Juan 18 y 19
También del dolor se canta, cuando llorar no se puede, dice el dicho. Y en el canto también el silencio es importante. La tarde del viernes santo es tarde de silencio. Porque el silencio expresa lo que no pueden decir las palabras, porque sólo en el silencio se puede cantar el misterio del Amor. Es tarde de silencio y contemplación. Canta el fracaso del Hijo clavado en la cruz, fracasado en su intento de convertir al ser humano a acoger en su corazón y en las estructuras sociales el reinado de Dios. Canta en la cruz Jesús los salmos, canta a pesar de la sequedad de la lengua y del dolor del cuerpo. Canta porque su corazón se resiste a morir. Con los salmos, canta la desolación de verse acusado por los dirigentes religiosos, condenado por el poder político, abandonado de los suyos y, todo lo hace ver así, abandonado también por Dios, al que con cariño llamó Papá. Y con el dolor del corazón, por debajo del dolor del cuerpo, Jesús cantó el abandono de Dios.
La cruz recogió los cantos y la voz de Jesús, y sigue recogiendo nuestras propias voces. La cruz nos deja sin palabras, nos seguimos preguntando dónde está Dios, seguimos creyendo que todo pasó porque así lo quería Dios. Otras veces decimos que Dios no quería, pero permitió la muerte, y es lo mismo. olvidamos que Dios es vida y no muerte. Mejor es el silencio que la inútil procesión de las palabras huecas y tontas. Por eso, junto a los salmos cantados por Jesús, nuestro mejor canto en este día es el silencio de las palabras para que canten los gestos que salen del corazón ante la contemplación del Hijo muerto en cruz.
Sigue siendo, con tristeza, tarde de viernes santo. Sigue la cruz de tantos hermanos heridos y muertos por la misma causa que mató a Jesús: la estupidez humana que ayer, hoy y mañana se pone las mismas máscaras: ambición, poder, violencia, complicidad, corrupción, indiferencia. Queda, como aquella tarde en el Gólgota, la cruz, para cantar el espanto de la muerte violenta e injusta. Queda hoy la cruz marcada con las huellas de los cadáveres arrojados a las fosas clandestinas, de mujeres violadas y desaparecidas en Juárez. Quedan a los pies de la cruz las marcas de la sangre inocente, y la boca se nos queda abierta y el corazón horrorizado, porque en eso se nos está convirtiendo el país, un sembradío de cruces y un reguero de sangre, y a nadie parece importarle.
Queda como aquella tarde la túnica entera de Jesús, la que se disputaron los soldados romanos, testigo del cuerpo arrebatado que no debió morir. Así que quedan en terminales de autobuses de Tamaulipas las maletas de los camiones que llegan sin sus pasajeros y que no sabemos dónde están, ni siquiera para darles y darnos el consuelo de la sepultura. Nos quedan vacías las ropitas de los niños que murieron quemados, las ropitas de colores que vestían los niños cuando podían salir a los parques y a las calles a jugar y reír y cantaban el gozo y la inocencia. Nos quedan las burlas de los que se desentienden de su suerte y echan a suertes la impartición de la injusticia.
Queda como aquella tarde, la dignidad de una mujer destrozada que sabe sacar fuerzas del dolor de la muerte de su hijo, que de muchas maneras es su propia muerte. Queda el abrazo solidario del Discípulo Amado, que canta la solidaridad de los que aman a Jesús y se entregan al servicio generoso de los necesitados, de los desposeídos, de los agachados, que siempre son los mismos. Queda el coraje de José de Arimatea, que se manchó las manos para acoger y limpiar el cuerpo maltrado, el Pan partido, de Jesús. Queda la bondad de la gente que sigue limpiando las manchas de la pobreza y de la violencia, lograda con la abundancia de poder y de dinero que llena los vacíos del corazón.
Queda como aquella tarde, como nota final de un canto fúnebre, el corazón abierto, herido, desgarrado. Y estremecedoramente frío, muerto, bajo la piel quemada por el sol abrasante de la violencia, la injusticia y la incomprensión. Queda el silencio de Dios y el silencio del hombre. Morimos y no morimos. Porque Dios es Amor. Y está donde hay amor. Y en la cruz hay amor. Amor del Hijo que ama a sus hermanos, que no quiere morir y se deja matar para no contaminarse con la violencia de los homicidas. Amor del Hijo a su Padre, al que busca, con gritos desesperados y con cantos de esperanza, al que canta con las últimas notas de su voz, y en cuyas manos, por última vez, a pesar de la tosca madera de la cruz, quiere acurrucarse, y cerrar los ojos, como cada noche cuando niño, confiando en Papá. Y Papá, roto su corazón, acoge el sueño de su Hijo llorando y cantando, besando las heridas de su Hijo, que es este Pueblo al que sólo queda el consuelo y la fuerza de su Dios.
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