Mateo 22,15-22
Conocidísima la escena, conocidísima. ¿Quién no ha escuchado citar al menos trece mil doscientas veintinueve veces la sentencia: "Al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios"? Y claro, las mismas veces (al menos trece mil doscientas veintinueve), se usa con el sentido de separar los asuntos políticos de los asuntos religiosos. Yo he escuchado la cita tanto en políticos como en gente de la jerarquía eclesiástica, y siempre van en este sentido. Y cualquiera diría, "¡claro como el agua!" Pero la verdad es que no; a mis treinta y cuatro años, dos meses, tres semanas y cuatro horas con cinco minutos de engalanar con mi vida a este mundo, me queda claro que éste no es el sentido de las palabras de Jesús. Y no creo cambiar de opinión de aquí a mañana.
En primer lugar porque he leído la escena entera y veo por qué Jesús dijo lo que dijo, es decir, que al César lo del César, y a Dios lo de Dios. En segundo lugar, porque he leído el evangelio entero de principio a fin, y tengo una idea de porqué esta escena está donde está, y no en otra sección del evangelio, como por ejemplo, al inicio del ministerio de Jesús, antes de la curación de la suegra de Simón, por decir algo. Y en tercer lugar, porque con el tiempo y el dinero ahorrados con sumos esfuerzos, me hice de algunos libros altamente recomendados por mis maestros de Teología (especialmente el Lobito bueno), de tal manera que la luz intensa del conocimiento me ha iluminado, y algo he aprendido de la política, la sociedad y la economía de los tiempos de Jesús y de los tiempos de los primeros cristianos.
Pues bien. Jesús no tuvo la intención de dictar un sabio refrán, del que la historia guardara memoria para echar mano al momento de vernos envueltos en dilemas cuya solución es comprometedora. Los fariseos, que tan mal parados quedaron con Jesús luego de las tres lindas parábolas que les dedicó en el Templo de Jerusalén en las escenas inmediatamente anteriores (del hijo desobediente, de los viñadores asesinos, y de los invitados que no quisieron ir a la boda del hijo del rey), se aliaron con los representantes del poder político de Roma, los herodianos, para ponerle una trampa. Y por eso llegan éstos con Jesús y falsamente lo halagan y lo llaman "maestro" (porque, ¡cuidado!, en el evangelio de Mateo sólo llaman "maestro" a Jesús todos sus adversarios y los malos discípulos, como Judas, el traidor).
Le preguntan: "¿Estamos obligados a pagar el impuesto al César (es decir, al emperador)?" Fue una bomba lo que pusieron en las manos de Jesús. Si decía "sí", perdería toda su autoridad moral ante el pueblo que lo ha seguido y ha creído en él, pueblo de pobres y pecadores con los que ha compartido la comida bajo el cielo del campo. Y si decía "no", inmediatamente sería acusado de subversión en contra de Roma y su emperador. Pero los herodianos no contaban con la inteligente respuesta de Jesús, se quedaron pasmados y mejor se fueron.
Y no sólo. la respuesta de Jesús está lejos de toda neutralidad y eso fue lo que provocó el enojo, más que sorpresa o admiración, de los herodianos. ¿Qué provocó la furia de los herodianos? La opción de Jesús. El verbo "dar" también puede traducirse como "devolver". Devolver al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. Antes de dar su respuesta, Jesús pidió una moneda de las que se usaban para pagar el impuesto, las que tenían acuñada la imagen del emperador; la arquelogía ha encontrado monedas del tiempo de Jesús y del tiempo de la redacción del evangelio, y ha comprobado efectivamente que la monedas del impuesto tenían grabadas de un lado la imagen de Augusto, emperador de aquel tiempo; y del otro, la figura de una mujer abatida y atada, con las palabras "IVDAEA CAPTA", es decir, "Judea prisionera" (del emperador, de quién más).
Para el pueblo judío, que en la Escritura se tenía a sí mismo como pueblo elegido y nación santa, pagar tributo a un emperador extranjero con una moneda extranjera significaba un acto de humillación y sometimiento. Porque habían sido elegidos por Dios para ser libres. Dios mismo los había liberado de la opresión en Egipto, donde habían sido esclavizados por el faraón, a partir de lo cual Dios y el pueblo sellaron una alianza, sintetizada en esta fórmula: "Yo seré su Dios y ustedes serán mi Pueblo".
Con estos datos, surge con fuerza el sentido de los palabras de Jesús. Pedía devolver al emperador romano lo que era suyo, sus monedas, signo de humillación y sometimiento; y devolver a Dios también lo suyo, su pueblo, elegido por él para la vida en libertad y fraternidad. Todo el evangelio muestra la lucha constante entre el imperio de Roma y el Imperio de Dios. Jesús hizo opción por el Imperio de Dios. Entre el César y el pueblo de Dios, hizo opción por el pueblo. Desafió al imperio romano y Roma le respondió con la furia de su violencia homicida. Si los herodianos se hubieran quedado maravillados o admirados de las palabras de Jesús, se habrían convertido en discípulos suyos. Pero la contundencia de Jesús, sin caer en la trampa, los dejó sin palabras y enfurecidos. Se fueron, pero no se retiraron vencidos. Llevaron consigo lo que consideraron una declaración de guerra. La escena tiene lugar en la última semana de vida de Jesús, hacia el final del relato evangélico; pocas páginas más adelante veremos a Jesús crucificado, y no se puede perder de vista que la cruz era el castigo que Roma infligía a los subversivos.
Si la cruz quedó como contundente testimonio de la intolerancia y la crueldad de Roma, la resurrección no es menos contundente al testimoniar la voluntad de Dios. El Padre hizo justicia al Hijo, había verdad en sus palabras, ¡no hay algo más de Dios que su Pueblo, Pueblo llamado para la vida en justicia y libertad! Los gobernantes tienen como misión, y como parte de su misión el uso de los impuestos, el cuidar la vida en justicia y libertad del pueblo. De lo contrario, no sirven para lo que debieran servir, hay que decirlo con la misma claridad de Jesús.
Comentarios
Publicar un comentario