Si no hubiera yo nacido católico y practicante, me habría convertido a la fe sólo para celebrar la noche de Pascua.
La antigua antropología judía tenía claro que, al terminar la vida, el ser humano descendía para siempre al sheol, el lugar de los muertos, lugar de oscuridad, de tinieblas, de silencio. En la mentalidad de su pueblo, al morir, también Jesús descendió al Sheol, a los infiernos, como tradujo mucho más tarde el credo.
Su muerte, además de brutal, fue injusta. Ejecutado por Roma y maldecido por la élite religiosa de Jerusalén, Jesús había pasado sin más al Sheol para siempre. Los suyos entraron en una gran crisis. ¿Era posible que el Maestro estuviera equivocado? ¿Dónde quedaban entonces sus enseñanzas, sus hermosísimas parábolas, sus curaciones que restauraban la vida y devolvían al enfermo al seno de la comunidad? ¿En verdad lo había abandonado Dios, al que llamaba su Padre, en el momento más difícil y doloroso de su vida?
Ellos volvieron a Galilea, adonde todo había empezado. Los llevó el miedo y también la nostalgia, la sensación de fracaso, de muerte y de injusticia. Sin embargo, algó pasó. No había transcurrido mucho cuando volvieron a Jerusalén llenos de alegría y valentía: ¡Jesús estaba vivo! ¡El Padre lo había despertado, lo había levantado de entre los muertos!
Porque en las lenguas semitas no existe la palabra resurrección. Lo que había acontecido con Jesús, entonces, era que el Padre había descendido al Sheol, a buscar a su Hijo, lo despertó y lo levantó de entre los muertos. La metáfora es bellísima. No pudiendo bajar a su Hijo de la cruz, conmovido por la fuerza de su confianza, de su fidelidad, de su amor, el Padre bajó al Sheol a buscarlo.
Es cosa de imaginar, como lo hacen los niños, al Padre Eterno como un viejito ágil pero todavía fuerte, sacudiéndose el llanto con el dorso de una mano, mientras con la otra se alumbra con una antorcha bajando con prisa al rescate de su Hijo. Se llegó hasta Él, iluminó su rostro, lo abrazó y, cubriéndolo de lágrimas, besó las huellas de sus heridas, lo llamó por su nombre, lo despertó, lo puso de pie y lo llevó consigo, a la exaltación de la gloria.
Sólo de imaginar esta escena se me conmueve el corazón, y me llena de ternura y de esperanza creer con toda la pasión de mi vida, que el Padre sigue descendiendo a este Sheol en que se ha convertido nuestra patria; que desciende con su luz a buscar el rostro de su Hijo para abrazarlo, besarlo y llenarlo de vida nueva. Que sigue descendiendo a la oscuridad de las narcofosas de Tamaulipas, a los cementerios de Chihuahua, al atacado Monterrey, a nuestras dolidas calles... Al rincón y a la cama en que los papás o las mamás lloran en silencio y a escondidas... Al rincón del corazón que mata y ambiciona creyendo así encontrar la felicidad... Al rincón de hospital en que una tarde de lluvia nadie me quiere decir que mamá ha muerto... Al rincón en que la viuda y el huérfano levantan la mirada y preferirían no haber despertado...
A mí me conmueve la luz del cirio pascual en medio de la noche. Me recuerda que el Padre sigue descendiendo con su lucecita, buscando el rostro de su Hijo muy amado, que es su Pueblo, todos y cada uno, y que no volverá a su gloria hasta llevarlo consigo, hasta llevarnos consigo, a la vida plena y definitiva. Esto creo, y si no hubiera nacido creyente, esto habría creído, y lo seguiré creyendo esperanzada y apasionadamente cada día de mi vida, hasta ver la Luz, despertado por Él en el Sheol. Amén.
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