente y en el corazón. Porque de repente concebimos el sacerdocio como una gran fuente de poder que hace posible la transformación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, poder que reviste al sacerdote de extraordinaria dignidad; de ahí viene luego la cuestión de los milagros eucarísticos, en el que las hostias se convierten en músculo cardíaco o chorrean sangre. Y en el extremo del horror, nosotros aparecemos como vulgares pecadores que no somos dignos de recibir al Señor en la Eucaristía, y por eso nos confesamos y excavamos en la conciencia hasta el último rincón, pensando en que no haya mancha que nos hagan indignos cuando no sacrílegos. Bajo esta mentalidad, la eucaristía es una verdadera margarita ante porcos.
Pero no es eso lo que veo en los textos de la Escritura. Los evangelios nos presentan a Jesús en aquella noche, lavando en primer lugar los pies de sus discípulos. Es un gesto que estremece. Lava los pies de Judas y lava los pies de Pedro. Pedro se resiste, pero Jesús insiste; es preciso, para ser de los suyos. Lavar los pies es un gesto de delicadeza y de hospitalidad, se lavan los pies del que llega, porque reconocemos en su presencia los pies del caminante. Lavar los pies significa reconocer la suciedad y el cansancio del que ha venido. Como cualquiera de nosotros, Judas y Pedro son caminantes de la vida y de la historia. Pero también han sido del Señor. Jesús ha lavado el polvo, la suciedad de sus pies y de su historia. Desde antes de su traición y de su negación, han quedado limpios, y a ninguno se le ha echado en cara el polvo que ha arrastrado ni el que arrastrará hasta el final de su camino. Ninguno de los dos lo entendió esa noche, pero a uno de los dos, el peso de la culpa, el peso de sentirse puerco ante perla, lo llevará a terminar su camino sin la luz de la esperanza. Al otro, el llanto le limpiará la mirada y le hará entender el delicado gesto de amor de su Señor y Maestro: el del perdón que se ha anticipado al pecado. Porque al amor llega primero y siempre va delante.
Después Jesús tomará pan, lo agradecerá a Dios, la partirá y lo entregará diciendo que es su Cuerpo, que se entrega por ellos. Jesús da su cuerpo, y su cuerpo ha sido ya vendido. Después tomará la copa llena de vino y la dará a sus amigos diciendo que es la copa de una alianza nueva y definitiva sellada con su sangre, y esa misma noche, antes de que el gallo cante, su comunidad de amigos quedará disuelta y negada, como si entre ellos no se hubiera sellado ninguna alianza. ¿Cómo entenderlo? No es algo que pueda entenderse alguna vez, es una realidad que ha de contemplarse una y otra vez, desde la fe, la esperanza y el amor.
El Pan y el Vino son la Vida del Señor. Son la fuerza y la alegría del que ha de ponerse en camino por la vida y por la historia. Son la expresión de la fuerza del amor, que es una absoluta impotencia. Porque en la Eucaristía no hay poder, hay amor; no hay magia, hay la humildad impactante de un Dios que se hizo hombre, y del hombre que se hace pan y vino y se pone voluntariamente en las manos del que lo va a entregar y del que lo va a negar. ¿Se puede dar más el amor de otra manera?
La fe en la Eucaristía no consiste en creer que ahí está Jesús vivo y presente, que lo está; sino sobre todo y principalmente que eso, la Eucaristía, es el Señor: Pan partido y Vino entregado. Creer que lo hacemos presente cuando repetimos sus gestos de vida generosamente compartida y comunitariamente celebrada; creer que nos ha lavado, que somos suyos y somos su Cuerpo. Por eso nos congregamos alrededor de la misma Mesa y compartimos el mismo Pan y la misma Copa.
La esperanza consiste en confiar no sólo que un día y para siempre, los hijos de Dios formaremos una sola familia, que estaremos todos, ¡todos! alrededor de la misma Mesa formando un solo Cuerpo, el Cuerpo del Hijo muy Amado. Ante todo y en primer lugar, vivo con la esperanza de que el polvo que arrastraré en mis pies a lo largo de todo mi camino, ha sido ya lavado; que cada vez que experimente la oscuridad en la noche de la crisis, del dolor, de la traición y de la negación estaré recibiendo la fuerza de Dios, que se me entrega en su Pan; y también su alegría, que se me entrega en su Vino, para que mi vida recupere el sabor a fiesta. Sé, porque soy disciplinado y buen alumno, que toda la divinidad de Jesús se encuentra en cada partícula de Pan y en cada gota de Vino, y que puedo comulgar bajo una sola especie sin ningún menoscabo. Eso no lo niego ni lo discuto. Pero hacer a un lado el Vino en la comunión, salvo la tarde del Viernes Santo, me parece que es una vana pretensión de corregir a Dios, cuando no una mezquina limitación a su desbordada generosidad.
Agradezco a Dios en este día el don de mi ministerio, que no es poder ni dignidad. Es el compromiso humilde de lavar los pies de mis hermanos, comprendiéndolos desde el cansancio y la suciedad de los míos, porque comparto con ellos el ancho camino de la vida. Asumo el servicio de poner la Mesa y servir para mis hermanos el Pan y el Vino del Señor, generosamente, sin límites, como hizo Él, como pidió que hiciéramos. No como perlas ante cerdos, sino como agua limpia y fresca para los caminantes, como Pan y Vino para los hijos de Dios y peregrinos de la historia. Amén.
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