Lucas 24,35-48
Se trata de una escena paralela a la que Juan presenta casi al final de su evangelio. Jesús resucitado apareciéndose en medio de sus discípulos, reunidos en el mismo lugar y llenos de miedo, creyendo estar viendo a un fantasma. Jesús quiere disipar el miedo profundo que hay en sus corazones, y para ello se deja tocar y contemplar. Como no lo logran salir de su asombro, ahora les pide de comer, y ellos le dan un pescado asado. Después Jesús les abrió el entendimiento explicándoles las Escrituras. Lucas escribe para una comunidad de cristianos provenientes mayoritariamente del mundo pagano, no judío. El dato es importante porque los antiguos griegos creían que el ser humano estaba formado por dos componentes, el cuerpo y el alma; creían que al morir el alma se separaba del cuerpo. Cuando Lucas presenta a Jesús resucitado, se esfuerza en dejar claro que el Resucitado es Jesús, todo él, no un alma o un espíritu o un fantasma.
La idea es fascinante todavía hoy. La corporalidad es parte de la persona. Cada uno de nosotros somos espíritus encarnados, no somos la suma de cuerpo y alma, somos personas. Nuestro cuerpo es espiritual. Nuestra vida es nuestro cuerpo. Nuestra corporalidad es el resultado y la síntesis de toda nuestra historia. Mantener la imagen del cuerpo resucitado de Jesús enciende la esperanza de la justicia. Porque, ¿no es injusto que muera para siempre el cuerpo en que vivimos, la piel que habitamos? ¿Es justo que muera el seno que nos acogió y nos dio carne? ¿Es justo que mueran las manos que nos dieron las primeras caricias al nacer, los ojos que lloraron de emoción cuando nosotros lloramos para aprender a respirar? ¿Es justo que se pierda en la nada el primer abrazo que recibimos, el primer beso?
¿Es justo que muera la mano que tantas veces nos bendijo y que nos enseñó a comer? ¿Es justo que muera la voz que con orgullo nos dio nombre, que nos enseñó a nombrar al mundo, a la familia, a nosotros mismos, a Dios y a hablar con Él? ¿Es justo que cayera en tierra de muerte el sudor que nos ganó la comida por años enteros? ¿Es justo que se pierdan para siempre las miradas compasivas y las manos solidarias? ¿Será justo que los muertos inocentes, los desaparecidos, los agachados hayan muerto y nunca vean para arriba ni sean vistos con dignidad? ¿Es justo que los pobres de siempre se mueran y nunca se sacie su hambre de pan y su sed de justicia?
Nacimos del encuentro de miradas y de cuerpos. Si de la corporalidad puede brotar la vida, es porque la corporalidad del hombre y la mujer está habitada por Dios. Dios no muere ni deja morir lo suyo. Bendita la hora en que Jesús resucitó y se dejó ver y contemplar. Bendita la hora en que volvió a reunir a los suyos y comió de su pescado asado. Bendito su cuerpo resucitado, su vida rescatada, su historia glorificada. Bendita la hora en que su muerte destruyó la muerte. Porque nosotros somos su Cuerpo, y cada gesto, cada mirada, cada parte de nuestra historia que ama y nos hace vivir no morirá para siempre. Su Cuerpo Resucitado lo atestigua y nuestra propia corporalidad dará testimonio de la vida plena. Eso creo y la esperanza del reencuentro con los míos me hace caminar hacia ellos sin perder esta sonrisa tan mía que resucitará conmigo.
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