Mateo 21,1-11
Domingo de ramos, domingo de palmas. Entrada de Jesús en Jerusalén. La escena nos resulta familiar, con ella abrimos cada año la Semana Santa, la semana en que recordamos los últimos días de vida de Jesús. Tal como lo había anunciado, Jesús entra en la capital del pueblo de Israel, donde finalmente encontrará la muerte. Se acercaba la fiesta de Pascua, y la Ciudad Santa estaba desbordada de judíos provenientes de todo el país y del extranjero para recordar la noche de la libertad, la noche en que el Señor los sacó de Egipto y los hizo su Pueblo.
Pero ahora Israel nuevamente era oprimido, y en su propia tierra. Habiendo sido conquistados por el Imperio de Roma, los judíos viven humillados con la esperanza de la llegada del Mesías, que sería un rey victorioso enviado por Dios. Los antiguos reyes, emperadores y grandes militares solían entrar con un desfile victorioso en las ciudades conquistadas, montando espectaculares caballos o carros de guerra. Muy al estilo de Ben Hur. Mostraban así la superioridad de su poder y la fuerza de sus armas.
La escena de la entrada de Jesús, por su parte, parece más bien la parodia de estas entradas triunfales. Pero no se trata sin más de una burla o de una payasada. Es un fuerte desafío de Jesús al Imperio de Roma. Jesús ha predicado la llegada del Imperio de Dios, y con sus gestos lo ha puesto de manifiesto: vida, justicia, comida, igualdad, inclusión, perdón, cuidado de los débiles y los pequeños... Y este Imperio no se parece al de Roma. Jesús no entra en Jerusalén montando un caballo, sino un burro, un animal de carga dispensando del descanso sabatino. El Reinado de Dios es humildad y servicio. Es el Imperio de los humildes y los servidores, y no se impone por la violencia, simplemente se acoge con amor y esperanza.
Los muchos judíos que también peregrinaron a Jerusalén para celebrar la pascua leyeron bien el mensaje de Jesús. Se emocionaron con la expectación de la llegada del rey prometido en los profetas. Por eso acompañan a Jesús en gran número, alfombran el camino con sus propios mantos, mantos de gente pobre, y lo aclaman con las palmas, signos de victoria. Siglos atrás, Moisés había vuelto a Egipto en burro para liberar al pueblo de la esclavitud. Roma no será indiferente, no ve que sus días están contados. El poder religioso tampoco. Al día siguiente de su llegada, Jesús desafiará a éste con otro gesto profético igualmente elocuente: derribará en el Templo las mesas de los cambistas y de los vendedores de animales para los sacrificios. El mensaje es claro: El reinado de Dios es justicia y paz, no se compra con dinero ni se gana derramando sangre.
Por eso Jesús entra a Jerusalén montando un burro. Renunció al poder y a la violencia. Pero desafió al poder y desató la violencia en su contra. Eso explica también su muerte, había llegado demasiado lejos y chocó de frente con sus detractores. No obstante, sus seguidores comprendieron el alcance de sus acciones fuertemente simbólicas. Para ellos, como para nosotros, sólo puede llegar a el Imperio de Dios en la medida en que renunciamos al poder y a la violencia, y nos abrimos al servicio. Sólo así los hijos de Dios recuperamos vida y libertad.
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