1 Corintios 11,23-26; Juan 13,1-15
Había antiguamente una frase que con el tiempo vino a dar nombre a uno de los libros más famosos de Carlos Monsiváis: Días de guardar. Se decía de la observancia de los días santos. En la tradición judía, hay que guardar el sábado; en la tradición cristiana, el miércoles de ceniza y el viernes santo se guardan con ayuno. Contaba mi mamá que en sus tiempos los días de la Semana Santa se guardaban en silencio, no se prendía la tele, ni la radio, ni tan siquiera la estufa hasta que, como se decía entonces, "se abría la gloria". Yo invito en estos días santos a guardar silencio, a escuchar los muchos modos y las muchas voces del único Dios. Guardar silencio, guardar la memoria y celebrar al Dios escuchado y contemplado.
Dios habla. Dios canta. Canta en las manos de Jesús, que tocaron al leproso y levantaron a la suegra de Pedro. Las manos que abrieron los ojos de los ciegos y la desataron la lengua de los mudos, las manos que escribieron la vida nueva de una mujer que recibió su perdón y no la primera piedra de los cobardes. Esta es la noche en que las manos de Jesús cantan las notas del servicio y de la entrega. Cantan las manos del hombre que se despoja del manto, se ciñe una toalla y lava los pies de los suyos. Cantan las manos duras del hombre que sabe tomar con firme ternura los pies cansados de los que anduvieron con él. Cantan las manos que vierten frescura y remueven el polvo del camino, mientras el agua que corre y cae acompaña con su melodía. Cantan las manos que saben tomar la toalla para envolver con calidez los pies de los amigos que están listos para ponerse a la mesa.
Cantan las manos solidarias que parten el pan. Cantan las notas que brotan desde la mirada que contempló la fragilidad y el hambre del ser humano. Cantan las manos que tantas veces dieron pan a los hambrientos; la voz del hombre que agradeció a su Padre que cuidara de nosotros como cuida de las aves del cielo. Cantan las migajas que caen sobre la mesa, porque son testigos de que el pan ha sido partido y repartido. Canta el trozo de pan que une las manos del Hijo con las manos de sus hermanos. Canta el Pan partido, único como único el corazón del Padre que ama con la misma intensidad a todos sus hijos.
Cantan las manos que llenan la copa hasta los bordes. Canta el vino generoso que sella la nueva alianza en la alegría de la compasión y la misericordia que se imponen por encima de la cerrazón, del dolor y de la muerte. Canta el vino en su color tinto y canta al ritmo de los latidos del corazón que lleva vida a sus manos, y de sus manos hasta la profundo de la humanidad necesitada. Canta la copa que recibió el vino nuevo del Reino, como cantaron los ojos el agradecimiento de los endemoniados que quedaron libres de sus ataduras, el mismo canto de la viuda que recibió el cuerpo resucitado de su hijo, el canto de la mujer que tras muchos años de hemorragia comprendió que Dios nunca había dejado de amarla. Cantan las manos de Jesús levantando y bendiciendo su copa, cantan la alegría de la confianza que se impone al miedo y a la duda. Porque también es la noche de la traición, del abandono y de la soledad, y Él sigue confiando en Aquél al que llama Padre.
Cantan las manos del hombre que se vistió el manto mientras la tarde se vistió de oscuridad; canta la luna que, enmarcada en la ventana, adorna la Cena ; cantan las velas que iluminan el banquete. Canta Jesús y cantan los suyos los salmos en el Huerto de los Olivos. Y Dios cierra los ojos y canta con ellos, porque intuye que el preludio ha terminado y está por comenzar el movimiento que desgarrará el manto de la noche y también su corazón.
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