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La boda ¿arruinada?

Mateo 22,1-14

La tercera de tres parábolas con la que Jesús desafió a los sacerdotes y ancianos del Templo de Jerusalén, y con las que se defendió de ellos. Se trata de una parábola un tanto extraña, mezcla de la predicación histórica de Jesús, como del momento que vivía la comunidad cristiana de Mateo, en la que surge el evangelio hacia el año 80 d. C. El Templo de Jerusalén había sido incendiado y destruido por los romanos en el año 70.

La parábola compara al Reino de Dios con un rey que celebra la boda de su hijo. Se trata de un tema de fuertes raíces en la Escritura. A lo largo y ancho del Antiguo Testamento, la relación de Dios con su Pueblo se simbolizó mediante el matrimonio. Dios es el esposo o el novio; y la Iglesia, la esposa o la novia. Es tan fuerte este vínculo, que cualquier acto de infidelidad de parte de la novia hacia el novio se tacha de prostitución. Y siempre es una infidelidad de la novia hacia el novio, porque Dios es siempre fiel a su pueblo. La fidelidad en el matrimonio es quizá el signo más fuerte del amor de Dios por su Pueblo.

El Nuevo Testamento también ha recogido esta idea. Jesús mismo la empleado en su predicación del Reino. Al inicio del evangelio lo vimos comiendo con pecadores y publicanos, y rechazando el ayuno para sus discípulos, puesto que cuando el novio está presente, sus amigos disfrutan del banquete de bodas. El libro del Apocalipsis es elocuentísimo cuando presenta el final de la historia como el gran baquete de las Bodas del Cordero, que es el Señor Jesús Resucitado, que se desposa con su novia, la Iglesia triunfante del mal y de la muerte, embellecida de fraternidad.

La parábola de Jesús surge de este trasfondo. Pero tiene algunas notas discordantes. Suena extraño que los invitados a la boda no hayan aceptado la invitación, aunque también nosotros rechazamos la diaria invitación de Dios a vivir en fraternidad, en justicia y paz, y lo extraño es que no nos extrañe. Pero lo que sí no es lógico es que los invitados hayan asesinado a los siervos que les llevaron la invitación; tampoco es lógico que el señor ordenara incendiar la ciudad de estos asesinos en represalia. Tampoco es lógico que, habiendo mandado a los siervos a las calles a traer a los transeúntes para que entraran a la boda, pues los primeros invitados no se lo merecían, el señor corriera al comensal que no llegó vestido con traje de fiesta, ¡que no podía traer porque no sabía que lo iban a llevar a una boda sin previo aviso!

La parábola refleja sin duda que la comunidad cristiana de Mateo consideraba el incendio de Jerusalén y la destrucción de su Templo a manos de los romanos, como un castigo de Dios por haber rechazado a Jesús como el Novio, como el Mesías esperado. La imagen del comensal corrido por no traer traje de fiesta es quizá una advertencia del evangelista a su comunidad para no confiarse, el seguimiento al Señor exige su esfuerzo por mantenerse en la fidelidad. Hoy no podemos aceptar la idea de que Dios castiga.

Antiguamente, mientras no se comprendía bien el ser de Dios, mientras se iba aclarando su imagen de Padre misericordioso y lleno de amor, era común creer que Dios nos castigaba. Hoy entendemos que Dios es Amor, y que nunca castiga. Pero algo bueno y verdadero hay detrás de falsa idea. Dios no castiga, pero generalmente somos nosotros los causantes de muchos de nuestros males, personales, familiares y sociales. Dios no nos ha castigado, pero nuestro desprecio a su invitación para vivir según su voluntad, nos ha llevado a los días de violencia, injusticia y muerte que hoy vivimos. Hemos dejado que la vida deje de ser una fiesta, y la hemos convertido en un campo de batalla, donde gana el que tiene más dinero, más poder, más agandalle o más sangre fría. Nos hemos quitado la ropa de fiesta y nos hemos vestido de duelo; hemos manchado de sangre o de indiferencia, o de miedo, la blanca vestidura de nuestro bautismo, la que prometimos mantener inmaculada hasta la venida del Señor. Y el Señor ha venido y sigue viniendo a nosotros en los que mueren sin ver el amanecer de la justicia; en los que confiando en Él siguen el ejemplo de los profetas para llevar consuelo donde hay dolor, para mantener vivo el recuerdo de las víctimas, que son nuestras, es nuestra la vida que se les escapa por hambre o a balazos. 

Dios nos ama con la pasión con que el esposo ama a su esposa. Dios nos es fiel, absoluta e incondicionalmente. Ha preparado para nosotros la vida, aquí y allá, como un gran banquete, en el que tiene un lugar para todos, porque para todos quiere que la vida sea una fiesta, con comida y alegría sin exclusiones. Triste, muy triste, que no nos demos cuenta que no hemos aceptado la invitación, que no hemos vestido el traje de fiesta. Y más triste que pensemos que Dios no nos escucha o que lo que vivimos es un castigo suyo. Dios es Amor. Nosotros le hemos fallado. En medio de nuestro desierto de dolor y muerte, quiero creer que abriremos los oídos y el corazón a la voz del Señor. Que venga a nosotros el Esposo, que nos seduzca, que nos hable al corazón, que nos manifieste su Amor y nos lleve consigo al banquete de su boda, a la fiesta sin fin y para todos.

Va este comentario dedicado a mi madre, a doce años de llegar a la fiesta sin fin, engalanada con el perfume de su vida honrada en el matrimonio, en la viudez y en su maternidad.

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