Juan 9,1-41
Es la historia de un ciego, pero la narración comienza con una mirada de Jesús. Un ciego de nacimiento y mendigo de sobrevivencia. Vive de la lástima que inspira. Él no ha vista nada nunca, pero Jesús lo ha visto a él. Y la fuerza de su mirada hace que los discípulos de Jesús también se fijen en el ciego. "¿Quién pecó, él o sus padres?", le preguntan. Porque la creencia era que toda enfermedad era un castigo por los pecados cometidos. ¡Pero este hombre nació ciego!
No conocemos su nombre, ni tampoco sabemos mucho de su historia. Pero su condición da pie para una enseñanza de Jesús: "Ni él pecó, ni sus padres. Nació así para que en él se muestre la acción de Dios". Y añadió: "Mientras estoy en el mundo, ¡yo soy la luz del mundo!" Entonces viene la curación. Entonces vienen la acción y la fuerza del que es Luz.
Escupe al suelo, mezcla su saliva con la tierra, forma barro y con él Jesús unge en los ojos al ciego. Lo manda a lavarse a la piscina de Siloé, que significa "enviado", como bien aclara el evangelista, cuando apenas nos ha dicho que Jesús es el enviado del Padre. Sumergirse en Jesús. Así lo hizo el ciego y comenzó a ver. Jesús ha desaparecido de la escena, y para el antes ciego comienza el duro camino de los que viven con los ojos abiertos.
Paradójicamente, nadie se alegró de que la luz hubiera llegado a su vida. Los vecinos parecían no reconocerlo. Era el mismo y, sin embargo, era otro. Sus padres tenían miedo. Los fariseos y los líderes religiosos de la comunidad no podían aceptar como venida de Dios una curación obrada en sábado: ¡el día del descanso de Dios! Interrogado como si en vez de recibir una curación hubiera cometido un delito, el antes ciego es expulsado de la comunidad, ¡sólo por confesar que Jesús lo había curado!
Pareciera que los suyos y los dirigentes de la sinagoga preferían su ceguera. No les gustó que viera, que Jesús le hubiese abierto los ojos. Pero todo nació, insisto, de la mirada de Jesús, una mirada compasiva, no de lástima. No quiso verlo ciego, y verlo ciego era verlo marginado, paralizado, eternamente doblado por la oscuridad de una vida que no sabe de qué está hecha ni de qué es capaz.
Esta es la humanidad que a Jesús no le gusta contemplar, la de las masas anónimas, a la orilla de la vida, con los ojos cerrados, sin comprender la realidad que los rodea, sin dar pasos hacia la vida y la libertad. La humanidad excluida de la luz. Jesús se hizo presente en la vida de este hombre y todo cambió, hasta las dificultades, que no desaparecieron. De ser visto con lástima pasó a ser visto con desprecio y con rencor. Pero Jesús lo curó y le abrió los ojos. Jesús creyó en él, lo hizo ponerse de pie y caminar, lo lavó de su antigua ceguera y cobardía, hizo de su barro un barro distinto, lo creó y lo hizo un ser humano nuevo. Y ahora él creía en Jesús.
Pero, ¿quién es ese Jesús? Jesús lo vio, pero él aún no había visto a Jesús. Y sin embargo sabía que era un hombre, y un profeta; y así comprendió más tarde que era el Hijo del Hombre y el Señor. Supo que era verdaderamente hombre porque Jesús fue con él plenamente humano y lo hizo recuperar la plenitud de su propia vida humana. Por esta profunda y auténtica humanidad, supo que venía de Dios, y lo llamó Señor, porque la auténtica humanidad de Jesús es la más clara imagen de Dios.
Entonces lo vio. Contempló a Jesús y supo que en Él, en Jesús, Dios había salido a buscarlo y que no se detuvo hasta encontrarlo. Y le dejó en claro que la ceguera no es consecuencia del pecado, sino que el pecado es no querer ver a Dios y creer en Él en la humanidad doliente que hoy vivimos. Y Jesús, Luz del mundo, seguirá buscándonos, hasta que nos abra los ojos, y nos sacuda de esta absurda inmovilidad desde la que no queremos ver cómo la vida se le escurre a nuestro desangrado país, cuya oscuridad es más como la de una enorme fosa común, que se resiste a que le echen la loza encima. Abrir los ojos, y ver a Jesús. Abrirnos los ojos y vernos, y en nosotros ver a Jesús. Tan difícil, tan doloroso, tan necesario. Y tan posible. Tiene que serlo.
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