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Viñadores homicidas

Mateo 21,33-46

Seguimos en la misma secuencia narrativa de la semana pasada. Tras la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén, los sacerdotes y ancianos del Templo lo confrontaron. Jesús se defendió y les espetó tres parábolas, la primera fue la de los dos hermanos hijos del dueño de la viña; la segunda es la de los viñadores asesinos. Les dijo Jesús que el dueño de una hacienda plantó una viña, la rodeó con una cerca, construyó un lugar para producir el vino, edificó una torre, la arrendó a unos viñadores y se ausentó. Al llegar la cosecha envió criados a los viñadores, pero éstos hirieron a uno, mataron a otro y a otro lo apedrearon. Envió el dueño nuevamente a otros criados, pero hicieron lo mismo con ellos. Finalmente el dueño envió a su hijo, pensando que a él sí lo respetarían, pero los viñadores pensaron que, siendo el hijo, era el heredero, así que lo mataron para quedarse con la herencia. Jesús preguntó entonces a los sacerdotes y a los ancianos qué haría el señor de la viña cuando volviera. Y éstos respondieron que mataría sin compasión a esos miserables, y entregaría la viña a otros viñadores que entregaran los frutos a su tiempo. 

Varias cosas hay que decir para entender el significado de esta fuerte parábola. En el año 70 d.C. el Templo de Jerusalén, corazón del judaísmo, había quedado destruido; el evangelio de Mateo fue redactado unos diez años despúes. Al interior del judaísmo se debatían entonces diferentes corrientes que invitaban a vivir la religión sin el Templo. Dos de esas corrientes estaban representadas por la sinagoga farisea y la iglesia cristiana. Los primeros cristianos no estaban conscientes de estar formando una nueva religión, sino que más bien pensaban que eran los auténticos miembros del Pueblo de Dios. Poco a poco los cristianos se fueron distinguiendo del judaísmo originario, y Mateo se valió de su narración evangélica para consolidar la identidad cristiana de su comunidad, en cuanto seguidora de Jesús, pero sin romper definitivamente con sus raíces judías.

El pueblo judío está simbolizado en las Escrituras mediante la viña. La viña es Israel. El canto de Isaías 5,7-12, que acompaña la lectura de este evangelio en la liturgia de este domingo, es muy elocuente al respecto; parece incluso que Jesús lo cita casi palabra por palabra desde el inicio de la parábola.  Hacia el final del canto, Isaías muestra el desencanto de Dios ante su viña, ante su pueblo. El Señor esperaba derecho, y no había más que asesinatos; esperaba justicia y sólo había lamentos. Asesinatos y lamentos, en lugar de justicia y derecho. Pero la decepción del Señor era el Pueblo. La parábola de Jesús tiene un giro interesante. Si el dueño de la viña no ha recibido los frutos de la misma no es por el pueblo, sino por sus dirigentes. La parábola dice que el señor de la viña la arrendó a unos viñadores y se ausentó. Y fueron éstos los que hirieron, mataron y apedrearon a los criados que envió para recoger los frutos. La descripción de "heridos", "matados", y "apedreados" recuerda el trágico destino de los profetas, hombres que en nombre de Dios hablaron al Pueblo del Antiguo Testamento para exigir frutos.

La parábola aún va más allá. El señor envía a su hijo, arrojado fuera de la viña y asesinado. Jesús había entrado en conflicto directo con el poder religioso y no escapaba a su inteligencia que le darían muerte. La anotación de la muerte del hijo fuera de la viña anticipa la muerte de Jesús en el Gólgota, a las afueras de Jerusalén. Y cita el salmo 118, salmo cantado en la fiesta de Pascua: "La piedra que rechazaron los constructores se ha convertido en piedra fundamental." Los cristianos de la comunidad de Mateo entendían que ellos formaban parte de la historia de los profetas y del Hijo muerto y rescatado de la muerte por el Padre, piedra rechazada por los constructores y rescatada como piedra fundamental.

Siguiendo con la narración de la parábola, Jesús dijo a los sacerdotes y a los ancianos del Templo que el Reino de Dios les sería quitado para ser entregado a un pueblo que diera los frutos a tiempo.  Se dieron cuenta que lo decía por ellos. Por ellos, no por el pueblo. Quedaba claro que la desgracia del pueblo tenía su raíz en sus dirigentes, que explotaban la viña y se habían olvidado del derecho y la justicia, y sumiéndola en asesinatos y lamentos. En el judaísmo el poder político era también el poder religioso; y en la época de Jesús y de los primeros cristianos el poder religioso se había aliado con el poder político de Roma. Y queda claro que el Reino de Dios no es propiedad de los viñadores, ni se experimenta en la sangre o la pertenencia a un pueblo o a una raza; se experimenta en la justicia y el derecho.

Hoy en México la viña del Señor vive una situación como la de la viña del canto de Isasías evocado en la parábola del evangelio. Hijos asesinados por la violencia y la ambición; llantos y lamentos. El derecho y la justicia no son los frutos buscados por los viñadores, ¿hasta cuándo? La parábola de los viñadores homicidas invita a recordar y reflexionar el canto de la viña, de Isaías, y uno no deja de preguntarse si el Dueño de la Viña, que parece ausente, no estará cantando la decepción de sus viñadores, que no entregan a tiempo los frutos del pueblo ni dan cuenta de las muertes y lamentos que experimentamos en la viña. Si los viñadores pensaran en la viña y la cuidaran como la cuidó el señor al plantarla, si la impunidad no fuera nuestra gran impartidora de justicia, si los profetas que nos recuerdan el proyecto de Dios para vivir en justicia y paz no fueran silenciados, si guardáramos el recuerdo de su paso por nuestra historia, si no los dejáramos morir en el silencio cómplice de la violencia, que es la forma contemporánea de la peste negra del medievo... Dios no cantaría su decepción por la falta de justicia, de paz y de vida en su pueblo, cantaría el gusto de ver cumplida su voluntad. 


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