Lucas 4,1-13
Se trata de la muy conocida escena de las tentaciones, tan propia del inicio de la cuaresma. No podemos perder de vista el lugar que ocupa en el conjunto de la narración de Lucas: casi al inicio de la vida pública de Jesús, apenas después de su bautizo, y antes del inicio de su ministerio de anuncio y realización del Reinado de Dios, con la proclamación del texto de Isaías en la sinagoga de Nazaret, las primeras curaciones en Cafarnaum, y la pesca milagrosa. Después de la acreditación de Jesús como Hijo de Dios en el bautismo, y luego de constatar por la genealogía su pertenencia al linaje real de David, la narración nos muestra otra acreditación necesaria para que Jesús pueda llevar a cabo efectivamente su ministerio: un periodo de lucha contra la adversidad.
Dos cosas me llaman la atención en la escena. La primera, que Jesús salió del Jordán lleno de la fuerza del Espíritu, y que el mismo Espíritu lo condujo al desierto, donde fue puesto a prueba por el diablo durante cuarenta días. Porque quien pone a prueba o en tentación es el diablo, no Dios ni su Espíritu. La segunda, que el Espíritu no dio la cara por Jesús, pero Jesús ya poseía en sí la fuerza del Espíritu, y quien dio la cara y mostró valentía fue Jesús mismo, no hubo trampas. Me imagino que ya desde los primeros cristianos, cuando todavía no se redactaban los evangelios pero ya se conocían varias tradiciones sobre Jesús, entre ellas las de sus milagros y curaciones, sería bastante común que algunos tuvieran una distorsionada idea de Jesús, como si se tratara de un mago o un superhombre con capacidades extraordinarias para modificar a capricho las leyes de la naturaleza. Para ellos, encontrarse con la escena de las tentaciones casi al inicio del evangelio, era devolverles los pies a la tierra y entender que Jesús no era un superhombre, sino un hombre, como cualquiera, con sus propias luchas y tentaciones.
Quizá el propósito del relato está en mostrar que Jesús mismo mostró no considerarse un ser extraordinario y privilegiado por el hecho de ser hijo de Dios. Y precisamente por eso, defendió su ser hijo de Dios. Y ésa es una gran lección para cada uno de nosotros. Jesús sabía que era hijo de Dios, y a pesar de ello experimentó el hambre; renunciando a convertir la piedra en pan y comprendiendo que no sólo de pan vive el hombre, nos hace entender que ni la riqueza ni la pobreza expresan la grandeza de nuestra dignidad personal; se pueden comer escandalosos banquetes, comida sencilla, comida chatarra o no comer, pero esto no es un problema de dignidad personal, sino de organización social, organización que nos rebasa y que parece actuar como persona independiente e incontrolable, endiabladamente astuta. Y más aún: al rechazar la pretensión de convertir la piedra en pan, acepta el mandato de ganar el pan con su propio esfuerzo y renuncia a la vida fácil para construirse como persona en la realización de su actividad cotidiana, sin hacer de lo material ni lo único ni lo más importante.
La segunda tentación es la contemplación de "todos los reinos de la tierra"; sólo que la palabra que se usa en el evangelio no se refiere precisamente al planeta, sino al vasto imperio romano, dominador absoluto de aquel tiempo. Parece que la tentación, entonces, está en entregar la propia vida a un sistema político y social injusto y opresivo a cambio de poder y gloria personal. Rechazando la pretensión de poder y gloria porque sólo hay que adorar a Yahvé, el Dios liberador del éxodo, Jesús reconoce que su gloria y su grandeza le vienen no de la injusticia y la exclusión, sino del ser hijo de Dios y hermano de la humanidad; de manera que renuncia al honor de la gloria competitiva y excluyente, y se define por su capacidad de solidaridad con el género humano, en cuya vida se complace Dios.
La última tentación, y quizá la más peligrosa de las tres, es la de pretender manipular a Dios. La muerte de Jesús en la cruz es en extremo elocuente. Hacia el final de la narración de Lucas, veremos a Jesús crucificado escuchando en silencio el desesperado reclamo de uno de los criminales crucificados a su lado, exigiéndole salvarse a sí mismo si en verdad es el mesías. Jesús, en cambio, como última palabra, morirá confiando en Dios, poniéndose en sus manos de padre, como un bebé que se deja acurrucar. Nuestra relación con Dios ha de ser de confianza, y de confianza extrema en los momentos extremos; pretender condicionar nuestra relación con él según lo que nos depare en la vida, es interés; pretender manipularlo es excesivamente utilitarista. Por supuesto que Jesús no quería morir en la cruz, y experimentó una muerte cruel e injusta, pero no por ello dejó de confiar en Dios, a pesar del dolor brutal que le causaba su silencio. Simplemente confió, se sabía Hijo, y confiaba en que el Padre, no lo abandonaría.
Pero es que Jesús era Dios, me han dicho muchas veces. Pero también verdadero hombre, igual que yo; y yo como Él también soy hijo de Dios y estoy lleno de la fuerza de su Espíritu. Saberlo y no perderlo de vista es tener ganada la mitad de la lucha contra las propias tentaciones, que son las mismas de todo el mundo; confiar en Dios, a pesar de todo y contra todo, es la otra mitad.
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