Lucas 9,28-36
Definitivamente, y por donde se le vea, se trata de una escena deslumbrante. Jesús sube al monte a orar, llevando consigo a Pedro, a Juan y a Santiago. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y su vestidura se puso de un blanco resplandeciente. En la escena aparecieron también Moisés y Elías, que hablaban con Jesús sobre el éxodo que éste tendría en Jerusalén. Y puntualmente nos informa también el narrador que los tres discípulos acompañantes de Jesús estaban despiertos, de manera que no hay lugar para suponer que toda la escena es una mera alucinación.
Nosotros leemos esta escena en cuaresma, en el entendido de que los discípulos de Jesús necesitaban un anticipo de la gloria de Jesús para poder soportar después el brutal peso de la crucifixión, algo así como un tentempié espiritual. Pero el lugar que la escena ocupa en la narración del evangelio no es ninguna casualidad. Hasta este momento del relato, hemos visto a Jesús llevar a cabo un programa de compasión y misericordia en favor de los hambrientos, de los enfermos, de los pobres y marginados; lo hemos visto hacer partícipes de esta misión a sus discípulos. Hemos visto también cómo los signos de misericordia han sido interpretados, mal interpretados, como "milagros", como deslumbrantes acciones y despliegues de poder.
Hemos visto también diálogos sobre la identidad de Jesús. Herodes mismo estaba asombrado de todo cuanto escuchaba acerca de Jesús, y buscaba la oportunidad para conocerlo. Hacia el final del evangelio veremos el anhelado encuentro de Herodes con Jesús, y veremos con dolor cómo Herodes se burla de Jesús y lo trata como payaso porque el Señor se resiste en silencio a realizar "milagros" para satisfacer la curiosidad del rey. Hemos visto a Pedro declarar ante Jesús que Él es el Mesías de Dios, y Jesús le ordenó silencio, quizá porque lo vio deslumbrado ante su capacidad de curación y su dominio sobre la naturaleza, de manera que su percepción de lo que significa ser el Mesías de Dios estaba distorsionada por el poder.
Por eso no sorprende que la siguiente escena en el evangelio, y la inmediatamente anterior a la transfiguración, sea la escena en que Jesús anuncia por primera vez a sus discípulos su futuro de rechazo, muerte y resurrección. Después de la transfiguración veremos a Jesús curando a un muchacho que de hacía tiempo era violentamente atormentado por un demonio, y anunciando por segunda ocasión su futuro, mientras sus discípulos se disputan el honor de ser el más importante, lo cual refleja que no han comprendido a aquel a quien llaman Maestro.
A más de dos mil años, no parece que los discípulos y seguidores de Jesús hayamos comprendido mejor a Jesús. La renuncia, histórica más por humilde que por inédita, del Papa Benedicto, ha desatado oleadas de los medios de comunicación sobre supuestas intrigas, corrupciones, lucha de poder, hipocresía sexual y muchas otras lindezas por el estilo. Yo no sé si todo sea verdad o si todo sea mentira. Sé que algunos anhelan una Iglesia deslumbrante, resplandeciente, limpia de todo pecado. Yo anhelo una Iglesia compasiva y misericordiosa, que comparta su Pan con la humanidad, especialmente con la humanidad hambrienta del amor de Dios y de la justicia de los hombres; una Iglesia fiel y solidaria de los que sufren, sea cual sea el origen de su dolor. Anhelo una Iglesia que levante su voz con autoridad para colaborar en la expulsión de los muchos males de la sociedad.
Con ello no estoy negando que esta Iglesia exista. Hay infinidad de hombres y mujeres, laicos, religiosos y sacerdotes que han hecho presente al Señor Jesús en nuestro tiempo y en nuestro pueblos. Pero escucho hablar mucho sobre quién será el nuevo Papa, y a mí me gustaría saber más bien qué tipo de Iglesia será la que nos ayudará a construir el nuevo Obispo de Roma. Ojalá no sea una Iglesia resplandeciente, sino una Iglesia compasiva. Ojalá sea una Iglesia transfigurada. Porque Jesús transfigurado habla con Moisés y Elías sobre su futuro éxodo en Jerusalén. Y eso significa que hablan del paso de la cruz a la resurrección, de la glorificación del cuerpo crucificado. Y eso significa, creo yo, y lo creo con toda mi fe, que la verdadera transfiguración, el verdadero resplandor de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo en la historia, está precisamente en sus heridas.
Significa que el resplandor y la gloria de la Iglesia no está en la inmaculada perfección de su imagen, sino en las orgullosas manchas de quien ha tomado entre sus manos el barro de la humanidad, el barro de los despreciados, el barro de los ninguneados, el barro de los proscritos, el barro de lo que nos duele, el barro de lo que nos avergüenza, el barro sobre el que Dios sopla su aliento para dar vida a sus hijos, vida plena, vida verdadera. El barro sobre el que contemplaremos todos, el amor y la bondad de Dios que nos quiere más en lo que más nos duele. Lo demás es la ilusión que surge de no comprender al Maestro. Esto creo. Esto espero.
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