Lucas 3,15-16.21-22
Este domingo la Iglesia celebra el bautismo del Señor, y con esta solemnidad termina el tiempo de navidad. El pasaje del evangelio nuevamente nos pone en contacto con la persona de Juan, el Bautista. En griego, "bautizar" significa "purificar". Juan llamaba a un bautizo o purificación de los pecados por medio de agua, pero anunció también a Aquél que habría de purificar por medio del Espíritu Santo.
Ver que Jesús se forma entre los que van a bautizarse o purificarse, y que de hecho es bautizado por Juan, suscita sorpresa e inquietud: ¿De qué pecados podría purificarse Jesús? ¿Qué sentido tiene su bautizo? El relato del evangelio nos da algunas respuestas:
En primer lugar, el bautismo es para Jesús una experiencia de encuentro íntimo con el Padre, que en el bautismo llama y reconoce a Jesús como hijo suyo muy amado. En segundo lugar, el bautismo es para Jesús también una experiencia de encuentro profundo con el ser humano; un gesto de fuerte solidaridad con sus hermanos heridos y doloridos por el pecado, que no es humano, sino inhumano y deshumanizador. El bautismo de Jesús, entonces, no es purificación de pecados suyos, que no los tuvo, sino compasión hacia la humanidad doliente y necesitada de vida.
El relato recuerda varias citas del Antiguo Testamento. Recuerda, en primer lugar, una plegaria del profeta Isaías (63,19): "¡Ojalá rasgaras los cielos y descendieras!" La experiencia filial de Jesús con el Padre, y de solidaridad con el género humano muestran que en Jesús el cielo se ha abierto y Dios ha descendido para nosotros, para compartir en todo nuestra suerte y nuestra historia, para salvarnos de aquello que nos deshumaniza, para mostrarnos el camino hacia ese Padre que en Jesús nos invita a volver a Él.
Una segunda cita es el salmo 2,7: "Tú eres mi hijo". Lo es Jesús, y por su muerte y su resurrección lo somos también cada uno de nosotros, que también fuimos bautizados, como para nosotros también se abrió el cielo el día de nuestro bautismo, y el Padre dijo de nosotros las mismas palabras: ¡Tú eres mi hijo(a)! La tercera cita que evoca el relato es también de Isaías (42,1-4): "Este es mi siervo, mi elegido, a quien amo". Jesús no sólo es Hijo, sino Hijo amado. Y también nosotros.
Pero esta última cita es especial. Se trata del inicio del primero de cuatro cantos que el profeta Isaías compuso en torno a una figura enigmática, el Siervo de Dios, en la cual los primeros cristianos reconocieron a Jesús. Pues bien, este siervo, a quien Dios ama profundamente, se acerca humilde a lo débil y vulnerable de la humanidad ("no gritará, no romperá la caña resquebrejada, no apagará la mecha que aún humea"). Por ellos se hace siervo, servidor, y por ello es muy amado del Padre. O mejor dicho: Porque es muy amado del Padre se hace siervo de sus hermanos, a quienes no puede ver privados del amor que a Él lo desborda.
En el bautismo de Jesús vemos descender al Espíritu, y a lo largo del Evangelio veremos al Espíritu conducir a Jesús y llenarlo de fuerza. Y uno no puede dejar de preguntarse si hemos permitido que este mismo Espírito, que recibimos en nuestro bautizo, conduzca y fortalezca nuestra vida hasta hacerla como la de Jesús: vida íntima de encuentro con el Padre, y de compasiva solidaridad con aquellos hermanos que sufren deshumanización.
Hermanos en el bautismo, envío un fuerte abrazo a cada uno.
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