Lucas 4,21-30
Creo que debo haber amanecido muy heideggeriano, o por lo menos bastante contento y agradecido de mi largo día de ayer en León, que tengo muy claro que el ser humano es ser en relación. Y es que siempre estamos en relación con alguien. Inevitablemente, somos hijos de alguien, porque no nacimos de la tierra. Yo no puedo no ser hijo de Rubén Aguilar y Efigenia Manríquez; si no lo fuera, no existiría. Si no fuera hermano de Juan Carlos, que hoy cumple años, y de Marco Antonio, tampoco sería yo. Traigo a mi familia en la carne y en la sangre; mis genes son sus genes y en mí algo de ellos está vivo y presente, lo sepa o no; lo quiera o no. Así que mal haría en no agradecer a Dios por la familia que tengo, porque mi familia me ha hecho hijo y me ha hecho hermano al mismo tiempo en que nací. Le decía Mafalda a su mamá: "¿Por qué tengo que obedecer?", "Porque soy tu MADRE", le contestó. "Pues si es cuestión de títulos, reviró Mafalda, yo soy tu HIJA, ¡y nos graduamos el mismo día!"
Algo similar pasaba con Jesús. Era hijo de José. Y seguro que Jesús se sentía orgulloso de su padre y de su gente. Es cierto que la relación entre José y Jesús no es biológica, según nos narran claramente los evangelios. Pero también es verdad que estuvieron unidos y relacionados el uno con el otro, y la gente los asociaba a uno con otro. Y para nosotros esto es una luz para ver nuestra vida en clave de bendición. Porque no todas las relaciones que nos definen son relaciones familiares, de sangre. Y es bellísimo saber que soy hijo y soy hermano, pero también soy amigo, soy padrino y soy compadre; y hasta atrevida y temerariamente trato de ser una voz que anuncie buenas noticias de parte de Dios. De alguna manera soy la gente que quiero y que me quiere, más allá de los genes.
En buena medida la distancia, y con inevitable contundencia la muerte, me confirman que soy las relaciones que voy acumulando en mi vida. Por eso duelen las distancias, y cuando alguien muere, algo de mí muere también, y me queda el corazón irremediablemente desgarrado. Somos algo de aquellos a quienes lloramos, y somos también algo de aquellos que nos llorarán. Los ojos que hoy nos miran y mañana nos buscarán bajo el polvo de la muerte, hablan de la profundidad que alcanzamos cuando nos lanzamos a vivir en serio.
Soy la fuerza de mi sangre y la historia de mi pueblo; soy la primera mirada con me amó mi mamá y las manos de mi papá cuando me cargó por primera vez; soy el cariño de mi tías; el abrazo de mis amigos cuando he cumplido años y en el hospital cuando murió mi mamá; el clan y la cuatitud; la frágil ternura de mis sobrinos, cuando recién nacieron; soy el reencuentro con mis compadres; las primeras sonrisas de Cocoliso, la confianza de mucha gente buena que me ha invitado a tomar café en su corazón; la fuerte solidaridad de un país herido y maltratado que no se quiebra ni se entrega. Soy de la UNAM y de los pumas, de la Secu 82; soy hijo de Vilaseca y, como Jesús, soy hijo de José. Y nunca moriré del todo, porque aunque pase el tiempo y cambien los escenarios de mi vida y se muera toda la gente que he conocido, también soy hijo de Dios, y Dios nunca muere. Habrá quien diga que si hoy somos siete mil millones de seres humanos en el planeta, más los miles de millones que han existido a lo largo de la historia, y a saber si hay uno que otro que sumar a la cuenta más allá de la Vía Láctea; y yo digo ¡qué importa!, soy un momento de la eternidad, porque soy hijo de Dios. Y una fibra del corazón de Dios siempre está pensando en mí, y además lo hace con amor.
Lo triste es que la gente de Jesús, su familia y sus paisanos, hayan pasado del asombro a la desconfianza, y no creyeran que Dios pudiera comunicar buenas noticias en uno que es tan igual como ellos, tan cualquiera como cualquiera. Dios es una relación especial en nuestras vidas, pero no es una relación más; en realidad es también el sostén y la verdad de nuestras relaciones. Porque lo que siempre queda, al final de las relaciones que somos, es el amor y Dios es Amor. Lo demás, lo que no ha sido amor, se perderá para siempre y bendita la hora. Experimentamos a Dios al tiempo que construimos nuestras vidas; experimentemos a Dios en el abrazo, en el encuentro, en la mirada, en el pan y en el vino que compartimos. Así seamos el hijo del vecino, uno como otro, cualquier cualquiera.
Lo triste para la gente de Nazaret, lo triste para la gente de todos los tiempos, es no reconocer a Dios en la amplia y variopinta red de relaciones que somos cada uno de nosotros, más allá del facebook y el twitter; en la vida diaria, en las calles y en las casas, donde nos ganamos el pan y nos hacemos familia y pueblo. Triste porque si no vemos a Dios en nosotros y entre nosotros, lo más probable es que andemos como la gente que quiere despeñar a Jesús, y acabemos contemplando cómo Jesús se abre paso y se nos va. Yo por lo pronto, le doy gracias por haber venido a mí cada vez en tantos rostros y en tantas voces, trazando mi camino hacia la plenitud de la eternidad. Y que no se vaya, que mucho orgullo me da que sea el hijo de José.
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